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Tras un par de horas tensas, cuando dieron las diez Marcus se levantó y simuló desperezarse.

– Creo que voy a ir tirando.

El miedo se apoderó de Ashling. Marcus siempre se quedaba a dormir en su casa.

Se abrió ante ella una nueva y aterradora perspectiva: quizá aquello no fuera una simple discusión; quizá fuera El Fin. Mientras observaba cómo Marcus avanzaba espantosamente deprisa hacia la puerta, Ashling, desesperada, reconsideró sus posibilidades. Quizá pudiera aplazar una vez más el viaje a Cork. No pasaría nada por un par de semanas más. Su relación con Marcus era más importante…

– Marcus, déjame pensarlo -dijo con voz temblorosa-. Puedo hablar con mis padres e intentar explicárselo.

– No, no importa -replicó él con una débil sonrisa-. Ya me arreglaré. Pero te echaré de menos.

El alivio solo duró un instante. Quizá no fuera El Fin, pero de todos modos Marcus se iba a su casa.

– Podemos vernos mañana por la noche -propuso Ashling, ansiosa por reparar los daños-. No me marcho hasta el sábado por la mañana.

– No, no. -Se encogió de hombros-. Ya nos veremos cuando vuelvas.

– De acuerdo -convino ella a regañadientes, temiendo que si insistía no conseguiría otra cosa más que agravar la situación-. Volveré el domingo por la noche.

– Ya me llamarás.

– Sí. El tren llega a las ocho, a menos que sufra alguna avería; y suele haber mucha cola para los taxis, así que no sé a qué hora llegaré a casa, pero en cuanto llegue te llamaré. -El deseo de complacer le hizo extenderse en los detalles.

Marcus le dio un beso rápido (ni lo bastante largo ni lo bastante apasionado para tranquilizarla) y se marchó.

Ashling reaccionó como un alcohólico que vuelve a beber en cuanto se le presentan dificultades. Lo primero que hizo fue buscar sus cartas del tarot. Últimamente no les había hecho ni caso, y de no ser por Joy, que las consultaba constantemente en busca de respuestas acerca de su ruptura con el Hombre Tejón, se habrían cubierto de polvo. Sin embargo, la evasiva selección no le reportó ningún consuelo.

Tensa y agitada, volvió a sentir un fuerte rencor contra su familia. Si su familia hubiera sido normal, aquello no habría pasado. Pensó un momento en Marcus. No le reprochaba que fuera inseguro, pero no se explicaba cómo era capaz de subir a un escenario y hacer lo que hacía.

El rencor y el arrepentimiento generaron el insomnio. Necesitaba hablar con alguien. Pero Joy no le servía, y no únicamente porque en aquellos días su único tema de conversación era «todos los Hombres Tejón son unos capullos». Tenían que ser o Clodagh o Phelim, porque ambos sabían cuanto había que saber acerca de la familia de Ashling. Ellos la entenderían y le expresarían la deseada solidaridad. Pero cuando llamó a Phelim a Sydney salió el contestador automático, así que, pese a lo tarde que era, no tuvo más remedio que llamar a Clodagh. Tras disculparse por haberla despertado, la puso al corriente de lo sucedido y concluyó su lastimoso relato exclamando:

– Y por si fuera poco, no tengo ningunas ganas de ir a ver a mis padres.

Con todo, Clodagh no pronunció las esperadas palabras de consuelo. Se limitó a decir con voz adormilada:

– Si quieres puedo ir yo a ver a Marcus.

– No, si yo no…

– Puedo ir con Ted -prosiguió Clodagh, más animada por aquella posibilidad-. Ted y yo te sustituiremos y proporcionaremos apoyo moral a Marcus.

Aquella proposición hizo que Ashling se sintiera mucho peor. No quería que Clodagh y Ted trabaran amistad.

– ¿Y Dylan?

– Alguien tiene que quedarse con los niños.

– Es que ni siquiera me apetece ir a ver a mis padres -repitió Ashling, que se resistía a quedarse sin las muestras de condolencia de su amiga.

– Pero si tu madre ya está mucho mejor. Ya verás cómo todo sale bien.

