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Ashling consiguió huir y prosiguió la búsqueda. El dorso de su mano, lleno de franjas rojas, parecía una herida abierta. Y entonces, cuando empezaba a perder la esperanza, lo encontró. El pintalabios perfecto. Fue un auténtico flechazo, y Ashling supo que ahora todo iba a salir bien.

Marcus tenía que recoger a Ashling a las ocho y media, así que a las siete en punto ella se sirvió una copa de vino e inició los preparativos. Hacía mucho tiempo que no iba a cenar con un hombre. Cuando salía con Phelim, solían ir a buscar comida preparada y se quedaban en casa; solo iban al restaurante cuando se hartaban de pizzas y curries para llevar. Y cuando salían a cenar fuera, era estrictamente un ejercicio práctico de alimentación en el que no entraba la seducción; para llevarse a la cama empleaban otros métodos. Cuando Phelim tenía ganas, decía: «Me estoy poniendo cachondo. ¿Te interesa el tema?». Y cuando era Ashling la instigadora, decía: «¡Viólame!».

¿Cómo sería Marcus en la cama? Un chisporroteo sacudió sus terminaciones nerviosas, y Ashling buscó su paquete de tabaco. Joy no podía haber elegido mejor momento para presentarse en casa de Ashling.

Como buena amiga, felicitó a Ashling por el atuendo que había elegido, le bajó un poco la cinturilla de los vaqueros y admiró sus sandalias. Luego le preguntó:

– ¿Te has acordado de ponerte suavizante en el vello púbico?

Ashling hizo una mueca y Joy se sintió dolida.

– ¡Es importante! Bueno, ¿te lo has puesto o no?

Ashling asintió.

– Así me gusta. ¿Cuánto tiempo hace que no echas un polvo? ¿Desde que Phelim se fue a Australia?

– Desde que vino para la boda de su hermano.

– ¿Estás segura de que quieres acostarte con mister Valentina?

– Si no estuviera segura, ¿crees que me habría rociado suavizante en el vello púbico? -Los nervios la habían puesto irritable.

– ¡Excelente! Eso significa que te gusta.

Ashling reflexionó.

– Creo que podría acabar gustándome. Nos llevamos bien. Él es guapo, pero no demasiado. Las chicas como yo no se acuestan con modelos, actores ni esos hombres de los que la gente dice «Dios mío, qué guapo es». ¿Me explico?

– Me dejas alucinada. ¿Qué más?

– Nos gustan las mismas películas.

– ¿Qué clase de películas? -preguntó Joy.

– Las películas en inglés.

Phelim tenía la desagradable tendencia a considerarse un gran intelectual, y a menudo proponía a Ashling que fueran a ver películas extranjeras y subtituladas. En realidad nunca iban, pero Phelim ponía muy nerviosa a Ashling leyéndole en voz alta las críticas e insistiendo en que debían ir a verlas.

– Marcus es un chico corriente -explicó Ashling-. No hace puenting ni protesta contra las autopistas. Nada de hobbies extraños. Eso me gusta.

– ¿Qué más?

– Me gusta… -De pronto Ashling se volvió, miró a Joy y dijo con vehemencia-: Si le cuentas esto a alguien, te mato.

– Te lo prometo -mintió Joy.

– Me gusta que sea famoso. Que su nombre aparezca en los periódicos y que la gente lo conozca. Sí, ya sé que eso significa que soy frívola y superficial, pero te estoy hablando con franqueza.

– ¿Qué hay de las pecas?

– Tampoco tiene tantas. -Hizo una pausa y añadió-: Mira, yo también tengo una o dos. No es nada de lo que uno tenga que avergonzarse.

– No, sí yo solo digo…

– Mira, ya ha llegado Ted. ¿Quieres abrirle la puerta, por favor?

Ted entró en el dormitorio, muy emocionado.

– ¡Mirad! -exclamó, y desenrolló un póster.

– ¡Pero si eres tú! -dijo Ashling.

Era una fotografía de la cara de Ted con cuerpo de búho, y con su nombre en la parte superior.

– ¡Es fantástico!

– Voy a imprimir unos cuantos, pero antes quería conocer vuestra opinión. -Desenrolló otro póster y sujetó los dos con el índice y el pulgar de cada mano-. ¿Fondo rojo o fondo azul?

– Rojo -dijo Joy.

– Azul -dijo Ashling.

