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– Hola -saludó ella-. Me llamo Ashling.

– Yo me llamo George. -El chico se dio cuenta de que Ashling miraba su lata de cerveza, y añadió, un tanto agresivo-: Es Nochevieja. Lo estoy celebrando, como todo el mundo.

– No, si no me importa -dijo ella.

– Que viva en la calle no quiere decir que sea alcohólico -explicó el chico, más tranquilo-. Solo bebo cuando estoy con gente.

Ashling le dio una libra y entró en el edificio, e inmediatamente sintió la amenaza de la depresión. La mendicidad era como un mostruo con varias cabezas: cuando le cortabas una, otras dos aparecían en su lugar. Boo se había salvado; tenía trabajo, piso y hasta novia, pero su caso era una excepción: era inteligente, presentable y todavía lo bastante joven para adaptarse a una vida normal. Sin embargo, había otros mendigos que no tenían nada y que nunca lo tendrían; primero los había maltratado la vida, arrojándolos a la calle, y luego los maltrataban el hambre, la desesperación, el miedo, el aburrimiento y el odio de la gente.

Sonó el timbre. Era Ted, acompañado de una joven menuda y pulcra de la que, evidentemente, se sentía orgulloso.

– ¡Has vuelto! -exclamó, y se volvió hacia la chica que iba a su lado-. Te presento a Sinead.

Sinead le tendió una manita a Ashling.

– Encantada de conocerte -dijo con remilgo.

– Pasad. -Ashling estaba sorprendida. Sinead no parecía la típica grupi de humoristas.

Ted entró en el piso de Ashling con aire arrogante y alisó los cojines del sofá antes de invitar, solícito, a Sinead a sentarse en él.

Ella se sentó con delicadeza, con las rodillas y los tobillos alineados, y aceptó con elegancia la copa de vino que le ofreció Ashling. Ted no le quitaba los ojos de encima.

– ¿Dónde conociste a Ted? ¿En una función? -preguntó Ashling intentando iniciar una conversación mientras buscaba el sacacorchos por el suelo. Estaba convencida de que lo había dejado por allí la noche antes de irse a Cork…

– ¿En una función? -dijo Sinead, como si fuera la primera vez que oía esa palabra.

– Una función de cómicos.

– ¡Ah, no! -exclamó Sinead, y soltó una risa cristalina.

– Nunca me ha visto actuar. Dice que no le interesa. -Ted miró a Sinead con admiración y cariño.

Resultó que Sinead y Ted trabajaban juntos en el Ministerio de Agricultura. Durante la fiesta de Navidad de su oficina, mientras bailaban, medio borrachos, al son de Rock Around the Clock, sus miradas se habían encontrado, y había nacido el amor.

Ashling tuvo la extraña sospecha de que la llegada de Sinead señalaba el principio del fin de la carrera de Ted como cómico de micrófono. Pero quizá a él no le importara, ya que se había hecho cómico únicamente para ligar. Desde luego no parecía disgustado.

– ¿Esta noche? ¿Quieres salir otra vez? -preguntó Clodagh-. Pero si ya saliste anoche, y la anterior, y el miércoles.

– Tengo que ver qué hacen los otros cómicos -explicó Marcus con paciencia-. Lo hago por mi carrera.

– ¿Qué te importa más, tu carrera o yo?

– Ambas sois importantes.

Respuesta equivocada.

– Pues ahora ya no encontraré niñera. Es demasiado tarde.

– Bueno.

Clodagh creyó que con eso quedaba zanjado el tema. Pero a las nueve en punto Marcus se levantó y dijo:

– Me voy. La función acabará tarde, así que no me esperes: me iré a dormir a mi casa.

Clodagh se quedó perpleja.

– ¿Te marchas?

– Ya te lo he dicho antes, ¿no?

– No. Te he dicho que ya no encontraría niñera, y tú has dicho «Bueno». Creí que querías decir que sin mí no ibas a salir.

– No, lo que quería decir era que si tú no podías salir, saldría yo.

– Tengo que decirte una cosa, Ashling -anunció Ted.

– ¿Qué? -Era una noche muy fría de enero, y Ted y Joy se habían presentado en su casa en plan delegación, con aguanieve en los hombros.

– Será mejor que te sientes -la previno Joy.

– Estoy sentada. -Ashling dio unas palmaditas en el sofá.

– Estupendo. Es que me temo que no te va a gustar lo que vas a oír -dijo Ted.