Aquí no hay nadie responsable, fue la conclusión a que llegó Ashling cuando tenía nueve años, antes de que terminara aquel extraño y espantoso verano. Tomó por costumbre quedarse de pie en la esquina de su calle los viernes por la noche, esperando ver llegar el coche de su padre, con el estómago revuelto de los nervios. Mientras esperaba, amortiguaba el terror de que su padre no apareciera, jugando consigo misma. Si el próximo coche que pasa es rojo, todo saldrá bien. Si la matrícula del próximo coche que pasa acaba en número par, todo saldrá bien.

Finalmente, un lunes por la mañana, Ashling le pidió a su padre que no se marchara.

– Tengo que hacerlo -contestó él, lacónico-. Si pierdo el empleo, no sé qué va a ser de nosotros. Vigila a tu madre.

Ashling asintió con gravedad, y pensó: «No debería decirme eso. Solo soy una niña».

«Pero Ashling es muy responsable. Solo tiene nueve años pero es una niña muy madura para su edad.»

Los adultos hablaban entre dientes. Cuando iba gente a su casa, conversaban en voz baja y se quedaban callados en cuanto se acercaba Ashling. «Los padres de él son mayores, no podrían con tres niños pequeños…» Empezaron a mencionarse palabras nuevas y extrañas. Depresión. Nervios. Crisis. Hablaban de llevar a su madre «a algún sitio».

Y llegó el día en que a su madre la llevaron a aquel «sitio», y su padre tuvo que llevarse a los niños con él a trabajar. Recorrían largas distancias, mareados y aburridos; Janet y Owen compartían el asiento trasero con un aspirador de muestra. Ashling iba sentada en el asiento delantero como una persona adulta, y así cruzaron el país de punta a punta, deteniéndose en pequeñas tiendas de electrodomésticos de pequeñas ciudades. Desde la primera cita, Ashling se contagió de la ansiedad de Mike.

– Deséame suerte -le dijo su padre al tiempo que cogía su carpeta de folletos-. Este tipo no compra ni por Navidad. Y sobre todo, no toques nada.

Ashling vio a través de la ventanilla del coche cómo su padre saludaba a su cliente en el patio delantero de la casa y se transformaba: dejó de parecer irritable y preocupado para mostrarse despreocupado y parlanchín. De pronto parecía disponer de todo el tiempo del mundo para charlar. No importaba que todavía tuviera que hacer otras ocho visitas aquel día, ni que llevara mucho retraso porque habían salido tarde. Acompañó a su cliente, que quería enseñarle su coche nuevo; se inclinó hacia atrás, examinándolo desde todos los ángulos, y lo felicitó por la compra, dándole palmadas en la espalda. Mientras su padre conversaba animadamente con aquel individuo, todo sonrisas y bromas, Ashling tomó conciencia de algo para lo que era demasiado pequeña: «Esto le resulta muy difícil».

En cuanto Mike subió de nuevo al coche, las sonrisas fáciles desaparecieron y adoptó una actitud brusca.

– ¿Te ha hecho algún pedido, papá?

– No.

Con los labios apretados, Mike puso la marcha atrás y sacó el coche a la calle, dirigiéndose a toda velocidad a su siguiente cita.

A veces le hacían pedidos, pero nunca le compraban tanto como él esperaba, y cada vez que se metía de nuevo en el coche y lo ponía en marcha parecía más y más desanimado.

Hacia finales de aquella semana, Janet y Owen lloraban sin parar, pidiendo que los llevaran a casa. Y Ashling tuvo una infección de oído. Desde entonces siempre tuvo esas infecciones en momentos de tensión.

Pasadas tres semanas de internamiento, Monica volvió a casa, aparentemente sin haber mejorado nada. Los antidepresivos que le habían recetado la dejaban atontada, así que cambió a otros, que tampoco le sentaban bien.

Y pese a los medicamentos y los rituales de Ashling, cada vez más complicados, las cosas no mejoraron. Cualquier cosa podía desencadenar la tristeza de Monica, desde una catástrofe natural hasta un insignificante acto de crueldad. El que a un niño le hubieran robado la calderilla podía provocar el mismo caudal de lágrimas que un terremoto que hubiera causado miles de víctimas mortales en Irán. Pero los días de llanto silencioso en la cama estaban puntuados por ataques de ira y rabia descontrolada, dirigidos contra su marido, sus hijos y, sobre todo, contra ella misma.

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