Cuando Clodagh fue a abrir la puerta, estaba enfrascada en alguna complicada negociación con Molly, la niña de aspecto angelical y cabello rubísimo, relacionada con una rebeca.
– Hola, Ashling -dijo Clodagh distraídamente; acercó la cara a la de Molly e insistió, exasperada-: Esa rebeca te va pequeña, Molly. La llevabas cuando eras un bebé. ¿Por qué no te pones la rosa?
– ¡Noooo! -Molly intentó escabullirse.
– Tendrás frío. -Clodagh la sujetó por el brazo.
– ¡Noooo!
– Vamos a la cocina, Ashling. -Clodagh la arrastró por el pasillo-. ¡Craig! ¡Bájate de ahí!
Craig, el niño de aspecto también angelical y cabello también rubísimo, había trepado al armario de la esquina de la cocina y se estaba columpiando en el estante móvil, recostado contra los paquetes de pasta y de arroz.
Ashling encendió la tetera. De niñas, Ashling y Clodagh vivían en la misma manzana, y eran amigas íntimas desde la época en que para Ashling era más seguro estar en casa de Clodagh que en la suya.
Había sido Clodagh la que le había dado la noticia de que no tenía cintura. Y también la había iluminado sobre otros aspectos de su persona diciendo: «Qué suerte tienes de tener esa personalidad. Yo, en cambio, lo único que tengo es mi físico».
Eso no quiere decir que Ashling se sintiera ofendida. Clodagh no era malintencionada, sino sencillamente franca, y por otra parte habría sido una pérdida de tiempo negar su singular belleza. Era bajita y bien proporcionada, con la tez muy clara y una larga, rubia y reluciente melena. Una belleza, en fin, que colapsaba el tráfico. Aunque eso no tenía excesivo mérito en Dublín, donde de todos modos el tráfico siempre estaba colapsado.
Ashling tenía una noticia trascendental.
– ¡Tengo trabajo! -exclamó.
– ¿Desde cuándo?
– Me enteré hace una semana -admitió Ashling-, pero he tenido que trabajar hasta medianoche todos estos días, dejándolo todo preparado para la persona que me tiene que sustituir en Woman's Place.
– Ya me extrañaba que no me hubieras llamado. Venga, cuéntamelo todo.
Pero cada vez que Ashling lo intentaba, Craig se empeñaba en leerle un poco, con el libro del revés. En cuanto dejaba de ser el centro de atención, aunque fuera solo durante un segundo, el niño volvía a reclamar su protagonismo.
– Sal al jardín a columpiarte un rato -le sugirió su madre.
– Pero si está lloviendo.
– Eres irlandés. Tienes que acostumbrarte. ¡Venga! ¡Al jardín!
En cuanto Craig hubo salido, Molly pasó a primer plano.
– ¡Quiero! -declaró señalando el café que estaba tomando Ashling.
– No, cariño, eso es de Ashling -le explicó Clodagh-. No puedes bebértelo.
– Si quiere… -creyó oportuno decir Ashling.
– ¡Quiero! -insistió Molly.
– ¿No te importa? -dijo Clodagh-. Ya te preparo otro.
Ashling le acercó la taza a la niña, pero Clodagh la interceptó antes de que Molly la alcanzara; inmediatamente, la niña se puso a aullar.
– Solo voy a soplar un poco -la tranquilizó Clodagh-. Para que no te quemes la lengua.
– ¡Quiero! ¡Quiero! ¡Quiero!
– Está demasiado caliente, cielo. Te vas a quemar.
– ¡Quiero! ¡Quiero! ¡Quiero!
– Está bien. Pero bebe despacio, sin tirarlo.
Molly acercó los labios al borde de la taza, y luego dio un respingo gritando:
– ¡Pupa! ¡Caliente! ¡Buaaaa!
– Me cago en todo -masculló Clodagh.
– Cago en todo -repitió Molly con claridad.
– Eso -dijo Clodagh con una ferocidad que sorprendió a Ashling-. Me cago en todo.
Al oír los gritos de Molly, Dylan entró corriendo en la cocina.
– ¡Ashling! -Sonrió y se apartó un mechón rubio de la cara con una manaza-. Qué guapa estás. ¿Hay alguna noticia en el frente laboral?
– ¡Ya tengo trabajo!
– ¿Dónde? ¿En Mullingar, enlazando sementales desbocados?
– No, en una revista femenina.
