– Estoy dispuesto a asumirlos, siempre que se trate de una obediencia razonable.
– Entonces, mañana hará un juramento solemne, Berenguer. -Dubois habló lentamente-. Y recuerde que no hay camino de regreso. -Ya no sonreía, y su rostro parecía distinto, el de otra persona; Jaime sintió un escalofrío. ¿A quién le recordaba?-. Medítelo esta noche. Si mañana se siente indeciso, no hay problema. El rito puede esperar y usted podría integrase en nuestro grupo, aunque en un nivel de menor compromiso. Piénselo y, de no sentirse preparado, espere.
Jaime miró a Karen. Ésta le hizo un gesto afirmativo.
– Si cambia de opinión, dígaselo a Karen por la mañana -advirtió Kepler-. Si no, nos veremos a las once. Piénselo. Debe estar seguro.
– Te invito a cenar en casa -dijo Karen a la salida.
Jaime notó la cálida y suave mano de ella y se sintió muy feliz.
Pero profunda e inoportuna, aquella voz en su interior repitió de nuevo el presagio.
SÁBADO
30
Jaime vestía una túnica blanca, y la salita le recordaba a las usadas para desnudarse antes de una sesión de rayos X. Pocos eran capaces de rememorar vidas anteriores la primera vez, le dijeron, y se sentía expectante, aunque aprensivo por el extraño ritual y por la forma en que había llegado hasta allí.
– Luego te lo explico todo -le había dicho Karen.
Se despertó en la mañana con el contacto cálido del cuerpo de ella en el lecho, y desayunaron entre risas en la cocina, bañada ya por los rayos del sol. Luego Karen condujo su coche hasta la zona de aparcamientos de un centro comercial y justo al entrar le dijo:
– Debes ponerte estas gafas. No te extrañes si no ves nada; es su propósito.
Eran unas gafas de sol que cubrían los laterales. Cuando Jaime se las puso comprobó que, en efecto, no veía nada.
– ¿A qué viene este teatro, Karen?
– Confía en mí. Más adelante lo entenderás, ahora sólo confía en mí.
A Jaime no le quedaba otra alternativa. Notó cómo Karen maniobraba el coche en el interior del aparcamiento, cómo finalmente aparcaba y cómo abría la portezuela de su lado.
– No te muevas ni toques las gafas, por favor -le advirtió antes de bajar.
Lo condujo a otro coche cercano sentándolo en la parte trasera.
– Buenos días, Berenguer. -Reconoció la voz de Kepler-. ¿Está disfrutando de nuestra pequeña sesión de misterio?
– Lo intento, Kepler, lo intento.
Karen se sentó a su lado tomando sus manos entre las suyas, y el coche se puso en movimiento. Al final del trayecto, que, duró casi una hora, Jaime notaba curvas y pendientes. Debían de estar en una zona montañosa. Al detenerse supo que la puerta automática de un garaje se abría. Recorrieron pasillos, bajaron por una estrecha escalera y cuando pudo quitarse las gafas, se encontraba en la salita.
– Te estás portando muy bien -le dijo Karen con el tono que se usa para hablar con los niños pequeños-. Ahora quítate toda la ropa y los zapatos y ponte esta túnica. No te muevas hasta que te venga a buscar.
A los cinco minutos, Karen apareció descalza y también en túnica blanca. Al cogerlo de la mano, Jaime aprovechó la ocasión para palpar a su amiga a través de la prenda, comprobando, para su regocijo, que también ella estaba desnuda bajo la fina tela. Hizo un gesto para levantar la túnica y ella se zafó.
– Ya basta, éste no es el momento -le advirtió apuntándole con el dedo índice en el pecho y frunciendo el ceño-. Compórtate con respeto. Esto es muy serio e importante para nosotros y también lo será, espero, para ti. No me hagas quedar en ridículo.
Jaime no podía evitar ver el lado cómico de la situación, pero pensó que sería mejor seguir la corriente a Karen, si no quería exponerse a males mayores.
– De acuerdo, seré un buen chico.
