Encontrar un momento para sí mismo, sin teléfono, reuniones o un quehacer urgente, y mirar a través de las ventanas era un lujo que se permitía con poca frecuencia.
Una mañana radiante, se dijo. Y para colmo de venturas el calorcillo del sol y del café. ¿Qué más necesito para redescubrir la belleza que existe fuera de estos muros de vidrio, acero y mármol?
Pero algo iba mal.
Tenía todos los motivos para sentirse eufórico y feliz. ¿De dónde salía, pues, ese sabor amargo? ¿Era su vida personal? Seguramente.
En el bulevar, el movimiento de vehículos alrededor del centro comercial crecía con un suave ronroneo, y en el cielo unas nubecillas perezosas se desplazaban sobre un azul intenso.
– Tan lentas como mis pensamientos -murmuró siguiéndolas con la vista y admirando su blanco brillante al tiempo que levantaba la taza en busca de otro reconfortante sorbo de café.
De pronto ocurrió. Un fuerte temblor estremeció el edificio.
Jaime sintió el corazón en la garganta y el café en la camisa. Sus pensamientos empezaron a sucederse a tal velocidad que tuvo la sensación de que el tiempo se había detenido. El ruido siguiente pareció engullirlo todo.
¡Dios mío, un terremoto! ¡Un gran terremoto! Volvió la vista en busca de refugio en la habitación. Los cristales vibraban violentamente.
El edificio está preparado, aguantará, tiene que aguantar. ¡Los cristales!
Maldijo su elegante mesa de vidrio de diseño y deseó ardientemente una sólida mesa de madera bajo la cual encontrar seguridad cuando las ventanas se rompieran.
Inició un paso hacia el centro de la habitación, mientras los libros caían de las estanterías del armario. ¡También de cristal!
Su mirada encontró los arbolitos densamente poblados de hojas verdes que decoraban la sala. En su loco temblor perdían hojas.
De repente todo paró. Y como si el mundo se hubiera detenido en su giro, se hizo el silencio.
¡No puede ser un terremoto! ¡Demasiado corto!
Algo atrajo su mirada a las ventanas.
Una lluvia de cristales, brillando alegres al sol, caía en el exterior. Una sombra cruzó.
¡Dios, es un cuerpo! ¡Es un hombre!
Creyó haber visto un pantalón gris y una camisa. ¿Blanca?
Se acercó con reparos a la ventana de cristales ahora quietos y silenciosos. El ángulo de visión y la altura le impedían ver qué ocurría abajo.
Afuera flotaban como a cámara lenta un sinfín de papeles.
Las nubes estaban en el mismo lugar, y él continuaba con la taza de café en la mano.
Lentamente apareció el sonido. Primero eran murmullos, luego gritos lejanos. Ahora sirenas.
Jaime dejó la taza de café sobre la maldita mesa de diseño cristalino y se dirigió a la puerta.
– ¡Laura! ¿Estás bien?
6
El grupo se dirigió hacia la zona central del edificio cruzando la puerta de una de las escaleras de emergencia. Algunos empleados salían de los despachos preguntándose qué había ocurrido. No se veía a White.
– Definitivamente no es un terremoto -comentó Karen a Dana, que la seguía vacilante.
Al llegar a la zona de los ascensores, algunos parpadeaban sus luces anunciando su llegada, y un guarda de seguridad hablaba por su teléfono móvil. La lujosa moqueta se encontraba cubierta de papeles y algunos cascotes de yeso. De uno de los ascensores salió Nick Moore, el jefe de seguridad del edificio, acompañado por un guarda portando un extintor. De otro ascensor salieron un par más.
– ¡Una explosión en el ala norte! -les gritó Moore-. ¡Seguidme! ¡Jim, consigue otro extintor!
Y los cinco corrieron en la dirección contraria a la del grupo.
Los despachos de White y de Steven Kurth, el presidente de la Eagle Motion Pictures y el hombre más poderoso de la Davis Communications después del propio Davis, estaban ubicados en el extremo norte.
