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– ¿Quieres tomar algo? -preguntó a Jack.

– ¿Tienes cerveza?

– No, cerveza no, pero tengo vino blanco.

Lisa experimentó un ridículo placer cuando Jack aceptó una copa.

– Voy a buscar mis cosas al coche -dijo él; salió a la calle y volvió poco después con una caja metálica azul.

¡Dios mío! ¡Una caja de herramientas! Lisa tuvo que sentarse sobre las manos para no tocarlo, para no arrancarle los últimos botones de la camisa, dejando al descubierto su ancho tórax, cubierto por la cantidad perfecta de vello, y deslizar sus manos por la suave piel de la espalda…

– ¿Te importa que abra la puerta de atrás? Jack interrumpió el achuchón que Lisa le estaba dando mentalmente.

– No, no, ábrela.

Fue hacia la puerta y quitó el cerrojo que Lisa no había tocado desde la última vez que él estuvo allí. Una fragante brisa entró en la cocina, y les trajo el denso aroma nocturno de la vegetación y los silbidos y las piadas de los pájaros que se recogían para pasar la noche. Muy bonito, si te gustaba aquel tipo de cosas.

– ¿Cómo se está en el jardín? -preguntó Jack.

«Ni idea. Todavía no lo he estrenado», pensó Lisa.

– Estupendamente -mintió.

– Ahí fuera se está tan tranquilo que parece mentira que estés en una ciudad -observó Jack señalando el jardín con la cabeza.

– Tienes razón. ¡Y que lo digas!

– Vamos a ver. -Miró la caldera y explicó-: En teoría es un trabajo muy sencillo, pero nunca se sabe.

Jack se arremangó la camisa, dejando al descubierto unos musculosos antebrazos, y puso manos a la obra. Lisa se sentó en la cocina, deleitándose con la presencia de un hombre atractivo en su casa. Decidió que, pasara lo que pasase, no iban a hablar de los problemas de captación de publicidad. No quería estropear con conversaciones deprimentes aquella estupenda ocasión de ligar que se le presentaba.

– Háblame de ti -le pidió Lisa con coquetería, segura de sí misma. Jack estaba de espaldas.

– ¿Qué quieres saber? -dijo él en un tono poco cortés mientras golpeaba metal contra metal. Entonces se dio la vuelta y, un tanto indignado, exclamó-: ¡Por el amor de Dios, Lisa, una pregunta así te deja en blanco!

– Cuéntame cómo has llegado a director ejecutivo de un canal de televisión, una emisora de radio y varias revistas de éxito con solo treinta y dos años. -De acuerdo, estaba exagerando un poco, pero al fin y al cabo de eso se trataba.

– Es un trabajo como otro cualquiera -respondió Jack escuetamente, como si temiese que ella se estuviera cachondeando de él-. Me despidieron de mi anterior empleo, y tengo que ganarme la vida de alguna forma.

¿Que lo habían despedido? Eso no sonaba muy bien.

– ¿Por qué te despidieron?

– Propuse una política radical que implicaba pagar al personal lo que se merecía y dejarlos participar en la dirección de la empresa. A cambio ellos tenían que hacer ciertas concesiones respecto a la delimitación de atribuciones y las horas extras; pero la junta decidió que yo era un rojillo peligroso y me largó.

– ¿Rojillo?

Lisa no les tenía mucha simpatía a los rojillos. Te hacían ir a manifestaciones y tenían unos coches espantosos. Trabants, Ladas… Eso, suponiendo que tuvieran coche. Pero Jack tenía un Beemer.

– Podríamos decir que cuando era joven, en mi época idealista -le asestó un tremendo porrazo a la cañería con la llave inglesa-, era socialista.

– Pero ahora ya no lo eres, ¿verdad? -preguntó Lisa, alarmada.

– No. -Rió entre dientes y añadió-: Pero no te asustes, mujer. Tiré la toalla cuando vi que la mayoría de los trabajadores son felices jugando a la lotería o comprando acciones de empresas estatales privatizadas, y que de su bienestar económico ya se encargan ellos mismos sin problemas.

– Tienes razón. Lo único que hay que hacer es trabajar duro. Lisa se tranquilizó. Al fin y al cabo, eso era lo que había hecho ella. Pertenecía a una familia de clase trabajadora (bueno, teóricamente, porque en la práctica su padre no había trabajado mucho), y eso no la había perjudicado en absoluto.

