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– Siento que todo el mundo me odia.

– Pero ¿por qué? ¡Tú no has hecho nada malo!

– Siento que todo el mundo está contra mí, que en ningún sitio estoy a salvo. Y me siento muy triste -añadió.

– Es lógico que estés triste.

– No; estoy triste por otras cosas. No puedo parar de pensar en Boo y en lo triste que es la vida que lleva. Y en la cantidad de gente que vive como él, pasando hambre y frío. En la pérdida de la propia dignidad, en lo denigrante…

Se interrumpió al ver la mirada que intercambiaban Joy y Ted, que venía a decir: «Está completamente chiflada». Sus amigos habían deducido que el trauma le había afectado gravemente. ¿Cómo podía ser que se preocupara por mendigos a los que ni siquiera conocía, cuando ella tenía ante sí un desastre tan tangible y tan real? No lo entendían. Pero había una persona que sí lo entendería.

De no haber estado tan trastornada, Ashling se habría estremecido de espanto. Así era como se sentía mi madre. Y entonces fue cuando hizo aquella sorprendente conexión. Maldita sea, creo que tengo una depresión.

Con flores o sin ellas, cuando Lisa llegó a la oficina y vio a Jack no pudo evitar sentir rabia y sentirse rechazada.

– ¿Cómo estás? -le preguntó él, observándola atentamente.

– Bien -contestó Lisa, susceptible.

– Te hemos echado de menos.

La miraba con cariño, pero sin lástima, y la ira de Lisa se evaporó. Reconoció que su conducta era infantil.

– ¿Quieres leer mi artículo sobre cosmética masculina? -Jack le enseñó un texto en el que afirmaba que los productos de Aveda eran «buenos», los de Kiehl «buenos» y los de Issey Miyake «buenos».

Lisa dejó el artículo encima de la mesa, guiñó un ojo y dijo:

– No lo haces del todo mal. -Debían de estar francamente preocupados por las bajas de Colleen si hasta Jack se había atrevido a escribir un artículo-. Y ¿dices que Ashling todavía no ha venido a trabajar? -No pudo disimular su suficiencia. Ella se iba a divorciar y había ido a la oficina, ¿no?

Ahora que volvía a estar allí se daba cuenta del impacto que había causado la revista, y de cómo todos sus esfuerzos para darle notoriedad habían dado frutos. Mientras Lisa estaba en la cama, convencida de que era la peor fracasada de todos los tiempos, se había convertido en una especie de estrella (solo en Irlanda, por supuesto, pero algo es algo).

Ya había recibido una oferta de empleo de otra revista irlandesa, y la habían llamado varios periodistas, unos interesados en hacerle una entrevista a fondo, y otros más interesados en utilizarla para hacer artículos de relleno del tipo «Mis vacaciones favoritas» y «Mi ideal de hombre».

Se permitió un momento de autocomplacencia, pero el inminente fin de semana con Oliver era más importante que el éxito de la revista. Tenía que estar completamente espectacular: para ello tenía que conseguir ropa de primera y arreglarse el cabello. Y las uñas. Y las piernas. No pensaba comer nada, por supuesto, para así poder comer normalmente con él…

– Es el Sunday Times -dijo Trix indicándole con un gesto el auricular del teléfono a Lisa-. Quieren saber de qué color llevas las bragas.

– Blancas -contestó Lisa, distraída, y Kelvin estuvo a punto de soltar una carcajada.

– Lo decía en broma -se quejó Trix-. Solo quieren preguntarte algo sobre los productos que usas para el cabello…

Pero Lisa no la estaba escuchando. Estaba hablando por teléfono con la oficina de prensa de DKNY.

– Queremos hacer un reportaje para el número de Navidad, pero necesitamos la ropa antes del viernes.

– Lisa, ¿podemos hablar un momento del sustituto de Mercedes? -preguntó Jack.

El que Mercedes los hubiera dejado en la estacada le produjo a Lisa otro ataque de rabia, pero hizo cuanto pudo para contenerla.

– Trix, llama a Ghost, Fendi, Prada, Paul Smith y Gucci. Diles que les dedicaremos varias páginas en el número de diciembre, pero solo si nos envían la ropa antes del viernes. Vamos -le dijo a Jack, y se dirigió hacia su despacho.