– No sé -dijo Ted, indeciso-. Clodagh dice…

– ¿Clodagh? -soltó Ashling-. ¿Qué Clodagh? ¿Mi amiga Clodagh?

– Sí. Pasé por su casa el otro día…

– ¿Para qué?

– Para recoger mi chaqueta -se defendió Ted-. ¿Qué pasa? El día que fuimos a hacer de niñera me dejé la chaqueta. No es ningún crimen.

Ashling no podía justificar su resentimiento. No tuvo más remedio que mascullar:

– Tienes razón. Lo siento.

Hubo un tenso silencio, que finalmente ella rompió diciendo:

– Pásame el pintalabios nuevo.

Lo sacó de la caja y lo hizo girar para sacar la barra cerosa, nueva y reluciente. Fantástico. Pero mientras lo contemplaba, sedio cuenta de que pasaba algo.

– No puedo creerlo -dijo. Inspeccionó rápidamente la base del pintalabios, rebuscó en su bolsa de maquillaje, sacó otro pintalabios e inspeccionó también su base-. No puedo creerlo -repitió, horrorizada.

– ¿Qué pasa?

– He comprado el mismo pintalabios. Me he pasado toda la mañana buscando un pintalabios diferente y he acabado comprando uno exactamente igual al que ya tenía.

En un arrebato de frustración Ashling estuvo a punto de lanzarse sobre la cama, pero en ese momento sonó el timbre. El despertador que había en la cómoda marcaba las ocho y media, lo cual significaba que eran las ocho y veinte.

– Más vale que no sea Marcus Valentina -dijo Ashling, desafiante.

Pero lo era.

– ¿Cómo se le ocurre llegar antes de hora? -preguntó Joy.

– Porque es un caballero -dijo Ashling sin mucha convicción.

– Menudo bicho raro -dijo Joy por lo bajo.

– ¡Fuera los dos! -ordenó Ashling.

– No te olvides del condón -susurró Joy al salir del apartamento. Unos segundos más tarde, Marcus apareció en el rellano de la escalera, todo sonrisas.

– Hola -dijo Ashling-. Ya casi estoy lista. ¿Te apetece una cerveza?

– Mejor una taza de té. Ya lo haré yo, no te preocupes. Mientras ella terminaba de arreglarse a toda prisa, oyó cómo Marcus abría armarios y cajones en la cocina.

– Tienes un apartamento muy bonito -observó Marcus.

Ashling habría preferido que permaneciera callado. Hacer comentarios ingeniosos mientras se aplicaba el pintalabios no era su fuerte.

– Pequeño pero muy proporcionado -repuso distraídamente.

– Como su propietaria.

Ashling pensó que no era verdad, pero de todos modos le agradeció el cumplido. Su estado de ánimo mejoró considerablemente. Se olvidó del fracaso del pintalabios, se cepilló el cabello y se reunió con Marcus en la cocina.

Antes de marcharse, Marcus se empeñó en lavar la taza que había utilizado.

– Déjalo -dijo Ashling mientras él la ponía bajo el grifo.

– Ni hablar. -La colocó en el escurridor y miró a Ashling con una sonrisa-. Mi madre me educó muy bien.

Ella volvió a tener aquella extraña sensación. Unos capullitos que asomaban la cabeza.

Marcus la llevó a un restaurante íntimo con iluminación cálida. En una mesa del rincón, rozándose las rodillas de vez en cuando, bebieron vino blanco muy seco y se admiraron mutuamente, impecables a la luz de las velas.

– Oye, me gusta mucho tu… -Señaló el corpiño de Ashling-. Nunca sé la palabra adecuada para las prendas de mujer. ¿Camiseta? Creo que cometería una grave infracción llamándolo camiseta. ¿Cómo se llama? ¿Top? ¿Blusa? ¿Camisa? ¿Boudoir? Se llame como se llame, me gusta mucho.

– Se llama corpiño.

– Entonces ¿qué es una blusa?

Ashling le hizo un resumen de las diversas posibilidades:

– Jamás has de decir «blusa» si se trata de una mujer de menos de sesenta años -dijo con gravedad-. Puedes felicitar a una chica por su camiseta si te refieres a un top sin mangas. Pero si es una camiseta imperio auténtica, no. De hecho, si verdaderamente es una camiseta imperio, te recomiendo que te largues inmediatamente.

Él asintió.

– Entiendo. Madre mía, esto es un campo de minas.

– ¡Oye! -Acababa de ocurrírsele algo-. No me estarás sonsacando información para tus números, ¿verdad?

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