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Acabó llamando a su madre (seguramente porque era domingo, y por lo tanto era lo tradicional), pero después se sintió fatal. Sobre todo porque Pauline Edwards estaba ansiosa por saber por qué la había llamado Oliver para pedirle el número de teléfono de Lisa en Dublín.

– Nos hemos peleado -confesó Lisa con un nudo en la garganta. No le apetecía hablar de aquello. Además, ¿por qué no la había llamado su madre si tan preocupada estaba? ¿Por qué siempre tenía que llamarla ella?

– ¿Cómo es que os habéis peleado, cariño?

Lisa todavía no lo sabía exactamente.

– Son cosas que pasan -dijo Lisa con insolencia, deseando poner fin a aquella conversación.

– ¿Habéis probado la terapia aquella? -preguntó Pauline tímidamente, temiendo despertar la ira de su hija.

– Pues claro -contestó Lisa con impaciencia.

Bueno, habían ido a una sesión, pero Lisa estaba demasiado ocupada y no había vuelto.

– ¿Os vais a divorciar?

– Creo que sí.

En realidad Lisa no lo sabía. Aparte de lo que se habían gritado el uno al otro en un momento de exaltación («¡Voy a pedir el divorcio!» «No puedes, porque lo voy a pedir yo!»), no habían hablado de nada en concreto. De hecho, Lisa y Oliver apenas habían hablado después de pelearse, pero, inexplicablemente, a Lisa le apetecía decirlo para fastidiar a su madre.

Pauline suspiró, desconsolada. El hermano mayor de Lisa, Nigel, se había divorciado cinco años atrás. Pauline había tenido a sus hijos siendo ya mayor, y no los entendía.

– Dicen que dos de cada tres matrimonios acaban divorciándose -comentó Pauline, y de pronto a Lisa le dieron ganas de gritar que ella no pensaba divorciarse y que su madre era una bruja por atreverse a insinuarlo.

Pauline se debatía entre la preocupación por su hija y el miedo que le inspiraba.

– ¿Ha sido porque sois… diferentes?

– ¿Diferentes, mamá? -replicó Lisa con tono cortante.

– Bueno, porque él es… de color.

– ¿De color?

– Ya, no se dice así -se apresuró a corregirse Pauline, y luego, con cautela, dijo-: Negro, ¿no?

Lisa chascó la lengua y exhaló un suspiro.

– ¿Afroamericano?

– ¡Por el amor de Dios, mamá! ¡Oliver es inglés! -Lisa sabía que estaba siendo cruel, pero no resultaba fácil cambiar los hábitos de toda una vida.

– ¿Afroamericano inglés, pues? -propuso Pauline, desesperada-. Sea lo que sea, es muy guapo.

Pauline solía decir aquello para demostrar que no tenía prejuicios. Aunque casi le dio un infarto el día que conoció a Oliver. Si al menos le hubieran avisado de que el novio de su hija era un negro imponente de metro ochenta de estatura. Un hombre de color, un afroamericano o como quiera que fuera correcto llamarlo. Ella no tenía nada contra ellos, solo que la había pillado desprevenida.

Y cuando se hubo acostumbrado a él consiguió ver más allá del color de su piel y reconocer que era un chico guapísimo, y diciendo eso se quedaba corta.

Un príncipe de ébano, con el cutis liso y brillante, pómulos pronunciados, ojos almendrados y la cabeza llena de rizos juguetones. Andaba como si bailara, y olía a mañana soleada. Pauline también sospechaba (aunque jamás se le habría ocurrido comentarlo) que tenía una polla enorme.

– ¿Ha conocido a otra chica?

– No.

– Pues podría pasar, cariño mío. Es un chico muy guapo.

– No me importa. -Si lo repetía muchas veces, acabaría convenciéndose de ello.

– ¿No te sentirás muy sola, tesoro?

– No tendré tiempo para sentirme sola -replicó Lisa-. Tengo que pensar en mi carrera.

– No sé para qué quieres una carrera. Yo no la tuve y no me pasó nada.

– Ah, ¿no? -repuso Lisa con fiereza-. No te habría ido mal tenerla cuando papá se lesionó la espalda y tuvimos que vivir de su pensión de invalidez.

– Pero el dinero no lo es todo. Éramos muy felices.

– Yo no.

Pauline se quedó callada. Lisa la oía respirar al otro lado del hilo telefónico.

