– Eso ya lo veremos.
– ¿Si me porto bien?
– Eso. Si te portas bien.
En cuanto colgó, Ashling se puso en marcha, quitándose y poniéndose cosas a toda velocidad. En el curso de la tarde se lavó y acondicionó el cabello, se exfolió todo el cuerpo, se quitó el esmalte viejo de las uñas de los pies y se aplicó esmalte nuevo, se quemó el vello de las piernas, se untó de pies a cabeza con crema hidratante Envy de Gucci, que solo usaba en ocasiones especiales, se puso un cuarto de tubo de crema alisadora en el pelo, se maquilló a conciencia (aquel no era momento para sutilezas) y se empapó de eau de parfum Envy.
Ted volvió para supervisar los últimos preparativos. Le interesaba mucho que Marcus y Ashling se cayeran bien, porque así él podría potenciar su carrera de cómico gracias al estrecho contacto con Marcus.
– Tienes que estar sexy -dijo, tumbado en la cama de Ashling, mientras ella se aplicaba la tercera y última capa de rímel.
– ¡Es lo que intento! -gritó Ashling.
Era evidente que estaba más nerviosa de lo que pensaba. ¡Mira lo que hacía con ella la esperanza! Arrasaba con sus sueños de amor y estabilidad y la convertía en un manojo de nervios. A veces, como ahora, pensaba que quizá fuera demasiado sensible. «¿Era aquello normal?», se preguntaba. Seguramente sí. ¿Y si no lo era? «Hombre, tuve grandes carencias afectivas en la niñez», pensó con ironía.
Bueno, afectivas quizá no. Pero sí carencias de rutina, carencias de normalidad. Después del primer episodio de depresión de su madre, las cosas nunca habían vuelto a ser como antes. La vida de la familia había cambiado para siempre, aunque en aquel momento ellos no lo supieran.
Curiosamente, al principio Ashling se alegró cuando vio que ya no había horas de comer. Un día se ensució de hierba una rebeca y se alegró de no recibir una bronca. Pero a medida que pasaban los días hasta ella se dio cuenta de que llevaba la ropa sucia. El alivio dio paso a la angustia. Aquello no estaba bien.
– ¿Puedo ponerme esto? -Se presentó ante su madre con un vestido de verano guarrísimo. Fíjate en mí, fíjate en mí.
Los ojos de su madre la miraron desde un rostro que denotaba una profunda pena.
– Ponte lo que quieras.
Janet y Owen no iban mejor equipados. Ni su madre: siempre había sido tan guapa e ido tan bien vestida, y ahora ni siquiera se daba cuenta de que salía. a la calle con una blusa manchada de huevo.
Aquel verano iban a menudo al parque. Monica solía exclamar: «No aguanto ni un minuto más en esta casa», y los sacaba a todos a la calle. Pero ni siquiera en el parque dejaba de llorar, y nunca llevaba pañuelo. Así que Ashling, a la que no le gustaba que su madre se secara las lágrimas con la manga, se acostumbró a llevar un pañuelo de papel doblado en el bolsillo de la rebeca cada vez que salían de casa.
Una vez en el parque, Ashling intentaba organizar las cosas para que al menos Janet y Owen se lo pasaran bien. Cuando pedían un helado, Ashling temía que no lo consiguieran, porque si se enfadaban podían acabar de estropearlo todo. Pero su madre nunca se acordaba de llevar dinero, así que Ashling se acostumbró a llevar siempre consigo un monedero de plástico rosa y marrón con forma de cara de perro.
A medida que avanzaba el verano, Monica desarrolló un nuevo y alarmante hábito. Sentada lánguidamente en un banco, se rascaba un corte que tenía en el brazo, y no paraba hasta que empezaba a sangrar. Fue por aquella época cuando Ashling empezó a llevar un paquete de tiritas en el bolsillo.
Algo tenía que cambiar. Alguien tenía que darse cuenta de lo que estaba pasando.
Ashling empezó a rezar para que su madre se pusiera mejor y para que su padre no se marchara cada lunes por la mañana y no regresara hasta el viernes. Luego, al ver que las oraciones no producían los resultados deseados, empezó a cultivar la extraña convicción de que si tiraba de la cadena del retrete tres veces cada vez que lo utilizaba, todo se solucionaría. Después se le metió en la cabeza la idea de que cuando bajaba la escalera tenía que hacer una pirueta al llegar abajo. Era un imperativo, y si se olvidaba tenía que volver arriba y repetir todo el ritual.
