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– ¿Qué pasa? -preguntó-. Perdona que llegue tarde, es que he estado trabajando…

– Mira. -Marcus le puso el periódico en las manos.

Ashling leyó el artículo, acongojada. Resultaba que Bicycle Billy había conseguido un contrato con una editorial. El cómico, al que calificaban como «uno de los mejores cómicos de Irlanda» había firmado un contrato para escribir dos libros y había recibido un adelanto astronómico. Un portavoz de la editorial describía la novela como «muy macabra, muy cruda; no tiene nada que ver con sus números».

– Pero tú no has escrito ningún libro -dijo Ashling con intención de tranquilizar a Marcus.

– Lo describen como uno de los mejores cómicos de Irlanda.

– Ya, pero tú eres mucho mejor que él -insistió Ashling-. Eso lo sabe todo el mundo.

– Entonces, ¿cómo es que el periódico no lo dice?

– Porque tú no has escrito ningún libro.

– Gracias -dijo él fríamente-. Encima me lo restregar por las narices.

– Pero si… -Ashling no sabía qué decir. Ya había detectado en él, en otras ocasiones, señales de inseguridad, pero nunca tan claras. No lo entendía, pero de todos modos quería ayudarlo-. Eres el mejor -repitió con firmeza-. Estoy segura de que lo sabes. Si no, ¿por qué iba a querer Lisa que escribieras la columna? Ni siquiera mencionó a nadie más. Mira cómo te quiere la gente.

Marcus se encogió de hombros, con aire taciturno, y Ashling comprendió que sus palabras empezaban a causar efecto.

– Jamás he visto tanta admiración en los números de ningún otro cómico -continuó.

– ¿Le preocupaba a Lisa que me negara a escribir la columna? -preguntó él.

– ¡Pues claro! ¡Estaba histérica!

Marcus no dijo nada.

– Dijo que estabas a punto de saltar al estrellato.

Él le cogió una mano y se la besó.

– Lo siento -dijo-. Tú no tienes la culpa. Es que en el mundo de la comedia hay una competencia feroz. El éxito es muy efímero, y a veces me asusto.

Después de la sesión fotográfica, Lisa estaba contentísima. Su instinto, que nunca le había fallado, le decía que aquellas fotografías eran muy especiales y que seguramente causarían revuelo.

Durante el último mes había conseguido mantenerse muy ocupada, y aquellos extraños momentos de depresión que la habían perseguido en sus primeras semanas en Dublín parecían haber remitido. Cada vez que el desánimo hacía su aparición, Lisa pensaba en un nuevo artículo para la revista, o en un nuevo personaje que entrevistar, o en un nuevo producto que promocionar. No tenía tiempo para estar deprimida, y empezaba a sentirse satisfecha con la forma que estaba tomando la revista. Todavía no habían contratado toda la publicidad que deseaban, pero Lisa sospechaba que aquel reportaje fotográfico convencería a las pocas marcas de cosméticos que todavía se mostraban reacias a anunciarse en Copeen. Jack se alegraría.

Al pensar en Jack, su excelente estado de ánimo se enturbió inmediatamente. Jack y Mai seguían comportándose como la pareja perfecta. Hacía un mes que no se peleaban en público, y de la noche a la mañana las chispas de tensión sexual entre Jack y Lisa se habían apagado por completo. Al menos por parte de él. Lisa, que era una mujer realista, admitía que en realidad nunca había habido mucha tensión sexual; pero sí la suficiente para despertarle la esperanza. Cuando intentó recuperar el terreno perdido con unos amagos de discreto coqueteo, estos no provocaron ninguna reacción en Jack. Él seguía mostrándose educado y profesional, y Lisa se dio cuenta de que tenía que dejar que su relación con Mai siguiera su curso. Confiaba en que tarde o temprano se estancaría.

Entretanto, Lisa andaba a la caza de otro hombre medianamente decente. Aquella noche había quedado para tomar una copa con Nick Searight, un pintor más famoso por su atractivo físico que por el mérito artístico de sus cuadros. Lisa sospechaba que más que un hombre de verdad, Nick era un Hombre Kleenex, pero el sexo era el sexo, y de momento tendría que conformarse con aquello.

