Sin apartar sus penetrantes ojos del rostro de Ashling, Jack rodeó el filtro del cigarrillo con los labios, como hacía siempre, y extrajo lenta y suavemente el cigarrillo del paquete. Ashling, temblorosa, le pasó la caja de cerillas, cuidando de no tocarle la mano. Sin dejar de mirarla, él encendió una cerilla, acercó la llama al cigarrillo y luego la apagó. Inclinó el cigarrillo hacia arriba y dio una calada.
– Gracias -murmuró.
– ¿Cuándo piensas empezar a comprarte tabaco? -preguntó Trix, ahora que los suyos estaban a salvo, al menos de momento-. Es evidente que no puedes dejar de fumar. Y no es justo: tú debes de ganar muchísimo más que Ashling, y aun así no paras de gorrearle.
– Ah, ¿sí? -dijo él, sorprendido. Miró a Ashling, que se encogió en el asiento-. Lo siento. No me había dado cuenta.
– No pasa nada -murmuró ella.
Jack volvió a su despacho y Kelvin comentó con sequedad:
– Seguro que está ahí dentro dándose bofetadas por explotar a los trabajadores gorreándoles cigarrillos. Jack Devine, héroe de la clase trabajadora.
– Aspirante a héroe de la clase trabajadora, diría yo -le corrigió Trix con desdén.
– ¿Por qué lo decís? -Ashling no pudo contener la curiosidad.
– Porque le encantaría ser un humilde artesano, y ganarse el pan con el sudor de la frente. -El desprecio que Trix sentía por aquellas modestas aspiraciones era casi tangible.
– El problema -explicó Kelvin- es que nació en el seno de una familia de clase media, donde lo cargaron con todo tipo de ventajas. Estudios, por ejemplo. Luego se sacó un máster en comunicación. Más adelante -prosiguió bajando la voz- empezó a mostrar excelentes dotes para la dirección.
– Y eso lo atormenta -terció Trix exhalando un suspiro-. Estoy segura de que le corroen los remordimientos. Por eso siempre se ofrece para arreglar lo que sea. Y por eso tiene tantos hobbies de macho.
– ¿Qué hobbies de macho?
– Pues no sé… Hace vela, por ejemplo. No me dirás que eso no es de macho -contestó Trix.
– Sí, pero no es muy de clase trabajadora, ¿no? Beber cerveza, eso sí es de macho -aportó Kelvin-. Y tirarse a mujeres medio vietnamitas. Eso también es de macho.
Ashling se acercó sigilosamente a Lisa.
– ¿Puedo hacerte una pregunta?
– No, gracias -respondió Lisa sin levantar siquiera la cabeza-. Esta noche no quiero ir a tomar nada contigo y con Trix o con tu amiga Joy, ni con nadie más. Ni esta noche ni ninguna otra.
Hubo risitas generalizadas, para satisfacción de Lisa.
– No era eso lo que iba a preguntarte. -Ashling se puso colorada de vergüenza. Lo único que intentaba era ser simpática con una persona que acababa de llegar a Dublín, pero Lisa hacía que pareciera como si Ashling tuviera otras intenciones-. Es una pregunta relacionada con el trabajo. ¿Por qué no incluimos un consultorio diferente?
– Y ¿en qué consiste la diferencia, Einstein?
– Las preguntas podría contestarlas un vidente en lugar de un psicólogo.
Lisa se quedó pensativa. No era mala idea. Muy acorde con los tiempos, ahora que todo el mundo andaba buscando un elemento espiritual para solucionar sus problemas. Ella no creía en aquellas bobadas: era de la opinión de que su felicidad dependía de ella misma; pero no había ningún motivo para no vendérselo a las masas.
– No está mal -dijo.
El alivio calmó el dolor que a Ashling le había producido la brusca respuesta de Lisa. En el poco tiempo que llevaba trabajando en Colleen, la atormentaba una constante ansiedad respecto a su falta de ideas. Entonces Ted le sugirió que pensara en lo que a ella le gustaría encontrar en una revista, y de pronto se le disparó la imaginación. Cualquier cosa relacionada con el tarot, el reiki, el feng shui, la interpretación de los sueños, los ángeles, las brujas y los hechizos despertaba su interés.