Los ascensores parpadearon de nuevo, y apareció un pretoriano, que, sujetando del brazo a uno de los guardas recién llegados en otro ascensor, preguntó:
– ¿Qué ha ocurrido?
– Una explosión ha destrozado el ala norte del piso.
El pretoriano se puso a hablar por su móvil, mientras el guarda se incorporaba a sus compañeros.
La mayoría de los del grupo de Karen se detuvo al llegar allí, dudando entre la huida o la satisfacción de su curiosidad. Extrañamente las alarmas de evacuación no habían sonado aún y los ascensores continuaban funcionando. Karen se dijo que la explosión debía de haber destruido los sensores de alarma.
Andersen se lanzó detrás de los guardas, y Karen siguió a su jefe. «Hay una escalera de seguridad más adelante», se dijo.
Conforme avanzaban, más cascotes y papeles cubrían los suelos. Los pósters originales de algunas de las películas más famosas de la historia del cine que, lujosamente enmarcados, adornaban el corredor estaban inclinados o caídos.
La planta al final del pasillo tenía un aspecto desolador, distinto por completo de como Karen recordaba la zona. Excepto el extremo nordeste del piso, donde aún se alzaban algunas paredes, el resto estaba arrasado. Los despachos de White y Kurth ya no existían.
A la altura de la vista quedaba una enorme área diáfana, y en el suelo se amontonaban mesas, sillas, restos de armarios, escombros y papeles, muchos papeles.
Karen notó que faltaban los cristales tintados de la esquina noroeste y que el sol parecía mucho más agresivo que de costumbre. Allí ocurrió. En el despacho de Steven Kurth.
El falso techo había desaparecido, descubriendo la estructura interior del edificio. Los cables colgaban, y desde varios puntos del techo caían grandes chorros de agua, seguramente del sistema antiincendios.
Un sonido de sirenas empezó a llegar desde la calle.
Moore recuperaba, junto a dos guardas, un cuerpo de los escombros. Otro guarda pedía ayuda médica por teléfono y los demás removían los restos buscando víctimas.
Karen reconoció a la mujer que sacaban de entre un armario caído y una mesa.
– ¡Sara! -gritó acercándose a ella. Tenía el pelo lleno de polvo y una herida en la frente que sangraba. Moore le tomaba el pulso.
– Sara, ¿cómo está? -preguntaba Andersen.
La mujer entreabrió los ojos y los cerró de nuevo.
– El señor Kurth -dijo a media voz, esforzándose-. El señor Kurth está en su despacho.
– Ya no hay despacho -dijo Andersen alzando la vista hacia donde unos minutos antes se alzaba la lujosa oficina del segundo ejecutivo más poderoso de la Corporación.
Allí, en una zona extrañamente limpia de cascotes, de espaldas y alzando su amplio cuerpo contra el sol que entraba a raudales por la apertura provocada por la explosión, estaba Charles White.
– Hay que encontrar a Kurth -gritó Andersen a los que buscaban entre los escombros.
White se giró lentamente, apartándose del lado de la calle, y dio varios pasos hacia lo que había sido el centro del despacho.
– No hace falta que busquen a Kurth. -Su vozarrón se impuso al revuelo de los que se afanaban, y todos se detuvieron para mirarle-. Lo he encontrado. -White hizo una pausa-. Está treinta y un pisos más abajo, en la calle. -Y añadió-: Que Dios se apiade de su alma.
Sara sollozó, y varios corrieron a mirar hacia abajo a través de los ventanales rotos. Las sirenas se oían más fuerte.
– ¡Oh, Dios mío! -Oyó exclamar Karen a su espalda-. ¡Señor Kurth!
Volvió la cabeza y vio a Dana, que finalmente se había decidido a ver lo ocurrido. La tomó de un brazo como para consolarla y luego la miró. Los ojos azul intenso de Karen brillaban más que de costumbre cuando le dijo:
– El príncipe ha muerto. -Lanzó una mirada resentida en dirección a White, que continuaba alzando su mole en el centro de lo que había sido el despacho del difunto, como cazador fotografiado sobre la pieza cobrada-. Y ése quiere su corona -murmuró entre dientes.