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Karen llamó al viejo, que acudió a la mesa.

– Ha revivido usted la batalla de Muret casi exactamente como la cuenta la historia. -Dubois continuaba sonriente-. Es asombrosa la exactitud de sus recuerdos.

– Miguel murió conmigo, pero ¿qué le ocurrió a mi amigo Hug?

– Hug, siguiendo las órdenes del rey, abandonó el campo de batalla. Su escudero y sus hombres lograron ponerle a salvo, lo llevaron a Tolosa, pero estaba muy malherido y murió dos días después.

Salvo un pequeño pesar, Jaime no sintió ninguna otra emoción; Ricardo estaba vivito y lleno de salud. Al revivir la batalla experimentó las emociones con una intensidad cruel, pero ahora aquello se le antojaba una historia antigua.

– ¿Qué pasó con el resto de mis caballeros?

– Murieron prácticamente todos. Rodeados de enemigos, se dejaron matar uno tras otro haciendo círculo para defender el cuerpo del rey. Luego los cruzados desnudaron los cadáveres para quedarse con joyas, ropas y armas. Cuando Simón de Montfort llegó para ver al rey, éste yacía desnudo con varias heridas, pero una, en el costado, era mortal de necesidad. Lo pudieron reconocer por su gran estatura. Dicen que el jefe cruzado lloró al ver al rey en tal estado.

»El resto del ejército se derrumbó al morir Pedro y huyó abandonando a los caballeros de la mesnada real que defendían el cadáver de su señor. El conde de Tolosa, Ramón VI, yo (lo siento), no llegó siquiera a salir con sus caballeros al combate. Su hijo Ramón VII, que lo presenció a distancia, recordaba: "El ruido era como el de un bosque de árboles abatidos a golpes de hacha." El conde de Tolosa se retiró con su hijo a su ciudad, de donde huyó rumbo al exilio poco después ante el avance de los cruzados. Perdió y ganó varias veces el condado, demostrando ser un maestro de la intriga y la política, aunque no un gran guerrero. Finalmente, muchos años después, su hijo Ramón VII recuperó definitivamente Tolosa, pero ya como vasallo del rey francés.

– ¿Qué pasó con el hijo del rey Pedro? ¿Continuó la guerra de su padre?

– No. Jaime I tenía cinco años cuando Pedro murió. Pocos meses antes se había quedado también huérfano de madre al morir María de Montpellier en Roma y fue puesto bajo la tutela del maestre de los templarios del reino de Aragón. Con un reino lleno de deudas, menor de edad y agradecido al Papa que ayudó a liberarlo de Simón de Montfort, Jaime renunció a sus derechos sobre Occitania obedeciendo al Papa y dejó el campo libre a la corona francesa.

»Jaime I dijo de Pedro II, su padre: "Si perdió su vida en Muret, fue a causa de su propia locura. Sin embargo fue fiel a su estirpe venciendo o muriendo en la batalla." A pesar de renunciar a Occitania, el nuevo rey de Aragón se distinguió militarmente conquistando los reinos de Valencia y Mallorca a los moros y estableciendo las bases para un imperio mediterráneo que posteriormente, con sus sucesores, se consolidó en Cerdeña, Sicilia y Nápoles, llegando incluso a establecer dominios en Grecia.

– ¿Y qué ocurrió con el jefe cruzado?

– Simón de Montfort murió en uno de sus intentos de capturar Tolosa cuando unas muchachas tolosanas, defendiéndose con una pequeña catapulta, le aplastaron el cráneo con una piedra. Su hijo Amauric no supo consolidar lo conseguido por el padre y finalmente tuvo que retirarse a Francia.

– ¿Y Corba? ¿Qué pasó con Corba?

– Yo respondo a eso -dijo Karen-. Corba se refugió en Tolosa, donde tenía a su familia, que estando vinculada al conde lo siguió en su destierro. Profesaban la fe cátara.

