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VIERNES

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– Lo siento, jefe. -Las condolencias de Laura parecían fingidas-. Quizá esas gentes no te caigan bien, pero debes contestarles. Conmigo ya no quieren hablar. -Con una pequeña reverencia le puso la lista de llamadas pendientes en la mano y, al salir del despacho, le presionó-. Dime con quién quieres hablar primero.

Pero a Jaime no le inquietaban las llamadas a devolver ni ningún otro asunto urgente. Sólo había un tema que ocupaba su pensamiento. Sólo una urgencia. Sólo una llamada pendiente. Y ésta era a Karen.

Era ya viernes, y para fingir que meditaba la respuesta al compromiso que ella le pedía no la había llamado desde su encuentro en Ricardo's el miércoles noche.

Pero quiso hablarle pronto en la mañana y, al no encontrarla, empezó a preocuparse. Dejó recado en su oficina y en el buzón de voz de su teléfono móvil. Al no saber de ella, después de comer bajó al Departamento Legal. La zona estaba casi desierta, pero un abogado que trabajaba con su PC le dijo que no había visto a Karen en toda la mañana. No; no sabía cuándo regresaba a la oficina. Su asistente estaría comiendo. Jaime dejó un post-it pegado en la mesa de Karen. «Señorita Jansen, llámeme. Urgente. Jaime Berenguer.»

La tarde continuó tensa, lenta, agobiante. El teléfono era un instrumento de tortura. Dolía cuando estaba mudo, hacía saltar el corazón cuando sonaba, dolía más cuando la voz no era la querida. La calle se llenaba de oscuridades y las sombras se encaramaban por los edificios de enfrente persiguiendo al sol. ¡Dios! ¿Y si ella no le llamaba y no la podía ver aquel fin de semana? Sólo el pensamiento de la catástrofe era devastador. Jaime ya no podía permanecer sentado. ¡Otra vez el teléfono!

– ¿Señor Berenguer?

– ¡Karen! -Jaime sintió un alivio inconfesable.

– La misma. ¿Deseaba usted hablar conmigo?

– He intentado localizarte todo el día. ¿Dónde estabas?

– Defendiendo los intereses de la Corporación ahí fuera, en el campo de batalla. Y tú ¿qué has hecho?

– Pensar en ti.

– La Corporación no le paga para eso, señor vicepresidente. ¿Y qué pensabas?

– Que quiero asistir a la reunión de esta tarde con tus amigos. Si la invitación sigue en pie.

– Sigue en pie. ¡No sabes cuánto me alegro!

– Pero tengo una pregunta.

– No. Ahora no, Jaime. El teléfono no es bueno para eso. Y tampoco los mensajes depositados encima de la mesa. Te espero en mi casa a las siete.

El teléfono sonó como si Karen lo hubiera besado, luego un chasquido y se quedó mudo; había colgado. Pero a él no le importó lo más mínimo. Sentía un beso cálido en su mejilla. Ahora la tarde era maravillosa, radiante, espléndida.

Jaime no sabía adónde irían, ni en qué lío se iba a meter a partir de las siete; se dijo que no le importaba lo más mínimo. Iría a donde fuera. Aunque fuera al mismísimo infierno. Pero con Karen.

29

Era un edificio en Whilshire Boulevard; estucado en blanco, de tamaño medio, dos plantas de altura y un poco sucio por el tiempo y la contaminación. Jaime se dijo que podría haber sido igualmente un centro médico o las oficinas de una compañía de seguros. Karen giró a la derecha desde el bulevar introduciendo su coche en la zona de aparcamiento al lado del edificio.

– Ya hemos llegado -dijo sonriendo al quitar la llave del contacto.

Una vez fuera del coche, tomó la mano a Jaime y con paso tranquilo, como de paseo, lo condujo hasta la entrada. En la pared, al lado de una puerta doble de cristal ahumado que no permitía ver el interior, había una discreta placa de bronce donde se leía «Club Cristiano Cátaro».

Entraron empujando una de las hojas de la puerta y Jaime se encontró con un área de recepción de lo más corriente, le recordaba la recepción de su dentista. Unos sofás, una mesita central con varias revistas, plantas de decoración y unos cuadros de marco sencillo con imágenes de lejanos castillos encaramados en rocas escarpadas.

Detrás del mostrador una mujer de unos cincuenta años, con gafas y sonriente les saludó.

– Buenas tardes. Hola, Karen.

– Buenas tardes, Rose. -Con una gran sonrisa automática Karen le devolvió el saludo-. ¿Cómo estás? Tenemos cita con Dubois.

– Bien, muchas gracias. Sí, sé que te está esperando. Pasa, por favor.

– Rose, te presento a Jaime. Jaime, ésta es Rose.

Ambos se mostraron encantados. Karen no dio mucho tiempo a los formalismos, cogió a Jaime de nuevo por la mano y lo llevó hacia una de las puertas.

– Hasta luego, Rose.

Karen lo condujo por un pasillo, golpeó levemente la puerta de uno de los despachos, la abrió sin esperar respuesta, y entró saludando:

– Buenas tardes.

En un extremo de la habitación había una mesa de escritorio y, en el centro, una mesita con sofás y sillones. Dos hombres se levantaron al verlos; eran Peter Dubois y Kevin Kepler.

– Buenas tardes, Karen. ¿Cómo está usted, Berenguer? -Dubois les dio la bienvenida con una sonrisa que suavizaba su dura mirada. Tendió la mano a Jaime, y éste la estrechó.

– Muy bien, gracias, Dubois. ¿Y usted?

– Excelente -contestó mientras Karen saludaba a Kepler con un beso en la mejilla-. Ya conoce usted al señor Kepler.

– Sí, nos conocimos en el bosque.

– Un placer verle de nuevo, Berenguer -dijo Kepler mientras ambos se estrechaban la mano.

– Sentémonos y hablemos de lo que le trae a nuestro club. -Dubois acompañó su invitación con un gesto.

– Karen dice que le gustaría pertenecer a nuestro grupo. -Kepler lo abordó tan pronto como se acomodaron-. ¿Por qué?

– Bien, su discurso del bosque me pareció muy interesante. -Jaime hablaba con lentitud, mirándolos alternativamente. No esperaba aquello; se sentía como cuando iba a la búsqueda de su primer empleo y lo entrevistaban. No estaba preparado para un examen, pero deseaba aquel «empleo» y temía perder a Karen si lo rechazaban. Y no la perdería. Era la razón que le traía allí. La única. Aunque no pensaba confesarla-. En realidad -continuó-, podría aceptar mucho de lo que se dijo y, aunque me cuesta creer algún punto, mantengo una actitud positiva.

– ¿Qué le cuesta creer? -inquirió Kepler. Su expresión era seria, al contrario que Dubois, que mantenía la sonrisa, pero con una mirada de ojos escrutadores.

– Lo de la memoria genética. O los recuerdos de anteriores reencarnaciones, como luego Karen aclaró. Es fascinante, una bonita historia que me gustaría fuera cierta. Pero mi razón me impide creerla.

– ¿Querría intentarlo? -preguntó Dubois.

– ¿Intentar recuerdos de vidas anteriores?

– Efectivamente.

– ¡Estaría encantado!

– Se trata de un rito de fase avanzada -objetó Kepler-. Podría ser prematuro.

– Cierto -confirmó Dubois-. En realidad es frecuente que se intente y que el individuo no experimente nada; podría frustrarse mucho si acude a la ceremonia con grandes expectativas.

– Peter -intervino Karen-, creo que Jaime está preparado.

– Coincido con Karen -convino Dubois dirigiéndose a Kepler-. Y si el señor Berenguer está dispuesto a seguir nuestras reglas y códigos, debiéramos darle la oportunidad lo antes posible. Mañana sábado.

– Bien -aceptó Kepler-. Vosotros lo conocéis mejor que yo. También conocéis los riesgos. Si con todo ello queréis seguir adelante, que sea mañana.

– ¿Qué me dice, Berenguer? -interrogó Dubois-. ¿Está dispuesto a seguir adelante y aceptar lo que comporta integrarse en nuestro grupo?

– Deseo vivir la experiencia -confirmó Jaime, que tenía la impresión de estar aprobando el examen-. Karen me habló de algunas de las normas de su grupo y estoy dispuesto a asumirlas.

– Ya aprenderá los detalles -intervino Kepler-, pero básicamente son tres puntos: primero, no comentar a nadie lo que vea, oiga o hable con nosotros; segundo, ayudar con todos los medios a su alcance a los hermanos y a los objetivos del grupo, y tercero, obligarse a una obediencia razonablemente estricta a sus líderes.

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