La puerta del despacho de Jack volvió a abrirse, y todos se abalanzaron sobre sus paquetes de tabaco para protegerlos.
– Lisa -dijo Jack-. ¿Podemos hablar un momento?
– Claro. -Se levantó con elegancia de la silla, preguntándose de qué querría hablar Jack con ella. Quizá la invitaría a salir.
Su emoción aumentó cuando Jack le pidió que cerrara la puerta. Y se evaporó cuando, contrito, dijo:
– Tengo que darte una mala noticia. -Hizo una pausa; su hermoso rostro denotaba un profundo desasosiego.
Adelante -dijo Lisa fríamente.
– La publicidad no tira -dijo él sin andarse con rodeos-. Apenas tenemos anunciantes. Solo hemos conseguido… -consultó el memorándum que tenía encima de la mesa- un doce por ciento de lo programado.
Lisa sintió subir el miedo. Era la primera vez que le pasaba aquello. Cuando era directora de Femme, aunque siempre habían negociado los precios, los diseñadores de moda y las empresas de cosméticos siempre se mataban para conseguir anuncios a toda página. Y, como saben todos los que trabajan en revistas, los ingresos generados por la venta de anuncios superan con mucho los obtenidos por la venta de ejemplares. Al menos así es como debería ser. Si no se puede convencer a las empresas de que determinada publicación es el vehículo más adecuado para anunciar su producto, esta se viene abajo. El pánico la embargó. ¿Cómo iba a superar el fracaso de una revista que ni siquiera llegó a ver la luz?
– Estamos empezando -se aventuró a decir.
Jack no tuvo más remedio que sacudir la cabeza. No estaban empezando; ambos lo sabían. Antes de que llegara el personal de dirección de Colleen, Margie se había pasado más de un mes haciendo trabajos de preproducción: los anunciantes interesados habían tenido tiempo de sobra para contratar espacio para publicidad. Lisa se sentía humillada. Quería que aquel hombre la respetara y deseara, y en cambio no tendría más opción que considerarla una fracasada.
– Pero ¿es que no saben…? -dijo sin poder contenerse.
– No saben ¿qué?
Intentó replantear la pregunta, pero no pudo.
– ¿No saben que yo soy la directora?
– Tu nombre tiene mucho peso -comentó Jack con diplomacia, y Lisa se tranquilizó un poco al ver lo mal que también lo estaba pasando él-. Pero el mercado es nuevo, el público es nuevo, no hay trayectoria…
– Me habías dicho que Margie era un rottweiler. Que era capaz de convencer a Dios para que pusiera un anuncio. -En caso de duda, lo mejor era culpar a otra persona. Aquel era un lema que a Lisa siempre le había funcionado en su carrera.
– Margie es una fiera vendiendo publicidad a las empresas irlandesas. Pero la oficina de Londres está trabajando con empresas de cosmética y de moda internacionales: ¿Cómo estamos? ¿Qué artículos tenemos preparados? Tenemos que lanzarle un par de huesos a la oficina de Londres, para que ellos se los enseñen a los anunciantes en potencia.
Lisa adoptó una máscara de impasibilidad mientras rebuscaba en su mente. ¡Artículos preparados! No llevaba ni dos semanas en aquel maldito empleo, la habían metido en un berenjenal) y estaba en un país que no conocía. Se había dejado la piel intentando controlar la situación, ¡y ya querían saber qué artículos tenía preparados!
– Aunque sea por encima -añadió Jack con desgarradora sutileza-. Perdona que te haga esto.
– ¿Por qué no vamos todos a la sala de juntas y celebramos una reunión de análisis? -propuso Lisa, que notaba un ligero temblor en las piernas.
Y pensar que todo el mundo creía que dirigir una revista era un trabajo de lo más sofisticado. Era un trabajo aterrador que te producía insomnio, en el que nunca había un respiro, y en el que nunca podías estar seguro de nada. Se trataba únicamente de hacer que te salieran los números cada mes. Y en cuanto lo habías conseguido, tras pasar unos nervios de muerte y quedar agotado, tenías que volver a empezar desde cero. Eras un vendedor con pretensiones, sencillamente. En un intento de demostrar dinamismo, salió del despacho de Jack, pero tenía las piernas entumecidas y el bigote perlado de sudor.