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– ¿Son alucinaciones? -Trix se había quedado pasmada.

El rostro de Ashling perdió toda su vivacidad. Acababa de recordar los consejos que le había dado a Jack el viernes por la tarde, animada por el champán.

– Dios mío -gimió cubriéndose las acaloradas mejillas con las manos.

– ¿Tanto te molesta el olor? -preguntó Trix, dolida. Se esperaba críticas de los demás, pero no de Ashling.

Ashling sacudió la cabeza. Ahora ya no olía nada: la vergüenza que sentía lo había borrado todo. Tuvo que disculparse.

– Esta oficina está hecha un asco. -Lisa, la aguafiestas, empezó a imponer orden-. Kelvin, ¿puedes recoger las botellas vacías? Y tú, Ashling, ¿puedes lavar las tazas?

– ¿Por qué yo? Siempre me toca a mí -dijo Ashling vagamente, demasiado horrorizada por lo que le había dicho a Jack Devi… ¡Madre mía! ¡Pero si hasta le había llamado JD!

Aquel comentario le cerró la boca a Lisa. Miró amenazadoramente a Ashling, pero esta estaba en la luna, así que dirigió su feroz mirada hacia Trix y dijo:

– Pues lávalos tú, pescadera.

Trix se quedó estupefacta por el tono con que Lisa, que hasta entonces siempre la había tratado como a la más favorecida, se había dirigido a ella; resentida y de mala gana colocó las tazas en la bandeja, las puso medio segundo bajo el grifo del lavabo y las dio por lavadas.

Ashling esperó a que todo el mundo se pusiera a trabajar, y entonces fue, temblando, al despacho de Jack.

– Buenos días, doña Remedios-. Jack se mostró casi asustadizo al recibirla-. ¿Vienes a buscar cigarrillos? Porque me temo que lo de la semana pasada fue excepcional. De todos modos, si insistes…

– ¡No, no! No he venido por eso.

Se interrumpió al reparar en la corbata de Jack, que estaba cubierta de Bart Simpsons de un amarillo chillón. Jack no solía llevar corbatas tan frívolas, ¿verdad que no?

– Entonces ¿a qué has venido?

La miró con sus chispeantes y oscuros ojos. Curiosamente, su despacho no parecía tan tenebroso e inquietante como otras veces.

– Quería decirte que lamento haberte dado consejos sobre tu relación el viernes. Es que… -intentó esbozar una sonrisa desenfadada, pero lo que le salió fue un rictus espantoso- había bebido.

– No pasa nada -dijo Jack.

– Bueno, si tú lo dices…

– Además, tenías razón. Mai es una chica encantadora. No debería discutir con ella.

– Ah, vale. Fantástico.

Ashling salió del despacho; era extraño, pero se sentía peor que antes de entrar. Al salir por la puerta, Lisa se quedó mirándola fijamente.

Al cabo de un rato llegó un mensajero con las fotografías de la ropa de Frieda Kiely. Mercedes intentó hacerse con ellas, pero Lisa las interceptó. Abrió el sobre acolchado y extrajo un pesado y flexible montón de fotografías brillantes de modelos con manchas de turba en la cara y con paja en el pelo, paseándose por una ciénaga.

Lisa las fue pasando sumida en un silencio que no presagiaba nada bueno, separándolas en dos montones desiguales.

El montón más pequeño contenía una fotografía de una chica sucia y despeinada ataviada con un vestido de noche ceñido y unas botas de montaña embarradas. En otra fotografía aparecía la misma chica con un traje sastre elegantísimo, sentada en un cubo puesto del revés, haciendo ver que ordeñaba una vaca. Y otra modelo con un vestido corto y entallado de seda, haciendo ver que conducía un tractor. En el montón más grande había fotografías poco realistas de chicas con vestidos poco realistas bailando en un paisaje poco realista.

Lisa cogió el montón más pequeño.

– Estas tienen un pase -le dijo a Mercedes fríamente-. Las demás no valen nada. Creía que eras periodista de moda.

– ¿Qué les pasa? -preguntó Mercedes con una calma amenazadora.

– No hay ironía. Ni contraste. Estas… -señaló las fotografías de los vestidos de fantasía- tendrían que haberse tomado en un entorno urbano. Las mismas chicas con la cara sucia y con los mismos vestidos absurdos, pero subiendo a un autobús o sacando dinero de un cajero automático o utilizando un ordenador. Habla con la oficina de prensa de Frieda Kiely. Vamos a repetirlas.

