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El primer lunes de abril, una semana antes de regresar a Londres, Lisa recibió por correo la notificación de la sentencia definitiva. Antes incluso de abrir el sobre ya sabía qué contenía; aunque parecía absurdo, estaba segura de haber percibido un olorcillo ligeramente desagradable que emanaba de él.

Su primera reacción fue esconderlo debajo de la guía telefónica y fingir que no había llegado. Luego exhaló un suspiro y lo abrió rápidamente. Tendría que hacer muchas cosas desagradables en la vida, y si no cogía el toro por los cuernos nunca las haría.

Pero había que hacerlas deprisa, como cuando te arrancas el esparadrapo.

Tenía la mente sorprendentemente despejada. Se fijó en cómo le temblaban los dedos cuando sacó las hojas, y luego vio cómo las frases rehuían su mirada, impidiéndole leerlas. Cuando las palabras dejaron de moverse, Lisa hizo un esfuerzo para descifrar las letras negras que cubrían la primera página. Las leyó de una en una, hasta que el mensaje que ella ya conocía se reveló: todo había terminado. Se había acabado aquello de vivir medio casada y medio separada; ahora ya estaba todo aclarado. Fin. Eso es todo, amigos.

Con la misma claridad se dio cuenta de que no se había puesto a brincar por el recibidor ni se había sentido liberada por la sentencia. Se fijó, en cambio, en que le había subido la temperatura (¿estaba sudando?) y que no se sentía ni libre ni feliz.

Durante todo el proceso del divorcio, ella confiaba en que la siguiente fase sería aquella en la que, por arte de magia, se sentiría curada. Pero ahora habían llegado al final y Lisa seguía sin recuperar la felicidad. De hecho, se sentía aún peor.

Pensó que quizá la tristeza de un divorcio nunca llegara a desaparecer del todo. Quizá tuvieras que incorporarla, aprender a convivir con ella. Lo cual resultaba tan desmoralizador que le dieron ganas de volverse a la cama.

Fifi había celebrado una fiesta cuando recibió la sentencia definitiva de su divorcio. ¿Por qué a ella no le apetecía hacer algo parecido? Tuvo que admitir que la diferencia consistía en que ella no odiaba a Oliver. Era una lástima, pero no lo odiaba. La acritud tenía sus ventajas.

Dobló el documento e intentó darse ánimo. Ya se le pasaría. Algún día. Londres era el lugar idóneo para recuperarse del golpe. Allí conocería a otro hombre. Aunque a veces se deprimía solo de pensar en lo desastrosos que eran los otros hombres. En comparación, tuvo que conceder. Quizá la ayudaría dejar de tomar a Oliver como patrón.

Cuando llegara a Londres haría todo lo posible por esquivarlo. Quizá sus caminos se cruzaran de vez en cuando por motivos de trabajo, y entonces se sonreirían el uno al otro civilizadamente. Hasta que llegara el momento en que pudieran verse, trabajar y no pensar en lo que pudo haber sido, en la otra vida que pudieron haber tenido. Pasaría el tiempo, y un buen día ya no tendría importancia.

«Pero he fracasado -admitió en un arrebato de amarga sinceridad-. He fracasado, y ha sido por mi culpa. Esto no puedo cambiarlo, no puedo hacerlo desaparecer, y tendré que vivir con ello el resto de mis días.»

Lisa siempre había sido la suma de sus triunfos: se componía de un montón de éxitos acumulados. Así que ¿qué podía hacer con aquel fracaso? En algún sitio tendría que meterlo, porque de pronto comprendió que nuestras vidas son una sucesión de experiencias y que las imperfectas cuentan igual que las perfectas.

«Este dolor me ha cambiado -admitió-. Este dolor que va a durar mucho tiempo me ha cambiado. Aunque no quiera admitirlo. Aunque lo considere un destino peor que la muerte, soy más blanda, más amable; soy mejor persona.»

«Y me alegro de haber estado casada con Oliver -pensó, desafiándose a sí misma-. Estoy triste y arrepentida y cabreada por haberlo estropeado todo, pero aprenderé de mi error y me aseguraré de que no se repita.»

Y eso era lo mejor que podía hacer.

Exhaló un profundo suspiro, cogió su bolso y se marchó al trabajo, como una buena superviviente.

Cuando llegó a la oficina la encontró muy alborotada: sus colegas estaban preparando una fiesta de despedida, que iba a celebrarse el viernes. La operación era casi tan complicada como la fiesta de presentación de la revista. Lisa tenía previsto marcharse de Dublín cubierta de gloria. Ya le había dicho a Trix que la hacía responsable del regalo de despedida, y que si se les ocurría regalarle un vale de Next le arrancaría la piel a tiras.

– Lisa -dijo Trix sosteniendo el auricular del teléfono-, es Tomsey, del departamento de persianas de Hensards. ¡Por fin han terminado tu persiana de madera!

Aquel mismo día, a la hora de cerrar, Lisa acorraló a Ashling cuando ambas bajaban en ascensor al vestíbulo. Estaba deseando aclarar un asunto con ella.

– Quiero que sepas -dijo Lisa-, que propuse tu nombre para el cargo de directora y que les hablé muy bien de ti a los miembros de la junta directiva. Lamento que no te hayan dado el puesto.

– No importa, la verdad es que no tenía ningunas ganas de ser directora -insistió Ashling-. Yo soy una número dos nata, y los números dos somos tan importantes como los líderes.

Lisa rió ante la risueña serenidad de Ashling.

– La chica que han contratado parece simpática. Podía haber sido peor. ¡Podrían haber nombrado directora a Trix!

Lisa no tenía duda de que tarde o temprano Trix acabaría dirigiendo una revista, y estaba convencida de que lo haría con una crueldad que haría que ella, a su lado, pareciera la madre Teresa de Calcuta. Pero de momento Trix tenía otras cosas en la cabeza. Había mandado a paseo a aquel inútil del pescado y se había enrollado con Kelvin, con el que vivía un apasionado romance. De momento lo llevaban en secreto.

Cuando se abrieron las puertas del ascensor, Lisa le dio un codazo a Ashling y dijo con desdén:

– Mira quién hay.

Era Clodagh, y parecía sumamente nerviosa.

– ¿A qué habrá venido? -preguntó Lisa con agresividad-. ¿A robarte a Jack? ¡La muy zorra! ¿Quieres que le diga que su marido intentó acostarse conmigo?

– Te agradezco mucho el ofrecimiento -dijo Ashling, y fue como si hubiera hablado desde muy lejos-, pero no hace falta, gracias.

– ¿Estás segura? Entonces, hasta mañana.

Cuando Lisa se separó de Ashling, Clodagh avanzó hacia ella.

– Quería hablar contigo un momento. Pero si quieres, dime que me marche y lo entenderé.

Ashling estaba conmocionada, y tardó un poco en encontrar las palabras.

– Vamos al pub de la esquina -dijo.

Se sentaron y pidieron. Ashling no podía quitarle los ojos de encima a Clodagh. Estaba guapa: se había cortado el pelo y le sentaba muy bien.

– He venido a pedirte disculpas -dijo Clodagh-. Estos últimos meses he madurado mucho. Ahora soy diferente.

Ashling asintió fríamente.

– Me doy cuenta de lo egoísta y cruel que he sido -continuó Clodagh-. Mi castigo es tener que vivir con todo el daño que he causado. Tú me odias, y no sé si has visto a Dylan últimamente, pero está destrozado. Está furioso, y se ha vuelto… insensible. Ashling coincidía con ella. Ya no disfrutaba con su compañía.

– ¿Sabes que le pedí que volviera y no quiso?

Ashling asintió. Dylan se había encargado de propagar la noticia; lo único que le había faltado era poner un anuncio en la televisión nacional.

– Me lo merezco, ¿verdad? -Clodagh consiguió esbozar una débil sonrisa.

Ashling no contestó.

– Hemos vendido la casa de Donnybrook, y ahora los niños y yo vivimos en Greystones. Está muy lejos, pero no he encontrado nada más que pudiera pagar. Ahora soy una madre soltera, porque Dylan ha decidido que no podría asumir la custodia de los niños. Todavía no me he adaptado a mi nueva condición…

– ¿Qué fue lo que pasó? -la interrumpió Ashling.

Clodagh se sintió intimidada por la rabia contenida en la voz de su amiga.

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