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Mientras Clodagh leía detenidamente la carta, del tamaño de un periódico, doce o catorce empleados vestidos de blanco y negro esperaban en posición de firmes en diversos puntos de la silenciosa sala. Cuando Clodagh levantó la mirada de la carta, vio que todos habían cambiado de sitio, aunque ni ella ni Dylan los habían visto moverse.

– Esto parece una película de ciencia ficción -susurró Clodagh.

La risa de Dylan resonó en la sala vacía; de pronto Clodagh experimentó una vez más aquella extraña sensación: que no lo conocía. Sin embargo, aquel era el hombre de sus sueños, el hombre que le había hecho temer que moriría si no lo conseguía. Conmovida por el recuerdo de aquel amor tan intenso, Clodagh se quedó muda. Estaba perpleja porque no se le ocurría ni una sola cosa que decirle.

Solo duró un segundo. Luego Clodagh se dio cuenta de que tenía muchas cosas de que hablar con su marido. Pero si es Dylan, por el amor de Dios, se dijo aliviada.

– ¿Crees que debería llevar a Molly al médico?

Dylan no contestó.

– Si no deja pronto la huelga de hambre, tendré que hacerlo -prosiguió Clodagh-. No puede subsistir a base de chocolate y…

– ¿Qué vas a pedir de primer plato? -la interrumpió Dylan bruscamente.

– ¡Oh! Pues… no lo sé.

– La carta es espectacular -observó él.

– Sí, sí.

– ¿No puedes olvidarte de los niños durante un par de horas?

– Lo siento. Te agobio, ¿no?

– Un poco -admitió él, exasperado.

Clodagh empezó a calmarse. Al fin y al cabo, estaba en un restaurante maravilloso con su maravilloso marido. Estaban bebiendo gin-tonics y comiendo pan de ajo. Pronto les servirían platos deliciosos y vino de solera, y sus hijos estaban a salvo en casa con dos personas que no eran ni pedófilos ni maltratadores. ¿Qué más podía pedir?

– Lo siento -repitió, y esta vez se puso a leer la carta en serio-. Vaya, tienes razón -admitió-. Oh, mira. Tienen mejillones. Y soufflé de queso de cabra. ¡Ostras! ¿Qué puedo pedir?

– Primer plato o sopa -dijo Dylan, pensativo-, esa es la cuestión.

– ¿«O»? -dijo Clodagh, desafiante-. ¿Cómo que «o»? Supongo que habrás querido decir «y».

Pidió con la desesperación de quien raramente sale a cenar, dispuesta a sacarle el máximo provecho a aquella situación inhabitual. Primeros platos, sorbetes, sopas y guarniciones; segundos platos, vino tinto, vino blanco y agua.

– ¿Con gas o sin gas? -preguntó el camarero con la mano dolorida. Ahora sabía cómo debió sentirse Tolstoi cuando escribía Guerra y paz.

Clodagh se quedó mirándolo con gesto de asombro. ¿Acaso no era evidente?

– ¡Ambas!

– Muy bien.

– ¿Hay algo más que podamos pedir? -preguntó Clodagh, estremeciéndose de placer, cuando el camarero se hubo marchado.

– De momento no -contestó Dylan, risueño, contagiado del entusiasmo de su esposa-. Pero espera a que nos hayamos zampado este cargamento.

– ¿Tomaremos postre y queso?

– Claro que sí. Y café irlandés.

– Y vino de postre. Y pastelillos.

– Y café francés.

– Mais oui! Hasta es posible que me fume un puro.

– Así me gusta.

Cuando ya se habían comido un par de platos, Clodagh empezó a sentirse más cómoda, pero seguía preocupada porque no podía relajarse. Entonces se dio cuenta de cuál era el problema.

– Hace tanto tiempo que no ceno sin que me interrumpan que no me acostumbro -dijo-. Me dan ganas de levantarme y cortarles la comida a los demás… ¿Ves a aquel tipo de allí? -dijo señalando a un individuo con pinta de artista neoyorquino que jugaba con su comida-. Me gustaría pinchar un trozo de su filete de ternera con el tenedor y decirle: «¡Abre la boquita!». Es más, creo que voy a hacerlo.

Dylan se quedó de piedra cuando la vio levantarse. Pero entonces ella se detuvo y torció el cuerpo a uno y otro lado, nerviosa.