– Será mejor que colguemos -dijo Pauline tras una pausa-. Esta llamada te va a costar un dineral.

– Lo siento, mamá -dijo Lisa-. No lo decía en serio. ¿Has recibido el paquete que te envié?

– Ah, sí -dijo Pauline, nerviosa-. La crema para la cara y los lápices de labios. Me han gustado mucho, gracias.

– ¿Los has probado?

– Pues… -empezó Pauline.

– No, no los has probado -la acusó Lisa.

Lisa siempre enviaba a su madre perfumes y cosméticos caros que conseguía gracias a su trabajo. Lo hacía porque quería que su madre tuviera algún lujo. Pero Pauline no quería renunciar a sus productos Pond's y Rimmel. Una vez llegó a decirle: «Es que esas cosas son demasiado buenas para mí, cariño». «¡No son demasiado buenas para ti!», explotó Lisa.

Pauline no entendía el enfado de Lisa. Lo único que sabía era que temía los días en que el cartero llamaba a su puerta y decía alegremente: «Otro paquete de su hija de Londres». Tarde o temprano Lisa siempre llamaba a Pauline para que le hiciera un informe de sus progresos.

A no ser que se tratara de un paquete de libros. Lisa siempre enviaba a su madre ejemplares para la prensa de libros de Catherine Cookson y Josephine Cox, creyendo que a su madre le encantarían aquellas novelas románticas sobre pobres que hacen fortuna. Hasta que un día Pauline dijo: «Me ha encantado ese libro que me enviaste, cariño, el del maleante del East End que clavaba a sus víctimas a una mesa de billar». Resultó que la secretaria de Lisa se había equivocado de libro, y aquello marcó una nueva orientación en las lecturas de Pauline Edwards. Ahora le encantaban las biografías de mafiosos y las novelas policíacas americanas (cuantas más escenas de torturas mejor), y los libros de Catherine Cookson se los enviaban a la madre de otra.

– Espero que vengas pronto a vernos, tesoro. Hace una eternidad que no te vemos.

– Sí, ya -respondió Lisa con vaguedad-. Iré pronto.

¡Ni loca! En cada visita la casa en que Lisa había crecido parecía más pequeña y más espeluznante. En las diminutas habitacioncitas abarrotadas de muebles baratos, ella se sentía lustrosa y extraña, con sus uñas de porcelana y sus relucientes zapatos de piel, consciente de que el bolso que llevaba costaba, seguramente, más que el sofá Dralon en que estaba sentada. Pero pese a que sus padres expresaban respetuosamente la admiración que sentían por su magnífico aspecto, se mostraban inhibidos y nerviosos cuando estaban con ella.

Debería haberse vestido adecuadamente para aquellas visitas, intentar estrechar el abismo. Pero necesitaba todo el material que fuera posible para utilizarlo como armadura, para que aquel mundo no la absorbiera de nuevo y no verse subsumida en su pasado.

Odiaba todo aquello, y luego se odiaba a sí misma.

– ¿Por qué no venís vosotros a verme? -preguntó Lisa.

Si no eran capaces de hacer el viaje de media hora en tren desde Hemel Hempstead hasta Londres, no era probable que se decidieran a ir en avión a Dublín.

– Es que como tu padre no se encuentra muy bien…

El domingo por la mañana, cuando se despertó, Clodagh tenía una ligera resaca, pero estaba de buen humor. De momento podía permitirse el lujo de acurrucarse junto a Dylan e ignorar su erección con la conciencia tranquila.

Cuando aparecieron Molly y Craig, Dylan, adormilado, les dijo:

– Id abajo y empezad a romper cosas, que mamá y yo queremos dormir un poco más.

Los niños se marcharon, milagrosamente, y Clodagh y Dylan se quedaron en la cama.

– Qué bien hueles -murmuró Dylan hundiendo la nariz en el cabello de Clodagh. A galletas. Tan dulce y… dulce y…

Al poco rato ella le susurró:

– Si me traes el desayuno te doy un millón de libras.

– ¿Qué te apetece?

– Café y fruta.

Dylan se levantó y Clodagh se estiró como una estrella de mar satisfecha ocupando toda la cama, hasta que su marido regresó con una taza en una mano y un plátano en la otra. Se puso el plátano en la entrepierna, mirando hacia abajo, y cuando Clodagh lo miró, él fingió que se sobresaltaba y puso el plátano mirando hacia arriba, como si tuviera una erección.

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