– Esto está pero que muy bien -murmuró satisfecho.
Luego la empujó otra vez a la cama.
Aquel sujeto se quitó la corbata y la camisa dejando al descubierto un ancho pecho de deportista, sin pelo. Linda lo pudo ver ahora con más detenimiento. Era guapo. No pudo evitar el pensamiento de que en otras circunstancias quizá le habría gustado hacer el amor con el muchacho. Él continuaba desnudándose. Los pantalones, los calzoncillos, y descubrió su sexo erguido. Se acercó a ella y quitándole los panties le abrió las piernas con las manos. Ella no opuso resistencia.
La penetró con los dedos diciéndole:
– Vamos, cariñito, debes mojarte un poquito más.
Se separó de ella, dejándola allí, abierta, y se puso un preservativo. Linda se sintió aliviada, preguntándose por qué aquella consideración; pero su temor volvió al pensar que lo que aquel tipo pretendía era evitar rastros genéticos en ella que pudieran servir de prueba. El hombre le apartó el vello y los labios con la mano y la penetró. Linda volvió la cara para evitar tenerla junto a la de él. Desde aquel lado veía al otro tipo, que puesto de pie y fumando un cigarrillo contemplaba interesado la acción. Cerró los ojos para no verlo. A pesar del lubricante del preservativo, el roce era doloroso. La tenía cogida por las nalgas y la sacudía con fuerza, pero por suerte parecía que Danny terminaría pronto. Y así fue; al cabo de pocos minutos aquel individuo terminó.
Linda se quedó inmóvil en aquella postura, con los ojos cerrados. Se sentía más humillada que herida físicamente, pero sobre todo sentía crecer en ella una extraña combinación de odio y miedo.
– Lo has hecho bien, putilla -oyó decir a Danny-. Ahora se lo tienes que hacer igual de bien a mi amigo. Y te aviso que él es más exigente.
Abrió los ojos y vio al otro, que venía hacia ella. Se había quitado la parte inferior de sus vestidos y puesto un preservativo. Conservaba la camisa y la corbata. Sin ningún preámbulo la penetró. Pesaba mucho más que el joven. Estuvo penetrándola unos minutos mientras ella sentía que su asco crecía. Olía a tabaco y alcohol. Luego sin llegar al orgasmo el tipo salió.
– Gírate -le dijo.
Como Linda no se movió, le soltó un bofetón. Pronto Linda se encontró boca abajo, con el hombre penetrándola de nuevo y jugando con sus pechos con las manos.
Pareció cansarse y trató de penetrarla por el ano. El intento fue muy doloroso, y ella quiso sacudirse al hombre de encima. Se encontró con la navaja en el cuello y la voz de Danny, que le decía:
– Quedamos en que serías buena con mi amigo, ¿no? Venga, no lo estropees ahora que se acaba. No querrás que nos enfademos, ¿verdad?
Linda se quedó quieta. Sobrevivir. Debía sobrevivir. El hombre estaba hurgando en su ano con los dedos y lo intentó de nuevo. ¡Qué dolor! El dolor espiritual era quizá mayor que el físico. ¡Qué humillación! Si podía salir de aquello con vida, esos individuos lo pagarían muy caro.
– Con cuidado, no rompas el condón -le decía Danny al otro.
El tipo lo intentaba una y otra vez, y Linda sintió algo en su cuerpo rompiéndose cuando al fin el individuo lo consiguió. El hombre empezó a moverse hacia dentro y hacia fuera. El dolor era terrible. Linda gritaba con todas sus fuerzas pero la mordaza le impedía proferir un sonido. Se estaba clavando las uñas en la palma de las manos. El tipo paró un momento y le introdujo los dedos en la vagina. Apretando con los dedos por un lado y el pene por el otro hacia su interior, repetía el movimiento. Al cabo de un dolor interminable el tipo eyaculó. Linda quedó desmadejada encima de la cama. El dolor continuaba, pero tan suave en comparación a antes que no parecía dolor. El joven la giró, dejándola boca arriba.