– ¡Bien hecho! ¿Te pagan más?
Ashling asintió con orgullo. El sueldo que le habían ofrecido no era espectacular, pero al menos superaba la miseria que le habían pagado durante ocho años en Woman's Place.
– Y ya no tendrás que escribir aquellas horribles cartas del padre Bennett. Por cierto, ¿te has enterado de que El Consejero Católico ha quebrado? Lo leí en el periódico.
– Sí, la verdad es que al final he salido ganando -dijo Ashling, satisfecha-. Aquella lectora, la señora O'Sullivan de Waterford, me ha hecho un gran favor.
Dylan sonrió, pero de pronto se sobresaltó, pues había estallado una gran conmoción en el jardín. Craig se había caído del columpio y, a juzgar por sus gritos y aullidos, se había hecho un daño considerable. Ashling ya estaba revolviendo en su bolso en busca del remedio adecuado para ella.
– ¿Puedes ir tú? -dijo Clodagh mirando a Dylan con gesto de hastío-. Yo los tengo toda la semana. E infórmame de la gravedad de las heridas solo si es estrictamente necesario.
Dylan fue a investigar.
– ¿Quieres que vaya a ver qué le ha pasado a Craig? -preguntó Ashling, nerviosa-. Tengo tiritas.
– Yo también -repuso Clodagh, exasperada-. Cuéntame lo de tu trabajo, por favor.
– De acuerdo. -Ashling lanzó una última mirada de pesar hacia el jardín-. Se trata de una revista femenina, mucho más elegante que Woman's Place.
Cuando llegó a lo de la acalorada discusión de Jack Devine con aquella chica asiática que al final le había propinado un buen mordisco, Clodagh empezó a animarse.
– Sigue, sigue -dijo; le destellaban los ojos-. No hay nada que me ponga de mejor humor que oír a otros peleándose. Un día, la semana pasada, salía del gimnasio y vi a un hombre y una mujer metidos en un coche aparcado, pegándose unos gritos de miedo. ¡No te puedes imaginar cómo se gritaban! Y eso que tenían las ventanillas cerradas. Pues aquella escena me subió los ánimos para el resto del día.
– Yo no lo soporto -reconoció Ashling-. Lo encuentro muy desagradable.
– ¿Por qué, mujer? Ya, bueno, supongo que con tu… experiencia… Pero a la mayoría de la gente le encanta. Se dan cuenta de que no son los únicos que lo pasan mal.
– ¿Quién lo pasa mal? -preguntó Ashling, y adoptó una expresión de consternación.
Clodagh se abochornó un poco.
– No, nadie. Pero te envidio, de verdad. -Ya no podía contenerse-. Soltera, con un empleo nuevo… Tiene que ser muy emocionante.
Ashling se quedó muda de asombro. Para ella, la vida que llevaba Clodagh era el no va más. Un marido guapo y fiel con un negocio próspero; la elegante casa eduardiana en la distinguida población de Donnybrook. Nada que hacer en todo el día salvo calentar platos de pasta precocinados en el microondas, hacer planes para pintar unas habitaciones que no necesitaban que las pintaran y esperar a que Dylan llegara a casa.
– Y seguro que anoche saliste de marcha -añadió Clodagh con tono casi acusador.
– Sí, pero… Solo estuve en el Sugarclub, y volví a casa a las dos. Sola -añadió poniendo énfasis en aquel detalle-. Lo tienes todo, Clodagh. Dos niños maravillosos, un marido maravilloso…
¿Maravilloso? Clodagh se dio cuenta, sorprendida, de que hacía tiempo que no se le ocurría pensarlo. Admitió, con cierto recelo, que para tratarse de un hombre de treinta y tantos años, Dylan se conservaba bien: su estómago no se había convertido en un bulto cónico y fláccido a causa del exceso de cerveza, como les ocurría a la mayoría de los de su edad. Todavía se preocupaba por la ropa (más de lo que ella se preocupaba ahora, la verdad). Y se cortaba el pelo en una buena peluquería, no en el barbero del barrio, del que todo el mundo salía pareciéndose a su padre.
Ashling siguió protestando:
– … ¡y estás fantástica! Con dos hijos tienes mejor tipo que yo, y eso que yo no he tenido hijos, ni creo que vaya a tenerlos si no cambia pronto mi mala suerte con los hombres. ¡Ja, ja, ja!
Ashling estaba deseando que Clodagh sonriera, pero lo único que dijo su amiga fue: