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Cuando estaba metiendo el último par de calzoncillos en la bolsa, sonó el timbre de la puerta. Clodagh fue hacia allí a grandes zancadas, abrió la puerta y le lanzó la bolsa de la basura a Marcus.

– Toma.

– ¿Has metido mi novela?

– Huy, sí, Perro negro, tu obra maestra. Está ahí dentro. En una bolsa de basura, como le corresponde -añadió en voz baja, aunque no lo suficientemente baja.

El rostro de Marcus indicó que la había oído y que se estaba preparando para replicar.

– Ah, por cierto -dijo por encima del hombro mientras se daba la vuelta para marcharse-, tiene veintidós años y no ha tenido hijos. -Acompañó aquella información con un guiño. Sabía que Clodagh lamentaba mucho tener estrías.

Ella, escaldada, cerró de un portazo. Cuando se le pasó el primer arrebato de ira, intentó pensar algo positivo. Al menos se había librado de Marcus, de sus chistes, de su novela y de sus cambios de humor.

Y entonces fue cuando se dio cuenta de que estaba en un aprieto. Ahora no tenía ni marido ni novio.

Oh, mierda.

El club de fans de Jack Devine estaba reunido: Robbie, Shauna y la señora Morley habían formado un corro y competían deshaciéndose en elogios del jefe.

Jack había pasado hacía poco por la oficina, más arreglado de lo habitual. Lo cual, como observó Trix, no era difícil.

– Me pregunto -solía cavilar- si alguna vez alguien se le habrá acercado en la calle, le habrá dado una moneda y le habrá dicho que se tome un café.

Pero aquella mañana Jack iba muy acicalado, con el traje oscuro planchado y la camisa de algodón inmaculada. Iba despeinado, como siempre, pero no tanto. (A veces iba a trabajar habiéndose peinado únicamente los lados de la cabeza, y con la parte de atrás tal como se había levantado de la cama.)

No cabía duda de que se había esmerado. Con todo, cuando se acercó a la mesa de la señora Morley para recoger los mensajes, se le abrió la camisa, pues le faltaba un botón.

Aquello enardeció aún más al club de fans.

– Un hombre atormentado capaz de salvar al mundo, pero que necesita a una buena mujer que se ocupe de él -declaró Shauna, el Honey Monster. Había estado otra vez en el M & B.

– Sí, porque tiene un cierto chic bobo, ¿no es verdad? -aportó Robbie.

– Desde luego -coincidió la señora Morley, como si supiera lo que era tener «chic bobo».

– ¿No te acostarías con él sin pensártelo dos veces, Ashling? -preguntó Robbie.

«¡No se lo preguntes a ella!», le reprendieron todos moviendo los labios.

Pero ya era tarde. Ashling, obediente, ya se estaba imaginando echando un polvo con Jack Devine; diversas emociones se reflejaron en su rostro, pero ninguna sirvió para tranquilizar a sus angustiados colegas.

– Sufrió un gran desengaño -susurró la señora Morley-. Yo diría que ya no le interesan los hombres.

– ¡Siempre me meto donde no me llaman! -exclamó Robbie-. Creo que tengo un momento Valium. -Cualquier excusa era buena: Robbie se pasaba la vida tomando Valium, Librium y Tranxilium para los «nervios».

– ¿Quiere usted uno? -le preguntó a la señora Morley-. Yo hoy ya me he tomado tres.

A la señora Morley le destellaron los ojos.

– Supongo que no puede hacerme ningún daño -comentó.

Se pasó el resto del día tambaleándose como una zombi, chocando contra las mesas, pillándose los dedos en el teclado; Robbie, por su parte, había alcanzado tal grado de tolerancia que nada le afectaba.

Entretanto, Ashling estaba casi tan aturdida como la señora Morley. La pregunta de Robbie la había conmocionado, y ahora no podía dejar de pensar en Jack Devine. Se le hinchó el corazón como un globo cuando pensó en su mal humor y en su amabilidad, sus trajes arrugados y su perspicacia, su habilidad para negociar y su blando corazón, su cargo de altos vuelos y el botón que le faltaba en la camisa.

Jack le había lavado el pelo a Ashling pese a que no tenía tiempo. Había tratado a Boo, un marginado, como lo que realmente era: una persona. Se había negado a despedir a Shauna, el Honey Monster, después de que ella añadiera un cero por error en Punto Gaélico y la gente acabara tejiendo chales de bautismo que medían cinco metros de largo en lugar de solo uno.

Robbie tiene razón, pensó. Me tiraría a Jack Devine sin pensármelo dos veces.

– ¡Ashling! -El tono áspero de Lisa la sacó de su ensimismamiento-. ¡Te he dicho un montón de veces que esta introducción es demasiado larga! ¿Se puede saber qué demonios te pasa? ¿Tú también te has aficionado al Valium, o qué?

Automáticamente ambas miraron a la señora Morley, que, repantigada en una silla y con aire soñador, se pintaba la uña del pulgar con Tippex.

– No.

Lisa suspiró. Tenía que ser más amable. Hacía mucho tiempo que Ashling no estaba así, desde las primeras semanas después de su ruptura con Marcus. Quizá acabara de enterarse de algo nuevo y desagradable, como que Clodagh estaba embarazada.

– ¿Ha pasado algo con Marcus y tu amiga?

Ashling tuvo que esforzarse para dejar de pensar en Jack Devine.

– Pues sí. Marcus sale con otra chica.

– No me sorprende -dijo Lisa con petulancia-. Es muy propio de ese tipo de hombres.

Lisa tenía el don de hacer que Ashling se sintiera muy torpe.

– ¿Qué tipo de hombres?

– Ya sabes: no es mala persona, pero muy inseguro. Adicto al amor y el cariño, pero solo medianamente guapo. -Ostras, estaba siendo muy delicada-. De pronto gusta a las mujeres porque se ha hecho famoso, y es como un niño suelto en una tienda de caramelos.

No obstante, aquellas sabias palabras no sirvieron para despertar a Ashling. En todo caso, tuvieron el efecto contrario. Ashling pareció alejarse aún más de la realidad, y murmuró «Oh, Dios mío» con gesto de perplejidad. Luego su rostro se iluminó.

– Las revelaciones son como los autobuses -dijo entonces-. Te pasas horas esperando uno, y de repente llegan tres o cuatro juntos.

Lisa soltó un grito ahogado y siguió con sus cosas.

Ashling esperó, impaciente, a que llegara la hora de marcharse. Había quedado con Joy. Quería compartir con ella sus alucinantes descubrimientos. Bueno, al menos uno de ellos. El otro tendría que esperar hasta que ella lo hubiera entendido del todo.

En cuanto Joy llegó a la barra del Morrison, Ashling se puso a hablar sin parar.

– … Aunque Marcus no hubiera conocido a Clodagh, tarde o temprano se habría liado con otra chica; es demasiado inseguro y demasiado dependiente, y yo debí ver las señales.

– Ah, pero ¿había señales? -Joy se estaba quitando el abrigo e intentaba meterse en la conversación.

– Yo sabía que le había dado una nota de Llamez-moi a otra chica. A ver, ¿qué clase de hombre va por ahí repartiendo su número de teléfono? Si le interesas te pide tu número, ¿no? En lugar de buscar un… un… ¿cómo lo llamaríamos? Una reacción positiva, supongo, repartiendo su número y esperando a que alguien pique.

– ¿Algo más?

– Sí. Yo le di mi número dos veces, y la primera vez él no me llamó. Ahora entiendo que para él era una especie de juego. Quería saber si me había gustado lo suficiente para darle mi número. En realidad no le interesaba yo, sino lo que pensaba de él. Solo se dignó a llamarme después de que yo fuera a verlo actuar.

»Y la primera noche, cuando no quise acostarme con él. ¡Cómo se quedó! Es como un niño pequeño. Y todo aquel rollo de "¿Soy el mejor? ¿Quién es el más gracioso de todos?". Y ¿sabes otra cosa, Joy? Yo también tenía parte de culpa. Porque en parte accedí a salir con él porque era famoso. Y me salió el tiro por la culata. La única culpable de mi desgracia soy yo.

– Pero haces que parezca un desastre total -objetó Joy-. Os llevabais muy bien. Yo sé que él te gustaba, y es evidente que tú le gustabas a él.

– Sí, yo le gustaba -admitió Ashling-. Eso no lo dudo. Pero se gustaba más él mismo. Y a mí me gustaba él, pero en parte por motivos erróneos. Ya me lo dijo Clodagh -añadió con voz queda-: soy una víctima.

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