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Además, ¿por qué estaba tan furiosa? Ese nunca había sido su estilo. Solo hacía veinte minutos que le había cantado las cuarenta a Clodagh, y ya parecía increíble que fuera ella quien lo hubiera hecho.

Corrió hacia su casa, invadida por una súbita sensación de fragilidad. El mundo se había convertido en un cuadro de El Bosco: unos niños desharrapados que cantaban canciones cuyas letras no se sabían, parejas que se gruñían por no llenar mutuamente su vacío, una alcohólica desdentada gritándoles a enemigos invisibles, mendigos en los portales con gesto de desesperación.

¡Mendigos!

Por favor, que Boo se haya marchado. Y por favor, que no me haya desvalijado el piso.

En realidad no creía que lo hubiera hecho, pero después del día que había tenido, estaba preparada para lo peor.

No, Boo no le había robado nada. El piso estaba tal como ella lo había dejado, salvo por una nota de agradecimiento encima de la mesa. Ashling se metió en la cama. Quería descansar un poco para reponerse del golpe.

Pero seguía tumbada en la cama cuando, el viernes por la noche, Joy entró utilizando la llave de repuesto que conservaba. Entró de sopetón en el dormitorio, con gesto de preocupación.

– He llamado a tu oficina y he hablado con el divino Jack. Me ha contado lo ocurrido. Lo siento mucho. Joy la abrazó, pero Ashling permaneció indiferente, como una alfombra enrollada.

Media hora más tarde apareció Ted. Hacía más de tres semanas que Ashling no hablaba con él, desde que lo interrogara acerca de su viaje a Edimburgo.

– Lo siento, Ted -le dijo con voz cansina-. Creía que te habías enrollado con Clodagh.

– ¿En serio? -Su oscuro y estrecho rostro se iluminó. Ted borró rápidamente aquella expresión y adoptó una de circunspección-. Te he traído pañuelos de papel. Llevan una inscripción: «Tía genial».

– Déjalos ahí. Junto a los que me ha traído Joy.

Al oír la llave en la puerta, Lisa salió de su sopor. ¿Otra vez Kathy? No, no era Kathy: era Francine.

– Hola. -Francine introdujo su cuerpo regordete en el dormitorio-. Mi madre me ha dicho que te haga compañía.

– No necesito compañía. -Lisa apenas podía levantar la cabeza de la almohada.

– ¿Puedo probarme esto? -preguntó Francine señalando una boa rosa de plumas.

– No.

Francine, que llevaba unas mallas de flores y una camiseta amarilla, se la echó de todos modos sobre los hombros y se miró en el espejo.

– ¿No tendrías que estar en el colegio? -preguntó Lisa.

– No -contestó Francine con arrogancia-. Hoy es domingo.

«Ostras -pensó Lisa, un tanto sorprendida-. He perdido la noción del tiempo.»

– De todos modos, si no fuera domingo y no me diera la gana de ir al colegio, no iría -se jactó Francine.

– De ese modo nunca tendrás educación, y luego no conseguirás un buen empleo.

A Lisa le traía sin cuidado si Francine tenía educación o no, pero quería molestarla para que se marchara de su casa.

– No necesito educación. Voy a cantar en un grupo, y mi padre dice que las chicas que cantan en grupos son subnormales perdidas. ¡Mira! ¡Te voy a enseñar mi coreografía!

– No, gracias. Lárgate y déjame en paz.

– ¿Tienes radiocasete? -preguntó Francine, ignorando la hostilidad de Lisa-. ¿No? Da lo mismo, puedo tararear. Bueno, imagínate que estoy en el centro y que hay dos chicas a este lado y otras dos al otro lado. Espera. -Francine se arremangó la camiseta hasta convertirla en un top cortito, dejando al descubierto su infantil y rechoncha barriga.

– ¿Qué es esa cosa dorada que tienes en la barriga? -preguntó Lisa, intrigada.

– Un piercing -contestó Francine.

– ¿Un piercing? Me parece que no.

– Mira, no tuve más remedio que pintármelo -explicó Francine-. Mi madre dice que no puedo hacerme uno de verdad hasta que no cumpla trece años. Aunque para entonces estaré muerta -añadió con pesimismo.

Y se lanzó.

– ¡Dos, tres, cuatro!