Jack se dio la vuelta y esbozó una complicada sonrisa. Irónica y triste al mismo tiempo.

– Hazme un breve resumen de tu carrera -pidió Lisa.

Él siguió manipulando la caldera y, sin mostrar ningún entusiasmo, recitó:

– Hice un máster en comunicaciones, luego hice las prácticas de rigor en el extranjero (dos años en un grupo de comunicación de Nueva York, cuatro en San Francisco, en un canal de televisión por cable); regresé a Irlanda justo cuando se estaba produciendo el milagro económico, trabajé en un grupo de prensa y me despidieron, como te he contado. Y hace dos años Calvin Carter me metió en Randolph Media.

– Y ¿qué haces para desconectar del trabajo? -preguntó Lisa mientras se regodeaba contemplando su tensa camisa sobre los músculos de la espalda-. ¿Juegas a golf? -añadió con una sonrisa traviesa, que desgraciadamente Jack no pudo ver.

– Es la última vez que vengo a arreglarte la caldera -protestó él.

– Ya. No me cuadraba que fueras aficionado al golf -dijo ella con una risita tonta-. En serio, ¿qué haces para relajarte?

– Lisa, no me hagas estas preguntas, por favor. Ya sé que… -Giró la cabeza y esbozó una fugaz sonrisa-. Arreglo calderas. Me presento en las casas sin avisar y me empeño en arreglarle la caldera a la gente. A veces lo hago aunque no estén estropeadas. -Se quedó callado y concentrado mientras atornillaba concienzudamente un tornillo, y luego agregó-: ¿Qué más? Salgo con mi novia. Voy a navegar.

– ¿En un yate? -preguntó Lisa con entusiasmo, ignorando que Jack había mencionado a Mai.

– No, no. Qué va. Es una embarcación para una sola persona, no mucho más grande que una tabla de surf. A ver…, juego a Sim City hasta altas horas de la noche. ¿Cuenta eso?

– ¿Qué es? ¿Un juego de ordenador? Claro que cuenta. ¿Algo más?

– No lo sé. Vamos a un pub, o a comer fuera, y hablamos mucho de ir al cine, pero al final nunca vamos, no sé por qué.

A Lisa no le gustó que Jack hubiera empleado el plural en aquella frase. Supuso que Jack se refería a Mai, y aunque él no había especificado qué hacían en lugar de ir al cine, ella se lo imaginaba.

– También salgo con mis amigos de la universidad, y veo bastante televisión, pero porque me lo exige mi trabajo, ¿eh?

– Ya, claro -dijo Lisa con sorna, bromeando. Entonces se dio cuenta de una cosa y añadió-: Eso es lo que más te gusta, ¿verdad? Trabajar en la televisión.

– Sí… -Ella vio que Jack se ponía en tensión, pues había recordado con quién estaba hablando-. Hombre, las revistas también me gustan. Pero no te imaginas la cantidad de trabajo que me da el Canal y…

– Así que podrías ahorrarte el trabajo que te da Colleen, ¿no? -dijo Lisa, burlona.

Jack desvió con tacto la pregunta.

– El caso es que actualmente mi trabajo en el Canal y resulta muy gratificante. Después de dos años currando como un enano, el personal está bien pagado, por fin; los patrocinadores están satisfechos y los consumidores tienen una programación inteligente. Y estamos a punto de atraer inversiones, así que pronto podremos ofrecer una programación de mayor calidad aún.

– Genial -dijo Lisa con vaguedad. De momento ya había oído bastante sobre el Canal 9-. ¿Qué más haces?

– Pues… -Pensó en voz alta-. Los fines de semana suelo ir a ver a mis padres. Se están haciendo mayores, y las horas que paso con ellos cada vez parecen más valiosas. No sé si me entiendes.

Lisa cambió de tema apresuradamente:

– ¿No vas nunca a inauguraciones de restaurantes? ¿Ni a estrenos de teatro?

– No -respondió él, tajante-. Odio esas cosas. Nací sin el gen de la diplomacia, aunque estoy seguro de que no hace falta que te lo diga.

– ¿Por qué? -preguntó Lisa, disimulando.

– ¡Bah! Tengo muy mala leche.

– Conmigo nunca la has empleado -dijo ella, lo cual no significaba que no se hubiera fijado en sus berrinches.

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