– No tiene na… -Sintió ganas de pegarle una bofetada.
– No, en serio: es un artículo excelente. Lo has hecho muy bien, Ashling -dijo Jack sin hacer más insinuaciones-. ¿Verdad, Lisa?
Lisa ensayó varias formas con la boca, pero no había escapatoria.
– Sí -se vio obligada a decir-, es verdad.
Lisa reservó una mesa en Halo para ella y Jack. Creyó que lo mejor era tomar el mando, porque temía que si le dejaba decidir a él acabarían en un Pizza Hut.
Media hora antes de salir, Lisa fue al lavabo para asegurarse de que su aspecto era impecable. Suerte que aquella mañana había decidido ponerse el traje azul lavanda de Press and Bastyan. Aunque si hubiera elegido otro habría sido igual de elegante. Como directora de una revista, nunca sabía cuándo podía requerirse que se presentara en algún sitio en todo su esplendor. Siempre preparada, ese era su lema.
Sus delicadas sandalias no habrían sobrevivido ni a un corto paseo por los muelles: apenas se aguantaban cuando Lisa las llevaba en la oficina. De todos modos no le contrariaba que fueran tan poco prácticas: había zapatos que existían únicamente para exhibir su intensa aunque breve belleza. Y si no, ¿para qué había inventado Dios los taxis?
Se miró en el espejo y reconoció que estaba estupenda. Tenía los ojos grandes y brillantes (gracias al delineador blanco aplicado en la parte interna del párpado), el cutis hidratado (cortesía de Aveda Masque) y la frente lisa y sin arrugas (obra de la inyección de Botox que se había puesto antes de marcharse de Londres). Se cepilló el cabello hasta hacerlo brillar, lo cual no le llevó mucho tiempo. Su cabello siempre brillaba, gracias al suavizante sin aclarado, la laca de efecto alisador y el secado de peluquería.
El taxi llegó a la una menos diez y ambos bajaron juntos a la calle, bajo la atenta mirada del resto de la oficina. Lisa estaba encantada de tener a Jack para ella sola en un espacio tan reducido, y planeaba utilizar la estrechez del taxi para tocarle «accidentalmente» las piernas con las suyas, esbeltas y desnudas. Pero en cuanto entraron en el taxi, a Jack le sonó el teléfono móvil y se pasó todo el trayecto discutiendo con el consejero legal de la emisora de radio sobre una demanda judicial que les había caído, relacionada con una controvertida entrevista con un obispo que había tenido una aventura amorosa. La oportunidad de rozarle las piernas ni se presentó.
– No veo dónde está el problema -protestó Jack por el auricular-. Hoy en día lo novedoso es encontrar a un obispo que no haya tenido ningún lío. Es más, ¿por qué nos interesa tanto entrevistar a ese tipo?
– ¿Cómo estás, Lisa? -preguntó el taxista-. ¿Ya has encontrado piso?
Lisa se inclinó hacia delante. ¿Quién era aquel individuo que estaba tan al corriente de su vida? Entonces vio que era el mismo taxista que la había llevado a ver los pisos durante su primera semana en Dublín.
– Ah, sí. Tengo una casita junto al South Circular -contestó educadamente.
– ¿El South Circular? -El taxista asintió con aprobación-. Es una de las pocas zonas de Dublín que todavía no ha sido invadida por los yuppies.
– Ya, pero aun así es muy agradable -la defendió Lisa. Entonces se acordó de algo que el taxista no había llegado a explicarle-. Dígame, ¿qué pasó después de que se enfrentara usted a aquel grupo de niñas que molestaban a su hija de catorce años? La última vez que nos vimos no acabó de contármelo.
– Desde aquel día no han vuelto a meterse con ella -contestó el taxista, sonriente-. Y mi hija parece otra.
Cuando Lisa se apeó del taxi, el hombre añadió:
– Me llamo Liam. Si quiere, la próxima vez que necesite un taxi puede pedir que me envíen a mí.
Jack seguía hablando por teléfono cuando los condujeron hasta la mesa del bonito y animado restaurante. Aquello satisfizo a Lisa. Jack llevaba un traje que parecía sacado de un contenedor, pero hablaba con autoridad por un teléfono móvil, y eso restablecía en gran medida el equilibrio. Al ver a Jack con su teléfono, varios clientes buscaron rápidamente el suyo e hicieron un par de llamadas completamente innecesarias.