Ella lo condujo por un breve pasillo, apenas iluminado, y abriendo una puerta apartó unas pesadas colgaduras. Era una habitación de regulares dimensiones, donde grandes cortinajes de color granate oscuro cubrían los lados y la parte trasera ocultando puertas y posibles ventanas.
La pared del fondo estaba excavada en la roca, y Jaime sintió que se hallaban en algún lugar bajo tierra.
Un tapiz de unos tres por dos metros, protegido por un cristal, destacaba en el muro de roca y la única luz eléctrica de la estancia se proyectaba con suavidad sobre la tela.
Sobre una sólida mesa de madera descansaban un cáliz dorado, con piedras verdes y rojas incrustadas, y cuatro bujías cuyas llamas desprendían fumarolas de un extraño perfume.
La mirada de Jaime se vio atraída de inmediato por el tapiz.
Parecía antiguo, muy antiguo. Los colores estaban desvaídos, y un mundo de personajes de distintos tamaños y una expresividad primitiva, pero impactante, parecía moverse y vivir dentro del lienzo.
Una gran herradura, en profusión de hilos de oro y plata, brillaba a la luz y ocupaba la parte central del tapiz.
Sobre la herradura un Pantocrátor -el Cristo-Dios, en posición de rey y señor, del arte románico-, representado por una figura con ropajes reales, ojos muy abiertos y expresión seria, dominaba el conjunto. Tenía barba y las cejas arqueadas. Su gesto era estático, miraba de frente, estaba sentado en una silla-trono y toda su imagen se contenía dentro de una forma ovalada. La mano derecha, elevada en bendición y la izquierda sosteniendo un libro.
Transmitía sensación de serena majestad. Sobre la corona, que rodeaba la cabeza con haces en forma de cruz, la letra griega omega, la última del alfabeto. En la simbología medieval indicaba el final de los tiempos y el juicio a los hombres. Fuera del óvalo dos ángeles adorando a la divinidad.
Bajo la herradura otra figura de disposición y tamaño semejantes, también sentada en una silla-trono, pero completamente inédita para los conocimientos que Jaime tenía del románico. En lugar de bendecir la mano derecha sujetaba una espada enarbolada. La mano izquierda reposaba en su regazo con la palma hacia arriba, y sobre ella había dos pequeñas figuras humanas desnudas. ¿Adán y Eva?
La cabeza estaba rodeaba por una corona con haces de llamas y el rostro era severo, de color encendido. Esa figura era un poco más pequeña, pero simétrica a la anterior, y el óvalo era más oscuro y con pequeñas llamas rodeándolo. Encima de la corona, la letra griega alfa daba idea del principio. La creación.
Un personaje, más pequeño que los anteriores, destacaba en la parte derecha. Era un Cristo cubierto con larga bata, con los brazos en cruz, aunque sin la cruz. En el mismo lado estaban representados animales salvajes, labradores trabajando, comerciantes y, en la parte superior, monjes. Todo en aquel sorprendente arte, primitivo pero de gran expresividad.
En el lado izquierdo de la herradura aparecía un animal semejante a un dragón, con cuernos y siete ojos, que estrangulaba con su larga cola a un hombre. ¿Sería el Anticristo? Encima del monstruo la figura de un diablo con cuernos y orejas de cabra, y largas unas en manos y pies. Era de color casi negro y sostenía en su mano a un hombre mucho más pequeño. Una lengua puntiaguda y roja parecía lamer la figura humana.
Monstruos marinos, ejércitos en lucha, ciudades en llamas y hombres y mujeres quemando en hogueras completaban la zona izquierda. Jaime estaba fascinado por la belleza y el movimiento que aquellas figuras primitivas contenían.
Entonces Peter Dubois apareció de entre los cortinajes, situándose al otro lado de la mesa. Karen y Kepler se colocaron a los lados de Jaime. Todos vestían túnicas blancas e iban descalzos.
Sin más preámbulos Dubois empezó a declamar en tono ceremonial y voz alta:
– ¿Quién desea ser iniciado en el segundo grado de nuestra fe?
– Jaime Berenguer -contestó con tono más bajo Karen.