– ¿Qué pasa?

– No sé si debo decírtelo.

– ¡Dímelo!

– Conoces a Marcus Valentina, ¿verdad?

– Pues sí, me suena. Venga, Ted, por favor.

– Sí, sí, perdona. Bueno, pues lo vi el otro día. En un pub. Con una chica que no era Clodagh.

Hubo un silencio, y entonces Ashling dijo:

– Y ¿qué? ¿Qué tiene de malo que esté en un pub con otra chica?

– Ya. No, si te entiendo, te entiendo. Pero es que le estaba metiendo la lengua hasta el estómago.

El semblante de Ashling adoptó una expresión extraña. De sorpresa, pero también de algo más. Joy la miró con nerviosismo.

– A la chica la conoces, por cierto -continuó Ted-. Se llama Suzie. Estuve hablando con ella una noche, en una fiesta en Rathmines, y luego me marché contigo. ¿Te acuerdas?

Ella asintió. Recordaba perfectamente a aquella chica: pelirroja, menuda, muy mona. Ted había dicho que era una grupi.

– Pues bien, luego estuve preguntando por ahí… -prosiguió Ted.

– ¿Y?

– Se ve que la lengua no es lo único que le mete. Ya me entiendes…

– Ostras.

– Hay que ver el éxito que tiene con las tías el pecoso ese -comentó Joy.

– Ostras -repitió Ashling.

– Ahora no te pongas blanda y no compadezcas a Clodagh -dijo Joy-. Ni se te ocurra ir corriendo a consolarla, ¿eh?

– Pero qué dices -le espetó Ashling-. Si estoy encantada.

– He venido a recoger mis cosas -dijo Marcus.

– Ahora mismo te las traigo -confirmó Clodagh acaloradamente.

Empezó a entrar y salir en las habitaciones, echando chispas y dando portazos, y metiendo los objetos personales de Marcus en una bolsa negra de la basura. No podía creer lo rápido que todo había terminado. Habían pasado de la obsesión mutua al odio en cuestión de semanas; en cuanto su relación dejó de ser únicamente cuestión de sexo y empezó a abarcar aspectos de la vida real, Marcus y Clodagh se precipitaron hacia un fracaso inevitable.

Ella creía que estaba enamorada de Marcus, pero no lo estaba. Era un capullo y un soso. Solo le interesaba hablar de sus actuaciones y de lo mal que lo hacían los otros humoristas.

Y necesitaba atención constante. Clodagh no entendía que a Marcus pudiera fastidiarle que ella les hiciera caso a Craig y Molly. A veces era como tener tres hijos.

Por no hablar de esa condenada novela que había empezado a escribir. ¡Menuda birria! Era increíblemente deprimente. Además, Marcus no aceptaba las críticas, aunque fueran constructivas. Lo único que le había sugerido Clodagh era que el personaje femenino podía montar su propio negocio de pastelería o cerámica, y Marcus se había puesto furioso.

Por si fuera poco, últimamente Marcus quería salir todas las noches. No quería entender que ella no podía salir cada dos por tres teniendo dos hijos. No era fácil encontrar canguros. Y aún era más difícil pagar a las niñeras, con el dinero que le pasaba Dylan. Pero no era solo eso: Clodagh no quería salir cada noche. Echaba de menos a sus hijos cuando se alejaba de ellos.

También le gustaba quedarse en casa. No había nada malo en mirar Coronation Street y tomarse una copa de vino.

Y ¿qué decir del sexo? A Clodagh ya no le apetecía hacerlo tres veces cada noche. Era lógico, ¿no? Nadie pegaba tres polvos en una noche después de la primera fase de loca pasión. Sin embargo, Marcus seguía aspirando a ese ritmo, y resultaba agotador.

Pero todo eso eran chorradas comparado con el notición que Marcus acababa de soltarle: que había «conocido a otra chica».

Clodagh estaba furiosa y profundamente humillada. Sobre todo porque en algún remoto rincón de su mente ella siempre había abrigado la sospecha de que le estaba haciendo un favor a Marcus, de que podía considerar una gran suerte que ella hubiera decidido abandonar un matrimonio sofocante que la había arrojado a sus brazos. Le molestaba muchísimo que Marcus la hubiera dejado. No le había pasado desde que Greg, el deportista americano, dejara de interesarse por ella un mes antes de regresar a Estados Unidos.

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