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¿Era una sonrisa de invitación o un simple saludo? ¿O quizá se reía de su camisa manchada de café? Deseó tener algo en sus manos, una copa o un cigarrillo. Pero había dejado de fumar cinco años atrás.

– ¡Bienvenido, hermanito! ¿Cómo te va? ¡Qué gusto verte de nuevo! -Ricardo apareció detrás del mostrador, sonriente y secándose las manos con un paño blanco.

Los dos hombres se estrecharon con fuerza ambas manos por encima de la barra.

– Bien, ¿y tú?

– Bien, hombre, pero con malas noticias para ti. -Ricardo mostraba grandes dientes blancos bajo su recto y poblado bigote negro.

– ¿Cómo?

– Sí -dijo bajando la voz al tiempo que hacía un gesto con la cabeza en dirección a la chica-. La rubita estará acompañada. ¡Chin, mano! Lo siento. -Sus ojos brillaban con malicia.

Jaime se sintió más aliviado que apenado, como si su amigo le hubiera solucionado un dilema.

– Ricardo, debes promocionar mejor tu maldito local entre las señoritas solitarias.

– ¡Sí, señor! Voy a hacer lo posible. ¿Cubalibre?

– No, hoy no. Tráeme un brandy.

Mientras Ricardo se alejaba, Jaime giró en dirección a la pista. Las dos muchachas movían las caderas al ritmo cálido de la música. Detuvo la mirada en el sensual movimiento de curvas y empezó a seguir el ritmo con los pies.

El hombre, vestido con chaqueta y corbata, bailaba erguido con movimientos austeros y dirigiendo su mirada y sonrisa alternativamente a ambas mujeres.

Más allá la rubia recibía con un largo beso en la boca a un muchacho moreno. Al finalizar el beso lanzó una nueva mirada y media sonrisa a Jaime antes de empezar a hablar con el chico.

Jaime se giró hacia la barra buscando a Ricardo con la vista.

– Mierda, ¿dónde se ha metido? -murmuró entre dientes. Sus pies habían perdido el ritmo de la música.

Pero allí apareció Ricardo con unas copas, la botella de brandy y su sonrisa.

– ¡Eh, Jaime! ¿Qué le pasó a tu camisa?

– El café, esta mañana.

– ¡Bonita mancha, amigo! -Ricardo tenía poco trabajo y ganas de hablar-. Cuéntame cómo le hiciste para ensuciarte así la camisa sin manchar tu elegante corbata de al menos ochenta dólares.

– El día que tú me cuentes cómo mantienes el bigote tan negro a pesar de tu edad.

– Bien, hombre, ¿cómo está tu hija? -Ricardo desvió la conversación-. ¿Qué edad tiene ya?

– Jenny tiene ocho niños. Está muy bien. La veré este fin de semana.

– ¿Continúa Delores con el gringo?

– Sí, y el gringo es un buen hombre. Trata muy bien a la niña.

– Bueno, pero nunca entenderé cómo una mujer tan hermosa puede tener el mal gusto de irse con un tipo como ése. Perdona, ahora vuelvo.

Con su mejor sonrisa, Ricardo se fue a atender al chico que continuaba hablando animadamente con la rubia.

Sí, Delores y él venían frecuentemente aquí cuando estaban enamorados. Parecía haber pasado tanto tiempo que le resultaba difícil pensar qué ocurrió en esta vida. Había conocido a bastantes mujeres en los últimos años, pero no logró sentir aquello por ninguna. La vida es corta, se dijo, y por eso los juramentos eternos tienen un plazo aún más corto.

– Mis amigos de la policía me contaron que hubo una explosión donde trabajas, en la Torre Blanca, pero no lo he podido ver en la tele. -Ricardo interrumpió sus pensamientos.

– Sí, y un pez gordo voló por una ventana.

– Bueno, entonces quizá fuera un gran pajarraco. -Ricardo rió-. O quizá un pez volador.

– Muy gracioso, Ricardo. El hombre no era un mal tipo.

– Bien, lo siento. ¿Qué te pasa? Estás bastante chingado.

– Hay días mejores y otros peores, eso es todo.

– ¡Vamos, hombre! -dijo Ricardo sirviendo un brandy a ambos-. Un cubano de pura cepa como tú no se raja por tontadas. Sean tiros o bombas.

– No es eso. O al menos es sólo una parte. A veces te aburre lo que haces. No ves que vayas a ningún lugar, pasan los años y te das cuenta de que has dejado por el camino lo mejor de ti mismo.