Cuando Lisa llegó a casa, Kathy salía por la puerta. Tenía el cabello tan erizado que parecía haber metido la cabeza en la freidora.

– Hola, Lisa. Ya he terminado. Te he planchado un poco. Ah, y gracias por el esmalte de uñas. -El esmalte de uñas amarillo brillante no era su estilo, pero seguro que a Francine le encantaba-. ¿Quieres que vuelva la semana que viene?

– Sí, por favor.

«Seguro que el sábado que viene la casa vuelve a estar hecha una pocilga -pensó Kathy mientras caminaba hacia su casa-. Corazones de manzana podridos debajo de la cama, el cuarto de baño salpicado de todo tipo de porquerías, los platos sucios de toda la semana apilados en el fregadero… Increíble, francamente. Con lo arreglada que iba siempre, y lo sucia que tenía la casa.»

En una casa de una esquina inhóspita frente al mar, en Ringsend, Mai, con los recipientes de papel de aluminio y los restos de la comida india para llevar en el regazo, miró a Jack y se decidió a abordar el tema.

– Ya no me quieres lo suficiente para discutir conmigo.

Jack la miró fijamente con sus oscuros y apagados ojos y esperó un buen rato antes de confesar la innegable verdad:

– Las personas que se quieren no tienen por qué andar peleándose todo el día.

– Chorradas -replicó Mai con vehemencia-. Si dos personas no se pelean, no tienen que reconciliarse. Los portazos y los gritos ayudan a mantener viva la pasión.

Jack eligió con cuidado sus palabras. Con ternura exagerada, sugirió:

– Quizá lo que hacen es disimular que en realidad no hay nada que una a esas dos personas.

A Mai se le llenaron los ojos de lágrimas.

– Vete a la mierda, Jack… Vete a la mierda. -Pero lloraba sin convicción.

Jack la abrazó y ella sollozó un poco apoyando la cara en su pecho, pero se dio cuenta de que no estaba tan cabreada como le habría gustado.

– Eres un cerdo -dijo entrecortadamente.

– Sí -concedió él con tristeza.

– ¿Hemos terminado? -preguntó Mai al fin.

Jack se retiró un poco para mirarla a los ojos y asintió con la cabeza.

– Ya sabes que sí.

Mai sollozó un poco más y confesó:

– Sí. Nunca me había peleado tantas veces con nadie. -Lo dijo como si fuera algo bueno.

– Hemos vuelto a la escena más veces que Frank Sinatra -dijo él, aunque nunca le habían gustado las peleas.

Rieron un poco, con las cabezas muy juntas.

– Eres una mujer estupenda, Mai -dijo Jack con cariño.

– Tú tampoco estás mal -repuso ella sorbiéndose la nariz-. Estoy segura de que harás muy desdichada a alguna otra chica. A Lisa, quizá.

– ¿Lisa?

– Sí, esa tan dura y reluciente. -Mai soltó una risita y añadió-: Ostras, «dura y reluciente», como un M & M. Creo que haríais una buena pareja. Y si no, la otra.

– ¿Qué otra?

– La latina.

– Ah, Mercedes. Entre otras cosas, resulta que está casada.

– Ya. Y tú eres tan capullo que seguro que la eliges a ella. Llévame a casa, ¿quieres?

– Mujer, quédate un rato.

– No, ya he desperdiciado mucho tiempo contigo. -Le lanzó una sonrisa llorosa para consolarse.

Recorrieron las calles en silencio. Mai redujo su dolor hasta convertirlo en algo manejable. Jack era un hombre especial: recio, decidido, inteligente e interesante. Al principio a ella le encantaba el juego. Pero se había enamorado locamente de él, y sospechaba que Jack habría salido huyendo de haberlo sabido.

Solo tenía la impresión de que controlaba la situación si lo mantenía a él en un continuo estado de inseguridad. Mai nunca se había sentido cómoda salvo en el breve período después de que él se disculpara por algo y se comportara con una devoción abyecta. Pero aquello resultaba agotador. Ahora que Jack ya no discutía con ella, la única arma que le quedaba a Mai era su halo de exotismo. Y estaba harta de ser exótica y misteriosa.

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