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– Sí -coincidió ella con insolencia-. Cuanto antes, mejor.

– Por lo tanto, solo nos queda la conducta irrazonable. Necesitamos cinco ejemplos.

– ¿De conducta irrazonable? ¿Como qué? -A Lisa casi se le escapaba la risa; había olvidado momentáneamente que aquella conversación estuviera relacionada con ella-. ¿Pasar el aspirador a las tres de la madrugada?

– O trabajar todos los fines de semana y días festivos -dijo él con amargura-. O hacer ver que quieres quedarte embarazada y seguir tomando la píldora.

– Ya -dijo ella con hostilidad.

– Podemos elegir. Puedes demandarme tú o puedo hacerlo yo.

– Entonces ¿admites que tu conducta también era irrazonable?

Oliver exhaló un hondo suspiro.

– Esto no son más que formalidades; no se trata de buscar un culpable. El demandado no recibe ningún castigo. Así pues, ¿quién prefieres que sea el demandante?

– Decide tú, ya que estás tan enterado -dijo Lisa con tono desagradable.

Oliver la miró fijamente, como si intentara adivinar sus pensamientos, y luego cambió de postura.

– Como quieras. Y ahora, hablemos de los costes. Cada uno paga a su abogado, pero las costas del juicio las pagamos a medias, ¿de acuerdo?

– ¿Para qué necesitamos a los abogados? Si fuimos a Las Vegas para hacer una boda rápida, podemos ir a Reno para hacer un divorcio rápido, ¿no?

– No es tan sencillo, nena. Recuerda que tenemos propiedades comunes.

– Sí, pero ambos sabemos cuánto dinero aportó cada uno a… Está bien, me buscaré un abogado. -No soportaba más aquella conversación, así que se sentó en la silla y preguntó con tono alegre pero crispado-: ¿Cómo te va el trabajo?

– Estupendamente. Acabo de volver de Francia, y antes estuve en Bali.

«Qué suerte tienes, cabrón.»

– Ahora me espera un período de relativa tranquilidad, hasta que empiecen los desfiles. -Señaló el traje sastre de Lisa y observó-: Nunca te había visto con ese traje.

Ella se miró la ropa y dijo:

– Es de Nicole Farhi. -Lo había robado durante una sesión fotográfica el mes de enero anterior, y había intentado echarle la culpa a Kate Moss.

– No me gusta.

– ¿Qué le pasa? -Ella siempre había valorado la opinión de Oliver respecto a su ropa y peinado.

– Nada. Quiero decir que no me gusta no haberte visto nunca con él.

Lisa sabía a qué se refería. Para ella también constituía una afrenta que Oliver llevara el pelo más largo, que su reloj fuera nuevo, que desde la última vez que se vieran él hubiera viajado por medio mundo sin que ella se enterara.

– Te veo diferente -comentó Oliver.

– Ah, ¿sí?

– No. -Oliver sacudió la cabeza y rió con nerviosismo-. Mira, no lo sé.

Lisa sabía exactamente qué quería decir. Una extraña combinación de familiaridad extraordinaria y vertiginosa distancia. Ambas eran palpables, y era como si hubieran cortado dos realidades y las hubieran vuelto a juntar equivocadamente.

– ¡Ostras! -exclamó de pronto Oliver. Le agarró la muñeca y, con la otra mano, le torció los dedos. Quería ver una cosa. Lo hizo con brusquedad, y Lisa tenía la mano en una postura dolorosa-. ¿Ya no llevas el anillo de casada? -la acusó mirándola con desprecio.

Ella retiró la mano y lo miró con odio. Se frotó la muñeca y protestó:

– ¡Me has hecho daño!

– Tú sí que me hiciste daño a mí.

– ¿Tanto te extraña que ya no lleve el anillo? -Lisa estaba ruborizada y furiosa-. Eres tú el que ha venido a hablarme del divorcio.

– ¡Tú fuiste la primera en mencionarlo!

– Sí, pero porque ibas a dejarme.

– Sí, pero porque no me diste alternativa.

Se sostuvieron la mirada, respirando entrecortadamente, abrumados por la emoción.

Sin dejar de mirarla a los ojos, y echando chispas, Oliver preguntó:

– ¿Quieres subir a mi habitación?

– Vamos -contestó ella poniéndose en pie.

El primer beso fue violento y desesperado. Oliver, que quería hacer demasiadas cosas a la vez, la agarró por el pelo, le tiró de la chaqueta, la besó con demasiada fuerza y finalmente le arrancó los botones de la blusa.

– Espera, espera. -Agotado tras el primer asalto, apoyó la espalda desnuda contra la puerta.

– ¿Qué pasa? -preguntó ella, impresionada por su liso y brillante torso.

– Empecemos de nuevo. -Oliver la abrazó con ternura y delicadeza.

Ella apoyó la cara en su pecho y percibió su inconfundible aroma. Casi lo había olvidado, y recordarlo le produjo un impacto increíble que llenaba todos sus sentidos. Intenso, picante; era una fragancia única e indescriptible que no tenía nada que ver con el jabón, la colonia ni la ropa. Una fragancia que nadie habría podido copiar.

Lisa notó que se le empañaban los ojos de lágrimas.

Él le dio un delicado beso en la comisura de la boca. Como si fuera la primera vez. Y luego otro. Y otro. Desplazándose lentamente hacia dentro, provocándole un placer que era casi indistinguible del dolor.

Inmóvil, sin apenas respirar, ella se dejó besar.

Lisa solo adoptaba una postura pasiva cuando hacía el amor con Oliver. Solo entonces dejaba de ser dominante, voraz, provocativa, avariciosa. Siempre dejaba que él llevara las riendas, y a Oliver le encantaba.

«Te miro a los ojos y ni siquiera estás ahí -solía decir-. Eres una niñita indefensa y llorosa.»

Lisa sabía que a él lo excitaba el contraste entre su habitual rebeldía y la pasividad que demostraba en la cama, pero no era por eso por lo que lo hacía. Con Oliver, ella no necesitaba llevar las riendas. Él sabía exactamente qué tenía que hacer. Nadie lo hacía mejor.

Oliver siguió besándole la cara, el cuello. Con los ojos cerrados, Lisa gemía de placer. No le habría importado morirse. Lo oía susurrar, y sentía su cálido aliento en la oreja: «Te fuiste, nena».

Lisa se dejó llevar hasta la cama como una sonámbula. Estiró los brazos, obediente, para que él le quitara la chaqueta y levantó las caderas para que le quitara la falda. Las sábanas, suaves y frías, acariciaron su espalda. Le temblaba todo el cuerpo, pero se quedó tumbada sin moverse. Cuando él le rozó un pezón con los labios, ella dio una sacudida, como si hubiera recibido una descarga eléctrica. ¿Cómo podía haber olvidado lo sensacional que era hacer el amor con Oliver?

Los besos de él fueron descendiendo. La besó suavemente en el estómago; fue un beso tan leve que apenas le erizó el sedoso vello, pero la inundó con una sensación desbordante.

– Oliver, me parece que me voy a…

– ¡Espera!

El condón fue la nota realista, lo único que le recordó a Lisa que ahora las cosas ya no eran como antes. Pero no quiso pensar en ello. De acuerdo: seguramente Oliver se acostaba con otras mujeres. Y ¿qué? Ella también se acostaba con otros hombres.

Cuando Oliver la penetró, Lisa sintió una paz inmensa. Espiró largamente, deshaciéndose de toda la tensión acumulada. Saboreó brevemente aquella ausencia de agitación, hasta que él empezó a dar largas y lentas sacudidas. Lisa estaba dispuesta a disfrutar. Sabía que iba a disfrutar.

Después rompió a llorar.

– ¿Por qué lloras, nena? -preguntó él abrazándola y meciéndola con ternura.

– Es simplemente una reacción física -contestó ella retomando rápidamente el control. Se había acabado la pasividad-. Mucha gente llora después de correrse.

La pasión había consumido la rabia y el malestar que habían sentido antes. Se quedaron en la cama, charlando, abrazados con un cariño que resultaba extrañamente cómodo. Era como si no se hubieran separado nunca, como si nunca se hubieran peleado, como si nunca hubieran estado resentidos el uno con el otro. Aun así, ninguno de los dos era lo bastante ingenuo para pensar que aquel polvo significaría una reconciliación. Lisa y Oliver nunca habían dejado de hacer el amor ni siquiera cuando estaban peleados. Echaban unos polvos increíbles que les permitían canalizar el exceso de emoción.

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