Tras prometer que volvería a llamar antes de las cinco con una solución, Jack se guardó el teléfono.
– Perdona, Lisa.
– No pasa nada -repuso ella con una amplia sonrisa, exhibiendo al máximo el efecto de su nueva barra de labios Source.
Pero aquella llamada telefónica había acabado con la anterior ligereza de Jack. Volvía a estar serio y atribulado, y no parecía muy inclinado a coquetear. Aunque a Lisa nada le impedía hacerlo.
– Por nosotros -dijo esbozando una sonrisa de complicidad y entrechocando su copa de vino con la de él. Y para desconcertarlo un poco y hacer que se mantuviera alerta, añadió-: Por la prosperidad de Colleen.
– Sí, brindemos-. Jack levantó su copa y se esforzó por sonreír, pero era evidente que estaba preocupado.
De lo único que hablaba era del trabajo. Perfiles de clientes, costes de impresión, la importancia de incluir una página de libros. Por otra parte, no parecía que se sintiera muy cómodo en el ambiente chic y vanguardista de Halo. Lidiaba laboriosamente con su entrante de lechuga frisée, muy difícil de manejar, intentando convencer a las hojas rizadas de que se aguantaran en el tenedor y luego permanecieran en su boca.
– ¡Joder! -exclamó de pronto cuando otra hoja escapó de su boca en busca de la libertad-. Me siento como una jirafa.
Lisa se lo tomó con calma. No le pareció oportuno recrear las bromas relajadas de la otra noche en la cocina de su casa, porque era evidente que a él no le interesaba. Jack estaba demasiado ocupado, demasiado estresado, y para Lisa ya era suficiente halago que él hubiera accedido a comer con ella. Si a él le apetecía hablar de trabajo, hablarían de trabajo. Con aquella admirable capacidad suya para sacar partido de cualquier eventualidad, decidió que aquel era un buen momento para sondearlo respecto a la posibilidad de publicar la columna de Marcus Valentina en otras publicaciones de la empresa.
– Pero ¿ya te ha confirmado que va a escribirnos una columna? -preguntó Jack, casi con entusiasmo.
– No exactamente. Todavía no, vamos. -Sonrió con confianza y añadió-: Pero lo hará.
– Veré qué posibilidades hay. Tienes unas ideas excelentes -admitió.
Cuando salieron del restaurante, Jack volvía a parecer un ser humano.
– ¿Qué tal te va el temporizador del calentador? -preguntó con un simpático brillo en los ojos.
– Estupendamente -contestó Lisa-. Ahora puedo darme duchas largas y calientes siempre que quiero -dijo «largas» y «calientes» con un tono lánguido, sensual, insinuante.
– Me alegro -repuso Jack, y sus pupilas se dilataron con una gratificante chispa de interés-. Me alegro mucho.
Cuando llegó del trabajo, Lisa tropezó en la puerta de su casa con una mujer demacrada, con el cabello rubio mostaza, que llevaba chándal y un incongruente bolsón de DKNY. El bolsón de DKNY de Lisa, concretamente. Al menos había sido suyo hasta que se lo regaló a Francine, una de las niñas de la calle. Intuyó que aquella mujer de aspecto cascado (¿Kathy?) era la madre de Francine.
– Hola, Lisa -la saludó, radiante-. ¿Estás bien?
– Sí, gracias -contestó Lisa fríamente. ¿Cómo podía ser que todo el mundo supiera su nombre?
– Me voy a trabajar. Función de gala en el Harbison. Treinta libras en efectivo y el taxi de vuelta pagado. -Al parecer Kathy estaba hablando de un trabajo de camarera. Agitó el bolso de doscientas libras y añadió-: Volveré tarde. Hasta luego.
De pronto Lisa tuvo una idea.
– Oye, Kathy… Te llamas Kathy, ¿verdad? ¿Te interesaría un trabajo de limpieza?
– ¡Creía que no me lo ibas a preguntar nunca!
– Ah, ¿sí? ¿Cómo es eso?
– Tú eres una mujer muy ocupada. ¿Cómo vas a tener tiempo para limpiar la casa?