Las supersticiones empezaron a cobrar gran importancia para Ashling. Si veía una urraca (tristeza) tenía que buscar rápidamente otra (alegría). Un día derramó la sal y para evitar más lágrimas arrojó un puñadito por encima de su hombro izquierdo. Que fue a parar sobre el pastel de crema. Su madre se quedó mirando con gesto inexpresivo cómo los granos de sal se disolvían en la capa de crema; luego apoyó la cabeza en la mesa de la cocina y rompió a llorar. Lo de la sal no había funcionado.
Los gritos de Ted la devolvieron a la realidad.
– ¡Contéstame, Ashling! ¿Qué dicen las cartas del tarot sobre esta noche?
Ashling se recuperó rápidamente; se alegraba muchísimo de estar en el presente y no en el pasado.
– No está mal. Me ha salido el cuatro de copas. -No hacía falta mencionar que antes le había salido el diez de espadas, más amenazadora, pero que la había descartado-. Y mi horóscopo es favorable en dos de los periódicos del domingo -añadió. Y no tan favorable en otros dos, pero ¿qué importancia tenía eso?-. Y la carta del Oráculo de los Ángeles que he sacado era el Milagro del Amor. -Bueno, la había sacado después de sacar la Madurez, la Salud, la Creatividad y la Sabiduría.
– ¿Eso es lo que te vas a poner? -preguntó Ted señalando los pantalones pirata negros y la blusa atada a la cintura.
– ¿Por qué? -preguntó Ashling, a la defensiva.
Se había vestido con mucho cuidado y estaba especialmente satisfecha con la blusa porque, gracias a algún efecto óptico, parecía que tuviera cintura.
– ¿No tienes una falda corta?
– Yo nunca llevo faldas cortas -masculló ella preguntándose, inquieta, si se habría pasado con el colorete-. Odio mis piernas. ¿Llevo demasiado colorete?
– ¿Qué es el colorete? ¿Eso rojo que te has puesto en las mejillas? No; puedes ponerte un poco más.
Ashling se apresuró a quitarse un poco. Los motivos de Ted eran sospechosos.
– ¿Dónde habéis quedado? ¿En Kehoe's? Te acompaño.
– Ni hablar -dijo ella con firmeza.
– Pero si solo…
– ¡He dicho que no!
Ashling no quería tenerlo merodeando por allí, haciéndole la pelota a Marcus y preguntándole si podían ser amigos.
– Bueno, pues buena suerte -dijo Ted lastimeramente, mientras ella guardaba la piedra de la suerte en su nuevo bolso con bordados, se calzaba unas sandalias con tacón de cuña y se preparaba para salir-. Espero que este romance sea un lecho de rosas.
– Yo también -dijo Ashling, y dedicó unas rápidas palabras a Dios o a quienquiera que fuera el ministro celestial de romances-, si es que así está escrito que sea.
– Chorradas -dijo Ted, burlón.
Ashling le dio un repasillo al Buda y se marchó.
Marcus Valentina me va a gustar y yo le voy a gustar a él, Marcus Valentina me va a gustar y yo le voy a gustar a él… Cuando caminaba por Grafton Street con aquellas infernales sandalias intentando afirmarse mediante las técnicas de Louise L. Hay, un silbido de admiración interrumpió su mantra. ¿Ya? ¿Marcus Valentina? ¡Madre mía, esa Louise L. Hay era infalible!
Pero no era Marcus Valentina. En la otra acera estaba Boo, sin su manta naranja, con otros dos hombres cuyas caras sin afeitar y extraño atuendo (llevaban de esa ropa que no podrías comprarte ni que lo intentaras) los identificaban también como mendigos. Estaban comiendo bocadillos.
Ashling creyó que lo correcto era cruzar la calle.
– Hola, Ashling -dijo Boo exhibiendo su sonrisa desdentada-. Veo que no te has ido fuera a pasar el puente.
Ella negó con la cabeza.
– Yo tampoco -dijo Boo con dignidad.
De repente se dio cuenta de lo maleducado que había sido, se dio una palmada en la frente y extendió un brazo hacia sus dos acompañantes. Uno era joven, desgreñado y esquelético; la cinturilla de los pantalones de chándal se aguantaban precariamente en sus delgadísimas caderas. El otro era mayor y llevaba una melena y una barba descomunales, como si le hubieran enganchado un montón de gatos monteses con celo alrededor de la cara. Llevaba unas zapatillas de lona que en su día habían sido blancas y un esmoquin que evidentemente estaba hecho para un hombre mucho más bajo que él.