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– ¿No? -dijo Dylan, esperanzado, y con una pizca de curiosidad.

– Decorar el salón no es un síntoma de depresión. Bueno, al menos no que yo sepa. No le cuesta levantarse de la cama, ¿verdad? Ni te ha dicho que le gustaría estar muerta, ¿no?

– No. -Dylan sacudió la cabeza-. No, qué va. Nada de eso.

Aunque lo de su madre no había empezado de aquel modo. Había sido una cosa gradual. Ashling se trasladó contra su voluntad al pasado y volvió a ser una niña de nueve años, la edad que tenía cuando se dio cuenta de que algo no acababa de funcionar. Estaban de vacaciones en Kerry y su padre, que contemplaba la espléndida puesta de sol, comentó:

– Un hermoso final para un hermoso día, ¿verdad, Monica?

Monica, con la vista al frente, respondió con gravedad:

– Menos mal que se pone el sol. Estoy deseando irme a la cama.

– Pero si ha sido un día perfecto -repuso Mike-. Ha hecho sol, hemos jugado en la playa…

Monica se limitó a repetir:

– Estoy deseando irme a la cama.

Ashling dejó de pelearse con Janet y Owen; se sentía excluida e inquieta. Se suponía que los padres no tenían sentimientos; al menos, no sentimientos de aquel tipo. Podían quejarse cuando no hacías los deberes o no te acababas la cena, pero no se les permitía sentirse desgraciados.

Pasadas las dos semanas de vacaciones volvieron a casa, y su madre, que era joven, guapa y feliz, se transformó de la noche a la mañana en una mujer callada y triste, y dejó de teñirse el pelo. Y lloraba. Lloraba constantemente, en silencio, dejando que las lágrimas resbalaran por sus mejillas.

– ¿Qué te pasa? -le preguntaba Mike una y otra vez-. Pero ¿qué te pasa?

– ¿Qué te pasa, mamá? -le preguntaba Ashling-. ¿Te duele la barriga?

– Me duele el alma -susurraba ella.

– Tómate un par de aspirinas infantiles -decía Ashling, repitiendo lo que su madre le decía a ella cuando le dolía algo.

Las desgracias de los demás hundían a Monica. Pasó tres días llorando por culpa del hambre que asolaba África. Pero cuando Ashling llegó a casa para darle la buena noticia (que a ella le había transmitido la madre de Clodagh) de que ya habían empezado a mandarles comida, Monica rompió a llorar por un recién nacido al que habían encontrado abandonado en una caja de cartón. «Pobre criatura -se lamentaba entre sollozos-. Pobre criatura indefensa.»

Mientras su madre lloraba, su padre sonreía por los dos. Sonreía mucho. Se pasaba la vida sonriendo. Tenía un trabajo importante que lo mantenía muy ocupado. Eso era lo que todo el mundo le decía a Ashling: «Tu padre tiene un trabajo muy importante y está muy ocupado». Era vendedor y tenía que viajar: de Limerick a Cork, de Cavan a Donegal; parecían las aventuras de los fenianos. Tan ocupado estaba y tan importante era su trabajo que muchas veces estaba fuera de casa de lunes a viernes. Ashling estaba orgullosa de su padre. Los padres de todas sus amigas volvían a casa a las cinco y media cada tarde, y ella se sentía superior y pensaba que aquellos padres debían de tener trabajos insulsos.

Entonces llegaba el fin de semana, y su padre se pasaba el día sonriendo, sonriendo y sonriendo.

– ¿Qué podemos hacer hoy? -decía dando una palmada y mirando, radiante, a su familia.

– ¿Qué más me da? -murmuraba Monica-. Me estoy muriendo por dentro.

– Vaya, qué tontería. ¿No se te ocurre nada más divertido? -bromeaba él.

Luego miraba a Ashling, sonreía y decía, como si ambos compartieran un secreto:

– Tu madre tiene temperamento artístico.

