75
La estancia se encontraba tenuemente iluminada por el fuego que ardía en la chimenea y por dos lámparas de mesa. Al principio Jaime creyó que no había nadie en el gran salón.
Luego vio ropa esparcida por el suelo, por encima de un sofá y de uno de los sillones. Unos zapatos de mujer. Una blusa. Un sujetador, unas bragas. ¡Y unos pantalones de hombre!
Buscó con la mirada y vio, medio iluminados por la luz del fuego y de las lámparas, dos cuerpos desnudos, uno encima del otro en un tresillo. ¡Hacían el amor!
Quedó paralizado por la sorpresa; era lo último que esperaba encontrarse. La pareja no se había apercibido aún de su presencia, y Jaime no podía verles la cara desde donde se encontraba, pero el hombre lucía melena oscura y la mujer pelo rubio. Sintió como si un puño de hierro le apretara el estómago y los intestinos. El hombre la penetraba con lentitud, jadeando de pasión. Jaime se sintió ridículo con el revólver apuntando; bajó su brazo y entonces la alarma empezó a sonar. Era un tono bajo y zumbón, sólo para alertar al interior de la casa.
Habían pasado unos segundos escasos, pero a Jaime le parecieron horas. El hombre se incorporó ligeramente y, al girarse hacia la puerta secreta, su mirada se cruzó con la de Jaime. ¡Era Kevin Kepler! ¡Dios mío, que no sea lo que me temo! ¡No! ¡Por favor que no sea; que no sea ella!
La mujer echó la cabeza hacia atrás mirando también en dirección a la puerta, y Jaime vio un brillo extraño en los ojos que tanto amaba. ¡Karen! La mirada de uno quedó clavada en la del otro en un segundo que a Jaime le pareció una eternidad de infierno.
Karen empujó a Kevin de encima separando su unión y se giró en el sofá dándole la espalda y acurrucándose en posición fetal. El fuego de la chimenea y la tenue luz iluminaban el oro de sus cabellos, la blanca piel de su espalda y la redondez de sus caderas y nalgas. Jaime sintió el mundo hundiéndose alrededor. Kevin se había quedado de pie, completamente desnudo, mirándole, con su pene aún indecentemente erguido. No hizo ningún movimiento para cubrirse con la ropa esparcida por el suelo.
– Jaime, qué inoportuno. No te esperábamos. -Su voz sonaba confiada, arrogante, y su cara dibujaba una sonrisa de triunfo.
Jaime se quedó mudo. Por un brevísimo momento le pasó por la mente pedir disculpas por la interrupción. Lo rechazó de inmediato. Aquel hombre que le miraba con sonrisa cínica le estaba robando. Le estaba robando lo que más quería en el mundo. Le robaba a Karen y, con ella, también le arrebataba sus ilusiones, su futuro, su nueva vida. Sintió una oleada de sangre que le subía a la cabeza. Allí estaba el maldito con su asqueroso miembro elevado, brillante a la luz de las lámparas, todavía húmedo, como quien enarbola un trofeo de victoria.
– Gracias por la visita -continuó Kevin ante su silencio-, pero por hoy la sesión de trabajo ha terminado ya y todos los demás se han ido. Si no te importa, vuelve mañana; ahora molestas.
– ¡Hijoputa! -La expresión le salió a Jaime de las entrañas. ¿Cómo se atrevía a hablarle así? Sentía cómo el odio le hacía hervir la sangre y cómo su brazo derecho se levantaba, apuntando con su revólver al centro de la frente de aquel miserable. La sonrisa triunfal de Kevin se quebró ligeramente, pero continuo allí. Jaime tuvo la absoluta seguridad de que le dispararía. Pero había algo que odiaba mucho más que aquella sonrisa arrogante de vencedor. Apuntó al pene. Y con cierto regocijo comprobó que ya no estaba tan erguido como hacía un momento. Deseó que Kevin tuviera miedo, mucho miedo, que sufriera sólo un poco de lo que él estaba sufriendo, antes de recibir los disparos en el sexo. Que sufriera. Y que doliera, que le doliera mucho. Tanto como a él le dolía su corazón desgarrado.
– Jaime, déjalo -oyó, muy distante, la voz de Ricardo-. No le dispares. Te condenan a muerte si lo matas.