– Buena chica. Te has portado bien, cariñito. ¿Sabes lo que me gusta después de hacer el amor? -No esperó respuesta, ya que Linda continuaba amordazada-. Pues fumar un cigarrito y charlar un poco. Ya ves; no soy uno de esos egoístas que luego de quedarse satisfechos se duermen sin hablar un ratito con su chica. ¿Quieres un cigarrito? -preguntó arrancándole de un tirón la mordaza de la boca. Linda negó con la cabeza-. Yo sí. -Y sacando un cigarrillo de la cajetilla se lo puso en la boca y lo encendió.
– Vamos, Danny, me he portado muy bien -dijo Linda suplicante-. Y me habéis hecho mucho daño. Dejadme ya. En la caja fuerte tengo unos cuatrocientos dólares en efectivo y algunas joyas. Llevaos también las tarjetas de crédito. Dejadme aquí atada y luego, al encontraros lejos y a salvo, llamáis al hotel para que me liberen. -Danny la miraba sonriente-. Encima de diversión, dinero. ¿Qué más queréis?
– Buena idea. Dame la combinación de la caja fuerte.
Ella lo hizo, y el otro tipo, que ya se había vestido, abrió la caja y empezó a vaciar su contenido.
– Esto ha estado bien, cariño, pero no hemos hablado aún suficiente. Hablemos. ¿Cuál es el código de acceso de tu ordenador portátil?
Linda se sobresaltó. Aquellos tipos querían más que robarle o sexo. Vio cómo el grueso se dirigía al ordenador, colocado encima de una mesita, y lo conectaba.
– Pero ¿qué queréis? -preguntó muy asustada.
– Contesta, bonita, ¿cuál es el código de acceso a tu PC? ¿Cual el del e-mail?
Quieren datos de la Corporación, se dijo Linda. Danny se libro del preservativo, que colocó en una bolsa junto al papel con el que se había limpiado. Vistió sus calzoncillos y abriendo las piernas de Linda, que colgaban fuera de la cama, se colocó en medio, amenazador. Chupando el cigarrillo y mostrándoselo le dijo:
– Contesta.
Linda le dio los códigos, y el otro empezó a manipular el PC.
– Bueno. Por el momento lo estás haciendo bien. Ahora dime, ¿a quién informas en la secta de los cátaros?
– ¿De qué me hablas? -Linda estaba aterrorizada pero intentaba disimularlo-. ¿Quiénes son los cátaros?
Danny le puso de nuevo la cinta adhesiva en la boca y chupando el cigarrillo a fondo apretó suavemente, para evitar que se apagara, la punta encendida sobre el pezón derecho de la chica. Linda sintió cómo su espina dorsal se arqueaba mientras un tremendo dolor se expandía por todo el pecho y luego el cuerpo. Gritó como jamás lo había hecho, pero ningún sonido pudo salir de su boca. Cuando el dolor le permitió pensar, tuvo la absoluta seguridad de que iba a morir aquella noche. Ojalá fuera pronto. La ventana estaba demasiado lejos para sus fuerzas.
Empezó a rezar.
– Padre nuestro, que estás en los cielos…
SÁBADO
43
Jaime avanzó sintiendo en sus pies descalzos el frío contacto de las losas que cubrían el suelo y el roce ligero de la túnica sobre su cuerpo desnudo. Se encontraba en la sala del tapiz con Karen a su derecha y Kevin a su izquierda, y al contrario de la primera vez, en la que había acudido con curiosidad y divertido por el exotismo de la situación, ahora estaba muy tenso.
Su corazón latía aceleradamente y sentía un nudo en el estómago. ¡Quería vivir de nuevo aquella extraña vida! Quería sentirla. Quería comprobar su irreal realidad. La vez anterior estaba desprevenido; fue como una diversión de sábado por la mañana alternativa a salir a navegar. Pero ahora era distinto y deseaba repetir la experiencia a toda costa.
Al otro lado de la vieja mesa de madera y del extraño cáliz Dubois, impresionante con su túnica, pelo y barba blancos, parecía no haberse dado cuenta de su entrada en la habitación. Tenía las manos juntas y oraba en murmullos con los ojos cerrados. Y así, inmóviles y de pie se quedaron esperando a que Dubois hablara, pero éste parecía sumido en su interior y en la oración.
La olorosa combustión de las bujías colmaba el olfato, y Jaime miró hacia la pared del fondo. La sólida roca. La cueva. Un rito del mundo subterráneo, de viejos hechiceros. ¿Brujería?