Su madre siempre había escrito poesía. Incluso le habían publicado un poema en una antología, cuando Ashling era muy pequeña, y desde que empezaran los llantos y la tristeza, escribía mucho más. Ashling sabía lo que eran los poemas: hermosas palabras rimadas sobre atardeceres y flores, generalmente narcisos. Pero un día, instigada por Clodagh, leyeron a hurtadillas algunos poemas de Monica, y Ashling se quedó horrorizada. Sintió una profunda angustia, y solo daba gracias por una cosa: porque Clodagh apenas sabía leer.

Los poemas no rimaban, el número de sílabas de los versos era irregular; pero lo peor, lo que más confusión le causó, fueron las palabras tomadas individualmente. En los poemas de Monica Kennedy no había flores, sino palabras extrañas, brutales, que Ashling tardó mucho tiempo en descifrar:

Vivo en un silencio suturado.
Mi sangre es negra.
Soy cristales rotos,
soy acero herrumbrado,
soy el castigo y el delito.

Ashling regresó al presente y se encontró frente a Dylan, que la miraba con interés y consternación.

– ¿Te encuentras bien? -le preguntó.

Ella asintió.

– Creí que te había dado algo.

– Estoy bien -insistió Ashling-. Clodagh no habrá empezado a escribir poesía, ¿verdad? -Se esforzó por sonreír.

– ¿Poesía? ¡Qué va! -Dylan chascó la lengua, como si acabara de darse cuenta de lo tonto que había sido-. Así que si se pone a escribir poemas puedo empezar a preocuparme, ¿no?

– Bueno, pero de momento no te preocupes. Seguramente lo único que le pasa es que está cansada y necesita un respiro. ¿No podrías preparar algo agradable? Llevártela de vacaciones para que se anime un poco, o algo así.

«Otra vez», pensó, resentida. No le hacía demasiada gracia que Dylan le pidiera consejo a ella sobre cómo hacerle la vida aún más agradable a Clodagh.

– Ahora no puedo tomarme vacaciones -explicó Dylan.

– Pues… llévala a cenar a un restaurante de lujo.

– Clodagh no se fía de las niñeras.

– ¿Por qué? ¿Qué les pasa a las niñeras?

Dylan rió, un tanto abochornado.

– Le da miedo eso de los abusos deshonestos. O que peguen a los niños. La verdad es que a mí también me preocupa, a veces.

– Ostras, ya no saben qué inventar para que la gente se preocupe. No sé, buscad a alguien de confianza. ¿No podríais dejárselos a tu madre?

– ¿A mi madre? -Dylan hizo un mohín, disimulando su alarma-. Verás, no creo que fuera muy buena idea…

Ashling asintió. Dylan tenía razón. Las únicas ocasiones en que Clodagh y su suegra se miraban a la cara era cuando discutían abiertamente (por lo general sobre la mejor forma de ocuparse de Dylan y de los hijos de Dylan).

– Y la madre de Clodagh está casi inmovilizada por la artritis -añadió Dylan-. No podría con los niños.

– Si quieres, yo puedo haceros de niñera -se ofreció Ashling.

– ¿El fin de semana? ¿Una joven sin compromiso como tú?

Ashling vaciló y dijo:

– Sí… sí -repitió, con más firmeza y tono ligeramente desafiante-. ¿Por qué no?

Si estaba ocupada de verdad, aumentarían las probabilidades de que Marcus Valentina la llamara.

– Eres genial. -Dylan se enderezó, y agregó-: Gracias, Ashling, eres un amor. Reservaré una mesa para el sábado por la noche. A ver si encuentro sitio en L'Oeuf.

Claro, pensó Ashling, ¿dónde si no? L'Oeuf era el no va más de los restaurantes elegantes de Dublín. Tenía ese toque de distinción único de los establecimientos que nunca pasan de moda, aunque no sirvieran cocina asiática ni cocina irlandesa moderna. Los platos eran tan exquisitos que te hacían llorar. Y los precios también.

– Tu madre ya está mejor, ¿verdad? -Dylan quiso reparar la torpeza de haber sacado aquel tema a colación.

«Mejor» era un concepto relativo, y de todos modos no siempre lo estaba, pero para complacer a Dylan, Ashling asintió y dijo:

– Sí, sí. Ya está mejor.

– Eres una chica estupenda, Ashling -dijo Dylan al despedirse.

«Sí -pensó ella con amargura-. ¿Verdad que sí?»

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