¿Qué importa?, pensó. Ya estoy muerto.
Y apretó el gatillo.
76
– Los americanos creemos mucho en Dios, poco en los hombres y nada en el estado. -Davis miró los reflejos ámbares y tostados que el reserva de malta puro, en vaso de cristal tallado, producía contra el fuego de la chimenea.
Gutierres se arrellanó en su sillón, tomó un sorbo de whisky, no dijo nada y esperó mirándolo con atención. Pequeño, arrugado, hundido en su enorme sillón de cuero, el viejo mantenía su mente aguda como cuchillo afilado, rápida como lengua de camaleón. Gus disfrutaba de aquellas sesiones donde ambos compartían soledad; miró las estanterías de nogal y caoba, cubiertas de libros difuminados en la penumbra de la sala, y se aprestó a saborear el momento junto con el malta. Sabía que Davis no esperaba su comentario, que sólo pensaba en voz alta, y por lo tanto guardó silencio.
– Casi el 90 por ciento creemos en Dios y casi el 75 estamos convencidos de que nuestros gobernantes son una pandilla de tramposos y conspiradores. En cambio en Europa creen poco en Dios y mucho en el estado; esperan que éste les solucione sus necesidades. Pero después de la caída de los regímenes comunistas, sumiendo en la miseria a los que confiaban en sus gobiernos, millones se sienten engañados, y la espiritualidad, la necesidad de creer en Dios, resurge con fuerza.
»Es lógico; cuando te das cuenta de que el estado ya no va a pagar a tus médicos y que no hay dinero para tu pensión de vejez, es cuando empiezas a rezar con fervor. -Los dientes de Davis brillaron en una corta sonrisa-. Y la desconfianza se traslada a la Europa occidental y a su estado de bienestar. El humanismo está naufragando en su propia cuna, Europa, y lo lamento, amigo Gus, lo lamento.
– No puedo creer que lamente de verdad la caída del comunismo. -El tono de Gutierres mostraba su sorpresa.
– En algo sí. Por una parte, porque nos quedamos sin enemigos, y sin ellos la vida es más aburrida; luego de muchos años de lucha, te encariñas con tu rival pero, claro, esto sólo ocurre cuando ganas o, a lo sumo, cuando empatas. -Davis declamaba con su vaso alzado-. Si durante muchos años te has definido como antialgo y pierdes ese algo, pierdes parte de ti mismo. Además, a mí siempre se me antojó la creencia socialista en el hombre, en oposición a Dios, como algo de un gran atractivo romántico. -Davis hizo una pausa y, ante el silencio de Gutierres, continuó-: El tiempo ha demostrado que estaban equivocados, pero es lógico, el hombre es imperfecto y Dios es perfecto por definición. Es una batalla desigual. Es difícil confiar ciegamente en el vecino al que ves cada día, y muy fácil confiar en un Dios al que no ves.
– No ocurre así con los cátaros. -Gutierres decidió retar la dialéctica de su jefe-. Ellos sí tienen un Dios imperfecto.
– ¡Ah, sí! Porque son maniqueos; dualistas, pero incompletos -repuso Davis, encantado de encontrar oposición a su discurso-. De ser dualistas plenos, con todas sus consecuencias, creerían que el principio del mal es tan poderoso como el del bien. Pero los maniqueos perfectos no pueden funcionar en este tiempo en que vivimos, donde el blanco y el negro son casi inexistentes y los grises dominan el mundo.
– Sí, es cierto. Los nuevos cátaros ya no llaman al antiguo Dios malo por su nombre, sino «principio creador» o «naturaleza» -confirmó el guardaespaldas.
– Claro, las nuevas religiones tienen que hacer buen márketing y, por lo que me has contado, ésta se ha adaptado bien a los nuevos tiempos y triunfará; al menos aquí, en California. ¡Cristianismo original y reencarnación! ¡La mejor combinación desde el descubrimiento del ron con Coca-Cola!
Davis quedó en silencio, mirando el contenido de su vaso como esperando encontrar dentro la respuesta. Gutierres paladeó su whisky, disfrutando del doble lenguaje cargado de intención del viejo.
– Dime, ¿qué más ha descubierto tu infiltrado en el Club Cátaro? -inquirió el viejo al rato.