– Está tramando algo -comentó Trix sin dirigirse a nadie en particular. Echaba de menos a Ashling y Mercedes; no era agradable no tener a nadie con quien jugar.

Jack y Lisa repasaron las cuatro solicitudes recibidas para ocupar el cargo de editor de moda y decidieron entrevistar a los cuatro aspirantes.

– Y si ninguno sirve, pondremos un anuncio -dijo Lisa-. Hablando de otra cosa, Jack, ¿sabes de dónde puedo sacar un abogado?

Él reflexionó un momento.

– La empresa tiene un bufete. Si ellos no pueden ocuparse de lo tuyo, te recomendarán a alguien.

– Gracias.

– Y yo haré todo lo que pueda para ayudarte -le prometió Jack.

Ella lo miró con recelo. No podía negarlo: Jack le gustaba. Él seguía con aquella actitud cariñosa y solidaria que había mostrado desde el día en que ella se puso a llorar en su despacho por haberse quedado sin ir a los desfiles. Él no tenía la culpa de que ella hubiera decidido interpretar exageradamente aquella actitud.

El martes por la tarde sonó el teléfono de Ashling. Ashling, que contestó rápidamente. «Que sea Marcus -rezó-. Que sea Marcus.»

Pero se llevó un chasco al oír una voz de mujer. Era su madre.

– Ashling, cariño, queríamos saber cómo había ido la presentación, y te hemos llamado a la revista. Nos han dicho que no habías ido a trabajar. ¿Qué te pasa? ¿Estás enferma?

– No.

– Entonces ¿qué pasa?

– Estoy… -Ashling dudó en pronunciar la palabra tabú, pero acabó cediendo, con una mezcla de miedo y alivio-. Estoy deprimida -confesó.

Monica comprendió que aquel no era un simple caso de «estoy deprimida porque anoche se me olvidó grabar Friends». Ashling había tenido siempre mucho cuidado en no pronunciar jamás la palabra depresión refiriéndose a sí misma. Aquello iba en serio.

La historia se repetía.

– Mi novio me ha puesto los cuernos con Clodagh -explicó con un hilo de voz.

– ¿Con Clodagh Nugent? -Monica se encendió.

– Hace diez años que es Clodagh Kelly, pero en fin.

– ¿Estás muy mal?

– Llevo cinco días en la cama y no tengo intención de levantarme.

– ¿Comes?

– No.

– ¿Te aseas?

– No.

– ¿Tienes pensamientos suicidas?

– Todavía no. -Yupi. Una idea más.

– Cogeré el tren mañana por la mañana, cariño. Yo cuidaré de ti.

Monica suponía que su hija la enviaría a paseo, como de costumbre. Pero la única respuesta que obtuvo fue un resignado «Vale». El miedo se apoderó de ella: Ashling debía de estar muy mal.

– No te preocupes, cariño, buscaremos ayuda. No permitiré que pases por lo que pasé yo -prometió Monica con vehemencia-. Hoy en día las cosas son muy diferentes.

– Ya, ahora no es un estigma -repuso Ashling con indiferencia.

– No. Ahora hay mejores medicinas -replicó Monica.

El martes por la noche Joy y Ted intentaban tentar a Ashling con un nuevo cargamento de chocolatinas y revistas cuando sonó el timbre de la puerta. Se quedaron todos paralizados.

Por primera vez en varios días, el lánguido rostro de Ashling se iluminó.

– ¡A lo mejor es Marcus! -exclamó.

– Voy a decirle que se vaya a la mierda -anunció Joy dirigiéndose hacia la puerta.

– ¡No! -dijo Ashling con firmeza-. No; quiero hablar con él. Joy volvió al cabo de unos segundos.

– No es Marcus -dijo en voz baja. Ashling volvió a hundirse rápidamente en el fango-. Es el divino Jack.

Aquella inesperada visita sacó a Ashling de su letargo. ¿Qué quería Jack? ¿Despedirla por no haber ido a la oficina?

– ¿A qué esperas? ¡Ve a ducharte, por el amor de Dios! Hueles a tigre.

– No puedo -dijo Ashling con voz débil. Tan débil, que Joy comprendió que estaba perdiendo el tiempo. Se contentó con que se pusiera un pijama limpio, se cepillara el pelo y se lavara los dientes. Entonces Joy cogió dos botellas de colonia.

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