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– ¿Continúa decidido a seguir adelante? -preguntó Andersen mirándolo suspicaz-. ¿Se atreve?

– Por supuesto -contestó Jaime con aparente tranquilidad, pero supo que las horas, antes del inicio de la batalla final, estaban contadas.

Aquella noche velaría de nuevo sus armas antes del juicio de Dios.

LUNES

89

La secretaria no había llegado todavía, y Jaime entró en el despacho sin llamar. Andersen se encontraba de pie contemplando las brumas del exterior a través de su ventana.

– ¿Preparado? -preguntó sin más preámbulos al ver a Jaime. Parecía con prisa.

– Sí.

– Pues vamos a ello, y suerte.

Esperaron en los ascensores un tiempo interminable observados por el guarda de seguridad. White acostumbraba llegar pronto en la mañana y tenía su despacho muy cerca; encontrarse con él sería muy violento. Jaime no pensaba darle explicación alguna, y su jefe se pondría en alerta.

El ascensor llegó vacío, Andersen aplicó su tarjeta contra el sensor y al aparecer la señal verde pulsó el botón de la planta trigésimo segunda.

En pocos segundos llegaron y Jaime supo que ya no podía volver atrás. No le importó. No tenía ninguna intención de retroceder. La suerte estaba echada.

Gutierres, con un traje impecable y expresión seria, les esperaba en el área de recepción.

– Buenos días, señor Andersen. -Saludó dándole la mano-. Buenos días, señor Berenguer -le dijo a Jaime repitiendo la misma operación-. ¿Me permite su maletín, por favor?

Fue entonces cuando Jaime advirtió la fuerza con la que había aferrado todo el tiempo aquel portafolios. Allí estaba la información depurada, las pruebas por las que Linda había pagado con su vida y por las que asesinaron al creyente cátaro. Sin duda los Guardianes estarían dispuestos a cometer muchos más crímenes con tal que el maletín no llegara a su destino.

– Pasen, por favor -dijo Gutierres indicándoles con un gesto la dirección de una puerta-detector de metales tipo aeropuerto.

Cumplidos los trámites de seguridad, Gutierres les condujo al salón de conferencias situado en el ala norte del edificio. Una lujosa mesa de caoba y sillas a juego eran los únicos muebles de la estancia, que parecería austera a no ser por los cuadros que decoraban las paredes. Picasso, Matisse, Van Gogh, Miró, Gauguin y algún otro que no pudo identificar.

A Jaime le costaba contener su impaciencia y, luego de unos minutos de espera silenciosa, decidió levantarse para mirar por las ventanas. Pero en aquel lunes lluvioso y oscuro, incluso desde los dominios de Davis tan sólo se podía ver un mundo pequeño y gris.

– Buenos días, señores -dijo Davis con voz firme y, sin dar la mano a sus visitantes, se sentó frente a ellos.

Todos saludaron cortésmente. Gutierres se sentó a su lado y abrió una agenda. Davis no traía papel alguno.

– Andrew, será mejor que merezca la pena. Sabes que no me gusta perder tiempo. -Los ojos del viejo se veían apagados, sin brillo; tenía aspecto cansado.

– Sabes que respeto tu tiempo, pero este asunto requiere tu atención personal. ¿Conoces al señor Berenguer?

– Sí; está a las órdenes de White, ¿cierto?

– Así es.

– Andrew, esto no me gusta. Si vamos a hablar de auditoría, White debe estar aquí para escuchar, dar su versión y, si es necesario, defenderse. No quiero intrigas ni juegos políticos. Lo sabes de sobra. ¡Gus, avisa a White! -Ahora el viejo hablaba con energía y autoridad.

Jaime olvidó rápidamente el tamaño físico del hombre y su aspecto anciano. Era Davis la leyenda; el hombre de hierro que dirigía el conglomerado de empresas de comunicación más poderoso del mundo.

– Espera un momento, David, -lo detuvo Andersen con calma-. Escucha primero de qué se trata. Si pedí una cita urgente es porque el asunto es vital y debes oírlo sin White. Escucha ahora. Luego podrás confrontar a Berenguer y a White para que te aclaren lo que no entiendas.