– Pero… -Mercedes la fulminó con la mirada.

– Llama -dijo Lisa con impaciencia.

De pronto el resto del personal descubrió un interés inusitado en las punteras de sus zapatos. Nadie podía quedarse mirando aquella escena humillante; era demasiado espantosa.

– Pero… -repitió Mercedes.

– ¡Llama!

Mercedes se quedó mirando a Lisa; luego recogió las fotografías y fue a grandes zancadas hasta su mesa. Cuando pasó por su lado, Ashling la oyó murmurar: «Cabrona».

Ashling tuvo que reconocer que estaba de acuerdo con Mercedes.

La atmósfera estaba tan tensa que Ashling fue a abrir una ventana, aunque no hacía ni pizca de calor. Se necesitaba aire fresco para limpiar aquel ambiente tan asfixiante.

El único que estaba de buen humor era Jack. De vez en cuando salía de su despacho, ajeno a la tensión, hacía lo que tenía que hacer, repartía sonrisas a diestro y siniestro y volvía a desaparecer. Poco a poco el veneno se fue disipando, hasta que todos excepto Mercedes volvieron a sentirse casi normales.

A las doce y media llegó Mai. Saludó a todos en general y luego preguntó si podía ver a Jack.

– Pase -dijo la señora Morley mecánicamente.

La puerta del despacho de Jack se cerró tras ella, y todos se sentaron en el borde de las sillas, expectantes.

– Eso le borrará la sonrisa de los labios -comentó Kelvin.

Reinaba un ambiente tan festivo que solo faltó que Trix se pusiera a repartir perritos calientes por las mesas.

Pero no estalló ninguna pelea, y al cabo de un rato Mai y Jack salieron serenamente, sonriéndose con complicidad y muy juntitos, y se marcharon de la oficina.

Todos se miraron, perplejos. ¿Qué significaba todo aquello?

Lisa, que estaba a punto de marcharse para inspeccionar las habitaciones del Morrison, se sintió muy herida. Tuvo que sentarse y respirar hondo unas cuantas veces para intentar deshacerse de aquella fría y dura sensación de pérdida. Pero ¿dónde estaba el problema? Ella ya sabía que Jack tenía novia. Lo que pasaba era que con tanta riña, Lisa nunca se había tomado a Mai en serio.

Ashling también estaba un poco desconcertada. «¿Qué he hecho?», se preguntó.

Cuando Lisa pidió un taxi, dijo, no sin cierta vergüenza, que le enviaran a Liam. Ya lo había hecho otras veces. Había llegado a la conclusión de que Liam le caía bien, pese a que, como buen dublinés, hablaba por los codos.

Cuando llegó al Morrison, ya le había dado la vuelta al disgusto que le habían dado Jack y Mai y lo había convertido en algo manejable. ¿No se había prometido aquella misma mañana que se iba a acostar con alguien? ¿No había decidido que no tenía por qué ser con Jack? Al menos no de momento.

– ¿Dónde te dejo, Lisa? -le preguntó Liam, sacándola de su ensimismamiento.

– Allí mismo, en ese edificio de las ventanas negras.

En la puerta del hotel había un joven con un elegante traje gris.

– Ah, mira -dijo Liam suavizando el tono-. Tu amigo te está esperando. Y se ha puesto sus mejores galas. ¿Es tu cumpleaños? ¡Feliz cumpleaños! ¿O es tu aniversario?

– Ese es el portero -masculló Lisa.

– ¿El portero? -dijo Liam, desilusionado-. Creí que era tu amigo. Bueno. ¿Quieres que te espere?

– Sí, por favor. Solo tardaré un cuarto de hora.

Lisa examinó rápidamente la firmeza de los colchones del Morrison, la frescura de las sábanas, el tamaño de las bañeras (cabían dos personas), la cantidad de champán del minibar, los alimentos afrodisíacos disponibles en la carta del servicio de habitaciones, los CD de las habitaciones y, por último, la posibilidad de atar unas esposas a la cama. En general, concluyó, podías pasártelo bastante bien allí. Lo único que faltaba era el hombre adecuado.

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