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– No, a la chica con la que salía antes de salir con Mai. Dee. Fuimos novios mucho tiempo, hasta que ella me dejó, y finalmente lo superé. Tú también lo superarás.

– Sí, pero Jennifer, la psicoterapeuta, dice que no solo me enfrento a un desengaño amoroso.

– Entonces ¿a qué te enfrentas?

Se lo preguntó con tanta ternura que Ashling se soltó y le habló de la depresión de su madre y de los mecanismos que ella había desarrollado para hacer frente a aquella situación.

– De ahí me viene lo de doña Remedios -acabó.

Jack estaba profundamente afligido.

– Lo siento -se apresuró a decir-. Perdóname por haber…

– No pasa nada. Es la verdad.

– ¿Tú crees? ¿Por eso llevas todas esas cosas en el bolso, y por eso eres tan servicial?

– Eso es lo que piensa Jennifer.

– ¿Y tú? ¿Qué opinas tú?

– Supongo que tiene razón -dijo exhalando un suspiro.

No añadió que Jennifer también creía que por eso Ashling siempre había elegido a hombres a los que podía organizar. Ni que tras desmentirlo acaloradamente al principio, Ashling había acabado dándole la razón a Jennifer: siempre les había sido útil a sus novios, mucho antes del memo de Phelim, hasta Marcus el humorista inseguro, y ella se había dejado utilizar.

– Y ¿qué dice Jennifer sobre tu Weltschmerz?

– Dice que ha mejorado, aunque yo no me dé cuenta. Y también dice que quizá tenga otras crisis en el futuro, pero que puedo hacer cosas para controlarlas. Por ejemplo, trabajar de voluntaria para ayudar a otros chicos en las mismas circunstancias que Boo… ¡A los que no tuvieron la suerte de conocer a Jack Devine! -añadió en broma.

– ¡Caramba! -Jack se hizo el tímido y miró a Ashling agachando la cabeza, y sus miradas se encontraron.

La jovialidad de ambos se desvaneció bruscamente, dejando unas sonrisas obsoletas en sus aturdidos labios.

Jack se recuperó antes que Ashling.

– ¡Ostras, Ashling! -declaró con un tono exageradamente alegre-. ¡Estoy muy emocionado! ¿Sabes que Boo lo está haciendo muy bien en la televisión?

– Estuviste genial ofreciéndole ese trabajo.

Ashling se dio cuenta de que llevaba dos meses tan encerrada en sí misma que ni siquiera le había dado las gracias adecuadamente a Jack.

– ¡Ni lo menciones! -Corrían el peligro de volver a mirarse de aquella manera tan íntima. En caso de duda, lo mejor era hablar del tiempo-: Está diluviando. ¿Quieres que te acompañe a tu casa?

Apoyó las manos en la mesa de Ashling, y de pronto ella se acordó de cómo le había lavado el pelo. El tacto de sus manos, el cosquilleo que sentía en la cabeza, el calor de su cuerpo contra la espalda… Mmmmmm.

– ¡No! -dijo Ashling, recuperándose rápidamente-. Tengo que acabar esto.

Entonces Jack la sorprendió preguntándole:

– ¿Todavía vas a las clases de salsa?

Ashling negó con la cabeza. Ya no le apetecía ir a las clases.

– A lo mejor vuelvo cuando las cosas hayan…

– ¿Podrías enseñarme algunos pasos?

Francamente, Ashling no podía imaginarse nada menos probable.

– Sí, estupendo, podríamos celebrar una velada de sushi y salsa -bromeó.

– Te tomo la palabra.

Cuando Jack se dirigía hacia la puerta, ella le preguntó:

– ¿Cómo está Mai?

– Muy bien. Nos vemos de vez en cuando.

– Dale recuerdos de mi parte. Me cayó muy bien.

– Se los daré. Ahora sale con un jardinero.

– No se llamará Cormac, ¿verdad? -dijo Ashling.

Jack la miró con expresión de horror y admiración.

– ¿Cómo lo sabes?

Lisa llevaba un buen rato dormida cuando sonó el teléfono. Se incorporó de un brinco, con el corazón acelerado. ¿Y si les había pasado algo a su padre o su madre? Antes de que llegara al teléfono, saltó el contestador automático, y una voz empezó a dejar un mensaje.

Era Oliver. Y hablaba en voz aún más alta de lo habitual.

– Perdona que te lo diga, Lisa Edwards -dijo con insolencia-, pero has cambiado.

Lisa descolgó el auricular.

– ¿Cómo dices?

– Ah, hola. Aquel día, en Dublín, cuando te pusiste a jugar a fútbol con aquellos niños, te dije que habías cambiado, y tú me dijiste que no. Me mentiste, nena.

– Oliver, son las cinco menos veinte. De la madrugada.

– Aquello no me cuadraba, y le he estado dando vueltas desde entonces. De pronto lo he entendido. Has cambiado, nena: ya no trabajas tanto, eres simpática con tus vecinos… ¿Por qué te empeñas en decirme que no?

Ella sabía por qué, lo supo el día que ocurrió, pero no sabía si decírselo. Aunque bien mirado, ¿por qué no? Ahora ya no tenía importancia.

– Porque es demasiado tarde -dijo, y al ver que Oliver no contestaba, agregó-: Para salvarnos. Prefiero seguir pensando que soy la mujer dominante de siempre, ¿vale?

Oliver analizó la extraña lógica de Lisa y repuso:

– ¿Es esa tu respuesta definitiva?

– Sí.

– De acuerdo, nena. Como quieras.

Ted y Joy estaban en el videoclub.

– ¿Sliding doors? -propuso Ted.

– No, creo que uno de los personajes tiene una aventura.

– ¿Y La boda de mi mejor amigo?

– ¿Estás loco? ¿Con ese título?

Finalmente se decidieron por Pulp Fiction.

– Esta sí -dijo Joy, satisfecha. Pero entonces recordó algo-: ¡No! ¡Muy mal! Alguien es infiel… Creo que Uma Thurman.

– Tienes toda la razón -concedió Ted, tembloroso. Habían estado a punto de meter la pata-. Oye, ¿por qué no nos llevamos Lo mejor de los Teletubbies, y punto?

– No. Ya lo tengo -dijo Joy, y se lanzó sobre El exorcista-. Esta no puede deprimir a nadie.

– Vale. No soportaría que se repitiera lo de la última vez.

En retrospectiva, Joy tenía que reconocer que había sido un error llevarle Herida a Ashling. Aunque ya hacía dos meses que se había enterado de lo de Marcus y Clodagh, las películas en que la gente se ponía los cuernos no eran las que más le gustaban.

Ya en el piso de Ashling, los tres se apiñaron frente al televisor, rodeados de botellas de vino, sacacorchos, bolsas de palomitas de maíz y grandes tabletas de chocolate. Para alivio de Ted y Joy, a Ashling parecía gustarle la película. Hasta que sonó el timbre de la puerta. El rostro de Ashling se iluminó: todavía esperaba que Marcus hiciera su tardía aparición.

– Ya voy yo. -Se puso en pie y fue a abrir.

Se llevó una sorpresa al ver que era Dylan. Había comido con él un promedio de una vez por semana durante los dos últimos meses, pero era la primera vez que Dylan se presentaba en su casa.

– Espero que no te moleste que haya venido sin avisar.-Sonrió, pero el volumen de su voz y la pereza de sus ojos revelaban que estaba borracho-. Qué guapa estás, Ashling-. Le pasó una mano por el pelo, y le dejó un rastro de calor desde la coronilla hasta la nuca-. Qué guapa.

– Gracias. Pasa, estoy con Ted y Joy.

Dylan se sirvió un vaso de vino y Ashling vio cómo conquistaba sin esfuerzo a Joy. Su aspecto desaliñado y disoluto no le quitaban atractivo. Sencillamente, estaba diferente.

Cuando terminó la película, Dylan hizo zapping hasta que encontró algo que le gustaba.

– ¡Estupendo! ¡Casablanca!

– No pienso mirar nada remotamente romántico -dijo Ashling con firmeza, y Dylan rió.

– ¡Qué preciosa eres! -dijo con ternura.

– Como quieras, pero no pienso mirar esa película.

– Preciosa -repitió Dylan. Siempre le había gustado piropear a las chicas, pero Ashling se dio cuenta de que hoy se estaba pasando un poco.

– No la pienso mirar.

– ¡Pues el mando lo tengo yo!

– ¡No me digas!

En la refriega que tuvo lugar a continuación para hacerse con el mando, tumbaron una botella de vino tinto.

– Lo siento. Voy a buscar un trapo -dijo Dylan. Pero cuando llegó a la cocina, gritó-: ¡No encuentro ninguno!

– En el cuarto de baño hay toallas viejas. -Ashling salió del salón y se puso a buscar en el armario del cuarto de baño, cuando la voz de Dylan, muy cerca de ella, le hizo dar un respingo. Se dio la vuelta, sobresaltada.

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