– De acuerdo -dijo Davis luego de una pausa en la que pareció sopesar lo dicho por Andersen-. Adelante, Berenguer.

– Señor Davis. -Jaime empezó a hablar con voz pausada y firmeza-. Existe un grupo muy poderoso trabajando en secreto para controlar esta Corporación.

– Espero que tenga más novedades, Berenguer -cortó Davis esbozando una sonrisa sarcástica-. Conozco a varios grupos poderosos que intentan controlarnos desde hace mucho tiempo. Y mi juego favorito es evitar que lo consigan.

– Este grupo está muy introducido en la Corporación y algunos de sus afiliados ocupan puestos de mucha responsabilidad en la casa.

– Tampoco es nuevo. -Davis continuaba cortante-. ¿Va a contarme algo que no sepa?

– Se trata de una secta religiosa. -Jaime sentía el apremio de Davis, pero estaba preparado para disimularlo-. Pretende utilizar la Corporación para extender su doctrina fundamentalista e intolerante. -Hizo una pausa, comprobando que Davis y Gutierres escuchaban ahora con atención-. El asesinato del señor Kurth y la persona que usted designe como su sucesor en los estudios Eagle son claves en su estrategia, y el candidato de la secta es, creo, el que tiene mejores posibilidades para el puesto. Si esa gente logra controlar las presidencias claves, con sólo librarse de usted controlarían la Corporación.

– ¿Está diciendo que Cochrane, el vicepresidente de los estudios Eagle, pertenece a esa secta? -Ahora a Davis le brillaban los ojos y todo rastro de cansancio había desaparecido de su faz.

Jaime vaciló ante la pregunta, que implicaba una acusación directa. Miró a Andersen, y éste no dijo nada pero hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

– Creemos que es una posibilidad.

– ¿Cree, dice? -Davis elevó la voz-. ¿Viene a decirme que sospecha la implicación de uno de los máximos ejecutivos de esta Corporación en el asesinato de Steven Kurth, y que sólo lo cree? Tendrá usted pruebas, espero.

– No acuso a nadie; todavía. Al menos no de asesinato. Permítame exponer lo que conozco, luego veremos lo que puedo probar.

El viejo no respondió, pero lo miraba con sus ojos oscuros emitiendo destellos de acero. Jaime se sentía como si hubiera salvado un primer escollo. A su lado, Gutierres lo contemplaba inexpresivo; no hacía nada para intimidar, pero su aspecto recordaba al de un guerrero arcaico listo para, a un gesto de su jefe, saltar por encima de la mesa, arrancarle el corazón y ofrecérselo, cual antiguo Dios, a Davis.

Ante el silencio, Jaime continuó.

– El objetivo de la secta, como he dicho, es el control de la Corporación, y…

– ¿A qué secta se refiere? ¿A los cátaros? -quiso saber el viejo.

Jaime sintió la pregunta golpeándole como un bofetón. ¿Qué sabía Davis de los cátaros?

– No. Estoy hablando de los Guardianes del Templo. Son una rama fundamentalista de una religión bien implantada en este país. Durante años han sustraído grandes cantidades de dinero de la Corporación, cargando sobrecostos a la producción de un buen número de películas y series televisivas. Dinero que luego invierten en la compra de acciones de la sociedad.

– ¿Nos han robado? -Ahora la expresión de Davis era de una escandalizada incredulidad-. ¿Cómo han podido escapar a nuestros sistemas de control?

– Mediante un acuerdo previo entre ejecutivos de auditoría y ejecutivos encargados de contratar compras. La secta y sus afiliados poseen un entramado de varias compañías que proveen de materiales y servicios para la producción de películas. -Y Jaime le contó los detalles.

– El asunto es grave, y usted auditor -afirmó Davis con dureza al final de la explicación-. Sabe que debe probar lo dicho. ¡Quiero las pruebas ahora!

Jaime colocó, con calma, su maletín encima de la mesa y, disfrutando del momento, empezó a extender los dossiers.

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