»No le faltaron pretendientes a la dama Corba; no sólo era apreciada por su físico y su inteligencia, sino que el haber sido la dama del rey Pedro la colocaba por encima del resto de damas. Al cabo de unos años se casó con un noble, Ramón Perelha, y tuvieron varios hijos. Ramón era el señor del pueblo de Montsegur y rendía vasallaje a Esclaramonda de Foix, hermana del conde de Foix que participó en la batalla de Muret. Esclaramonda era una Buena Mujer y mandó fortificar Montsegur para proteger a los cátaros que huían de la Inquisición. Ramón Perelha cuidó de Corba hasta la muerte de ésta, que aconteció a principios de 1244 en la toma de Montsegur. La historia oficial cuenta que al no querer renunciar a su fe, la Inquisición la quemó en la hoguera junto con doscientos catorce creyentes más. Pero no es cierto; mis recuerdos son distintos. Corba se arrojó desde lo alto de las murallas a una hoguera para morir libre.

– Lo sé -dijo Jaime-. Es lo que me contaste.

– Sí. Pero aún no lo sabes todo.

El tono usado por Karen lo alarmó.

– ¿Hay algo más? -Jaime se sentía ahora inquieto.

– Sí. Pude reconocer a mi esposo de aquel tiempo. -Karen hizo una pausa-. Y él me reconoció a mí. Tú sabes quién es.

Como si de un relámpago se tratara, una certeza fatal iluminó la mente de Jaime.

– ¡Kevin!

– Sí.

Trabajar el resto del sábado en Montsegur, luego de la revelación sobre Kevin, se convirtió en una tortura para Jaime. Era insoportable ver la cara y ademanes, de hombre querido por las mujeres, de su rival. Aquella permanente visión del guapo y el conocimiento de su papel en la historia pasada le hacían dudar, aún más, de poder retener a Karen; en consecuencia, su amor por ella tomaba la intensidad desesperada que sólo el sentimiento anticipado de pérdida puede producir.

Advirtió, para su consuelo, que Kevin no ofrecía un aspecto más feliz que el suyo; trabajaba silencioso, taciturno, y parecía soportar peor que él la forzada convivencia en el gran salón de Montsegur.

Karen se mostraba discreta en presencia de los demás, pero a solas en la cocina o en el jardín le expresaba a Jaime que su cariño era sólo para él, para nadie más. Jaime sentía entonces un placer infinito; placer que duraba justo hasta que volvía a ver la cara de Kevin.

DOMINGO

88

Decidieron relajar un poco la tensión que crecía conforme se acercaba el lunes. Todo estaría listo entonces, y Jaime debería encontrar la forma de acceder a Davis sin alertar a nadie de la secta. No era fácil, pero estaba seguro de conseguirlo.

Por la mañana recogieron a Jenny, la hija de Jaime, y los tres fueron a navegar para luego almorzar en uno de los restaurantes marineros de New Port.

Karen y Jenny congeniaron, y la mañana fue estupenda. En la tarde, una vez que dejaron a la niña con su madre, se dirigieron a Montsegur, donde a Jaime le esperaba una sorpresa.

– Buenas tardes, Berenguer, me alegro de verlo.

Allí estaba Andrew Andersen, el presidente de Asuntos Legales de la Corporación.

Superado el asombro inicial, Jaime le saludó mientras pensaba con rapidez: ¡Claro! Una de las piezas que faltaban en el rompecabezas. Andersen era creyente cátaro y quizá máximo responsable y cerebro de la trama que haría caer a los Guardianes y ascendería a los cátaros. Jaime había intuido la existencia de un cátaro con mucho poder en la empresa; por eso Douglas, aun siendo un importante guardián, fue despedido a pesar del apoyo de los altos directivos. Alguien debió de influir en Davis para contrarrestar la presión política de los Guardianes, y Andersen estaba en la posición correcta. También debió de ser él quien alertó a Karen del asesinato de Linda, ya que, como jefe legal de la compañía, sería el primero al que la policía avisara.

Jaime observó con curiosidad el atildado aspecto de deportista náutico de Andersen. Así que éste era el gran jefe cátaro escondido. El que, oculto, movía los hilos. Sorprendente.

– Tenemos cita con Davis mañana a las nueve; le prometí al viejo información muy relevante -anunció Andersen con tono resuelto-. Disponemos de algunas horas para ensayar la presentación.

– Muy bien, ensayemos -dijo Jaime. Se sentía confortado; el presidente de Asuntos Legales era un aliado formidable, y el acceso a Davis estaba ya resuelto.

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