– ¡Pero si estás hecho un jovencito!

– Treinta y nueve, amigo. Pero no es eso. ¿Dónde está aquello con lo que yo soñaba a los diecinueve? ¿Te acuerdas de cómo veíamos tú y yo la vida a los veinte? El mundo era romántico y estaba lleno de ideales.

– ¡Pero qué mala onda traes hoy, Jaime! ¡Pero si te has convertido en un exitoso alto ejecutivo de una de las mayores corporaciones de América! Manejas un gran coche de importación, tienes tu velero en Newport y si vives en un departamento en lugar de en una casa es porque quieres. ¿Qué más puede pedir un hispano en América? ¿Quieres ser el presidente del país? ¿Es eso lo que deseas?

– No. Ni quiero eso y tampoco quiero lo que tengo. Un yuppie. Me he convertido en un yuppie y, para mayor desgracia, cuando los yuppies ya están pasados de moda.

– Ahora me dirás que añoras tu tiempo de flores, pelo largo y guitarra, cuando andábamos sucios y con hambre. Éramos unos hippies de mierda.

– Sí, lo añoro. Pero no añoro tanto la estética como la ética. ¿Dónde están el idealismo, la poesía, la búsqueda de la libertad? Me niego a aceptar que todo lo compre el dólar. Que llegue el final y seamos sólo una cuenta bancaria a repartir.

– Jaime, no hay más brandy para ti -le dijo muy serio Ricardo llevándose la botella-. Te sienta mal.

9

Paró como en otras ocasiones en Roco, hamburguesería casera regentada por una familia griega, donde se podía comer una de las hamburguesas americanas más auténticas. Pidió ensalada, patatas fritas y, cómo no, hamburguesa y cerveza.

Su humor no había mejorado mucho en el trayecto desde Ricardo's y, como no tenía mucho apetito, se dedicó a contemplar al resto de comensales. Varias mesas estaban ocupadas por jóvenes, quizá se preparaban para una fiesta. Bromeaban y reían. Unas parejas de mediana edad y tres mesas de un solo comensal. Dos hombres y una mujer cercana a la treintena componían el club de los solitarios.

¿Qué finalidad buscarían en su vida? ¿Sobrevivir lo mejor posible? ¿Qué ilusiones tendrían? ¿Cómo saberlo con el muro que les separaba? Podría llamar a Mary-Anne y contarle cómo se sentía. Estaban saliendo, sin mucho entusiasmo, desde hacía unas semanas, pero era una relación superficial, vacía. No le apetecía abrirse tanto con ella. Aún no. Debería ir a algún lugar, buscar alguien nuevo con quien poder comunicarse, compartir su angustia, relacionarse. Intentarlo.

Pero no; decidió ir a casa sin terminar la comida. Hoy no lo intentaría. Una noche de más o de menos en una vida no tenía mayor importancia.

Un pensamiento le asaltó. ¿Y si fuera la noche en que estaba destinado a conocer a esa persona maravillosa, ese lugar inolvidable o vivir esa experiencia única?

Sacudiendo la cabeza, se dijo que no había demasiadas probabilidades.

– Tiempo sin verte, amiga -le dijo con una sonrisa a una guitarra clásica, en bastante buen estado, que recuperó del fondo de un armario.

Desde el ventanal del salón podía ver la calle. Más allá las luces de un restaurante mejicano en una construcción de estilo español. A pesar de la oscuridad adivinaba el bonito jardín.

Y aún más allá sabía que estaba el océano.

Afinó su guitarra y ensayó unos acordes. Era su máquina personal del tiempo.

Y fue, poco a poco, viajando a un tiempo pasado de ilusiones, ideales de libertad y esperanzas conforme los viejos acordes venían a su mente. Tarareó un poco, tomó un sorbo de brandy y empezó a cantar suavemente para sí mismo: The answer my friend is blowing in the wind. The answer is blowing in the wind.

Era un tiempo en que existían motivos para luchar. Continuó cantando y tomando brandy. A través de su ventana fue capaz de distinguir una estrella que ganó su propia guerra a la oscuridad de la noche y a las luces de la ciudad.

– ¡Bienvenida, bonita!

Le dedicó una canción. Poco a poco se dio cuenta de que tenía un público de estrellas. Bellas, frías e inmutables. ¿Cuánta gente y en cuántos lugares verían las mismas estrellas?

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