Dio unos golpecitos con el pie para marcar su entrada, y se puso a bailar. Agitó el codo derecho dos veces como si imitara a una gallina; luego hizo lo mismo con el codo izquierdo. Dos saltitos con el pie derecho, dos saltitos con el izquierdo; luego se dio una fuerte palmada en el gordo trasero y se dio la vuelta, colocándose de espaldas a Lisa. Sin dejar de tararear, se puso a menear las caderas, descendiendo hasta el suelo. Una bailarina exótica no lo habría realizado mejor. Siguió ondulando hasta volver a la posición inicial, dio un torpe saltito con gesto de concentración y anunció:

– Ahora viene lo mejor.

Estiró los brazos y movió los hombros como si sacudiera los inexistentes pechos haciendo un shimmy.

– ¡Tachá! -Acabó intentando hacer un spagat, pero se quedó a mucha distancia del suelo.

– Increíble -admitió Lisa. Desde luego lo era.

– Gracias. -Francine se había quedado sin aliento y ruborizada de gozo-. También pienso cantar, por supuesto. Si cantas te pagan más. Y también escribiré las letras de las canciones. Por eso aún te pagan más.

Lisa asintió, admirada de sus proyectos.

– Y me encargaré del merchandising -prometió Francine-. Con eso es con lo que se gana dinero de verdad. -Miró fijamente a Lisa y le preguntó-: ¿Cómo te encuentras? ¿Mejor?

– No. Lárgate.

– ¿Vas a comerte ese KitKat?

– No.

– ¿Puedo llevármelo?

El lunes por la mañana, cuando vio que no se podía levantar de la cama para ir a trabajar, Lisa comprendió que estaba mal de verdad. Recordaba haberse marchado antes de hora de la oficina el viernes, pero aparte de eso no recordaba otra ocasión en que hubiera faltado al trabajo. Había ido a trabajar con dolores de menstruación, con resfriados, con resacas, con el pelo hecho un desastre. Había ido a trabajar en vacaciones. Había ido a trabajar cuando la dejó su marido. ¿Qué estaba pasando ahora?

Y ¿por qué lo encontraba tan desagradable?

Era tan dominante que nunca había podido entender a los que flaqueaban; se marchaban de su mesa sollozando, apoyados en el hombro de algún colega, y no volvían nunca. Pero Lisa sentía una perversa curiosidad por saber cómo era aquello de tener una depresión; sospechaba que tenía que haber algo reconfortante en ello. Tenía que ser liberador sentirse completamente incapaz, no tener más remedio que dejar que los demás se ocuparan de todo.

Pues bien, por lo visto no era así. Ahora ella no podía con su alma, y no lo soportaba.

Tenía que ir a la oficina. La necesitaban. El personal de Colleen era demasiado reducido para admitir absentismos, sobre todo ahora que Mercedes había dimitido y que Ashling también pasaba un mal momento. Pero no le importaba. No podía sobreponerse. El cuerpo le pesaba demasiado y tenía la mente demasiado cansada.

Al final tuvo que admitir que tenía ganas de orinar. Combatió aquella realidad, fingiendo que no se producía, pero llegó un momento en que la molestia fue tan notoria que tuvo que ir al cuarto de baño. Al pasar por delante de la cocina, de regreso al dormitorio, vio la demanda de divorcio encima del mármol. No había vuelto a mirarla desde el viernes, no quería volver a mirarla jamás, pero sabía que tenía que hacerlo.

Se la llevó a la cama y, con un gran esfuerzo, la leyó. Oliver se merecía que lo odiara. ¡Qué cojones, pedirle el divorcio! Pero ¿qué esperaba? Su matrimonio había fracasado; estaba «irreparablemente afectado», en términos más técnicos, que eran los que le interesaban a Oliver.

El lenguaje de la demanda era ampuloso e impenetrable. Lisa se dio cuenta, una vez más, de que necesitaba un abogado, porque aquel era un tema que no dominaba. Leyó por encima aquellas rígidas páginas, intentando descifrar su contenido, y lo primero que consiguió entender era que Oliver solicitaba el divorcio aduciendo la «conducta irrazonable» de Lisa. Aquellas palabras le hicieron daño. No soportaba que la acusaran de haber hecho algo malo. Ella no tenía la culpa de que su matrimonio hubiera fracasado. Lo que pasaba era que cada uno buscaba algo diferente. Maldito capullo. Ella también habría podido presentar algunas acusaciones de conducta irrazonable. Pretender que Lisa se quedara en casa, preñada y esposada al fregadero. ¿Acaso no era eso irrazonable?

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