– ¿Qué pasa? ¿Por qué estoy pegada a la silla? -Bajó una mano para investigar-. Tengo una mancha de algo negro y pegajoso en el trasero. Parece alquitrán. Maldita sea, con lo que me gustaba este vestido nuevo. ¿Cómo me lo habré hecho? -Acercó los dedos a la nariz, indecisa; los olisqueó y rompió a reír-. Es -mermelada de moras. Habrá sido Molly, la muy cochina. Es un caso, ¿verdad que sí?

– Es una monada. -Dylan también estaba un poco achispado.

– ¿Crees que estarán bien? -preguntó Clodagh, angustiada.

– ¡Claro que sí! Además, Ashling y Ted tienen el número del móvil. Si pasa algo nos llamarán.

– Como qué. ¿Qué podría pasar?

– Nada.

– Déjame el móvil. Voy a llamarlos.

– ¿Por qué no intentas olvidarte de los niños aunque solo sea por una noche? -suplicó él-. Solo hace una hora que hemos salido de casa.

– Tienes razón. Me estoy comportando como una idiota.-Volvió a mirar su plato de sopa de pescado-. No, no aguanto más -dijo de pronto-. Déjame el móvil.

Dylan exhaló un suspiro y se lo dio.

– Hola, Ted. Soy Clodagh. Solo llamaba para ver si todo va bien.

– Nos lo estamos pasando en grande -mintió Ted mientras Ashling les tapaba la boca a Craig y Molly.

– ¿Me los pasas un momento?

– Es que… ahora están ocupados. Jugando. Sí, eso es. Están jugando con Ashling.

– Ah, vale. Pues hasta luego.

– Es desesperante -dijo con voz lastimera mientras cerraba el teléfono-. Se pasan toda la semana martirizándome, no puedo separarme de ellos ni cinco minutos, y una noche que salgo a cenar ¡me preocupo por,, ellos!

– Si quieres podemos volver a casa -dijo Dylan-. Podemos comer patatas fritas de bolsa y escuchar una inacabable lista de exigencias.

– Hombre, si lo planteas así… Lo siento, Dylan. La verdad es que lo estoy pasando muy bien. Me siento muy a gusto.

No podía decirse lo mismo de Ashling y Ted. Craig y Molly habían tardado una eternidad en dejar de llorar cuando sus padres se marcharon. Finalmente se habían tranquilizado, pero solo después de que se apropiaran del televisor para ver La sirenita, y Ted tuviera que renunciar a ver el programa Stars in their Eyes.

– Y hoy es la noche de los famosos -protestó Ted.

Para pasar el rato, Ted examinó la enorme colección de LP y CD de Dylan, con envidia y admiración, exclamando cada vez que encontraba alguno especialmente raro.

– Mira este. Catch a Fire, de Bob Marley. ¡Con la funda original! ¿De dónde lo habrá sacado el muy desgraciado?

A Ashling no le interesaba saberlo. Los hombres y sus colecciones de discos. Phelim hacía lo mismo.

– ¡Hostia! -exclamó Ted-. ¡Los dos primeros álbumes de Burning Spear editados por Studio One! Creía que solo podías conseguirlos en Jamaica.

– Dylan y Clodagh fueron a Jamaica de luna de miel -explicó Ashling con tono deliberadamente inexpresivo.

– Los hay con suerte -comentó él con nostalgia-. La colección completa de Billy Holiday editada por Verve -prosiguió Ted, como si estuviera a punto de vomitar-. ¿Dónde la habrá conseguido? ¡Yo llevo anos buscándola!

»¡Ajá! -gritó, y se abalanzó sobre otro disco-. ¡Ya he encontrado su secreto vergonzoso! ¿Qué hace aquí un álbum de Simply Red? Tu amigo no es tan moderno como creíamos…

– Siento decepcionarte, pero ese disco es de Clodagh.

– ¿A Clodagh le gusta Simply Red? -dijo Ted con cara de asco.

– Al menos, le gustaba.

– Bueno, si dices que le gustaba, no es tan grave -replicó él con alivio. Tenía a Clodagh por una diosa, pero si resultaba que le gustaba Mick Hucknall, tendría que replanteárselo. Una diosa no podía permitirse semejante lapsus de mal gusto.

Cuando terminó La sirenita, Craig y Molly exigieron más distracciones. Pero cuando Ted empezó a contarles chistes de búhos, Molly le dijo que se marchara a casa ¡ya!, y Craig se puso a llorar. A Ted le sentó muy mal, sobre todo cuando Ashling les hizo reír a carcajadas escondiéndose detrás de una bolsa de papel y reapareciendo.

– Malditos cabroncetes -masculló-. Hay gente que daría un brazo por esta oportunidad.

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