– Vamos, Jaime, llegamos tarde -le cortó ella-. Y no nos van a esperar.
Jadeantes, soltando vapor por la boca al aire cristalino de la sierra y alegres, reanudaron el camino a paso rápido.
Al rato, tomando un caminito estrecho, llegaron a un claro entre los árboles más altos y allí se encontraron con unas cincuenta personas. El grupo charlaba, reía y tomaba café de varios termos gigantes. Mas allá se veían los todoterreno que sin duda habrían acarreado los suministros.
Karen fue recibida con numerosos y cálidos saludos, y empezó la sesión de presentaciones. A Jaime le ofrecieron un café, y un hombre llamado Tim le empezó a hablar sobre aquellos maravillosos árboles, mientras Karen entraba en una animadísima conversación con un grupo de tres mujeres que la acogieron con grandes muestras de entusiasmo y exclamaciones. Pasados unos minutos, Karen dejó de hablar y, acercándose a Jaime, le señaló a un hombre que, sentado y apoyado contra uno de los árboles, se dirigía a un grupo de unas diez personas que escuchaban con atención.
Era Peter Dubois, y parecía como si sólo hablara para los que estaban alrededor, pero en pocos momentos las conversaciones se apagaron y todo el grupo escuchaba.
– Es Peter, algunos le llaman «Perfecto» -le dijo Karen en voz baja-. Pero él prefiere que se le llame «Buen Hombre» o «Buen Cristiano». Así es como nosotros llamamos a los que tienen los conocimientos para enseñar y ayudar a los demás.
– A pesar de que alguno de estos gigantes que nos rodean tiene más de dos mil años, nuestra tradición es más antigua -decía Dubois-. Arranca de los tiempos bíblicos, pero casi la totalidad viene de las enseñanzas de Cristo, de la sabiduría del Cristianismo primero, del aprendido de la fuente original y transmitido en el Evangelio de san Juan. Las palabras de Cristo fueron mutiladas con el paso del tiempo, escondidas y censuradas por los que han usado la religión como una forma de someter al individuo. Somos depositarios directos de la herencia de los buenos cristianos. De aquellos que en el siglo XIII querían leer directamente de la Biblia y de los Evangelios para conocer la palabra primera y rechazaban las versiones oficiales. De los que no aceptaron los poderes y posesiones terrenales de la Iglesia por creerlos fuente de corrupción y de interpretación interesada de la palabra divina en favor de los poderosos de la tierra. De aquellos cristianos a los que los inquisidores católicos llamaron cátaros. De los que creían en la igualdad de la mujer frente al hombre y de unos hombres frente a los otros. De aquellos cristianos que creían en la reencarnación múltiple del individuo hasta que éste aprendía a vencer sus debilidades, venciendo así al Dios malo y al demonio.
Su voz se alzaba entre los árboles y subía al cielo. A Jaime, el bosque se le antojó una enorme catedral gótica. Dubois era un Predicador medieval. Estaban en otro tiempo, en otro lugar.
– Contra ellos se inventó la Inquisición y las Cruzadas de unos cristianos contra otros cristianos. Y fueron quemados en hogueras, exterminados. Sus posesiones fueron para otros. Sus patrias invadidas. La libertad murió entonces. Hará ochocientos años.
»Pero ellos sabían que volverían, y que serían mejores cuando volvieran, porque las almas evolucionan con el tiempo en su camino hacia la perfección.
»Nosotros somos sus descendientes espirituales y, aunque nuestras creencias hayan evolucionado, continuamos por su mismo camino.
»Amigos que os reunís con nosotros por primera vez, os invitamos a andar juntos el camino. El de la verdadera libertad. La libertad de la mente. Y la del espíritu.
Dubois calló, y por un momento el único discurso fue el del viento y los pájaros.
Luego otra voz se levantó en el claro. Era Kevin Kepler, al que Jaime no había visto antes. Estaba sentado a unos metros de Dubois.
– Lo que sí te pedimos es tu compromiso inmediato por la lucha hacia nuestro objetivo y la aceptación de nuestras normas. Y esa aceptación requiere una disciplina. Somos muchos y comprometidos. Tenemos algún poder ya, y el deber de usarlo para luchar por la libertad de la mayoría. Sí, por la libertad última, la libertad de pensamiento. Esa libertad se ve continuamente amenazada por grupos integristas de distintas tendencias que quieren imponer su creencia por la fuerza.
»A nosotros no nos importa qué religión defiendan, si siguen a Cristo, a Mahoma o a Confucio. Todos los que quieren imponer su credo como único válido, sin darle al individuo el derecho a comparar con ideas contrarias, son iguales, dañan a la persona robándole su libertad y retrasan su evolución hacia un ser mejor. -Kevin hizo una pausa y el grupo continuó silencioso-. Bienvenidos los que no nos conocíais; os invito a quedaros en nuestro grupo. Muchos lo haréis, porque los amigos que os invitaron saben que buscáis algo y que es muy probable que hoy lo encontréis. Si así es, estamos muy felices con vuestra llegada y os acogemos con alegría.
»Si no es así, también nos alegramos de que hayáis venido y os deseamos un feliz día de excursión. Sabed que cuando el camino de la vida os lleve a pensar de forma parecida a la nuestra, continuaréis siendo bienvenidos. -Hizo una pausa y sonrió-. No más sermones por hoy, sólo charlas de amigos. Y ahora, la comida.
23
– Ella miente, Andy -repitió Daniel Douglas.
– Puede ser, no dudo de tu palabra, pero ¿qué pruebas tienes?
– Andrew Andersen, el presidente de Asuntos Legales de la Corporación, sentado detrás de su mesa de escritorio, se apoyó en su sillón mientras alisaba su pelo rubio canoso con la mano.
El hombre vestía pantalón blanco, zapatos náuticos y jersey azul marino; parecía que iba o venía de una regata.
Al otro lado de la mesa, en pantalones vaqueros y jersey, se sentaban Douglas y Charles White, el presidente de Auditoría y Asuntos Corporativos.
La tercera silla, ahora vacía, había estado ocupada hasta unos minutos antes por Linda Americo.
Por alguna razón Andersen había querido poner su mesa como barrera, distanciándose de sus interlocutores, cuando generalmente usaba una mesa de cristal redonda situada en la otra sección de su despacho, donde las conversaciones tenían un aire más informal e igualitario.
– ¡Por favor, Andy! He trabajado para la Corporación, con total fidelidad, durante quince años. No ha habido ninguna queja de mí, ni en lo profesional ni en lo personal. -Douglas estaba sentado en el borde' de su silla y miraba alternativamente a los otros dos-. Al contrario, hasta el momento todo han sido elogios y ascensos, y desempeño mi trabajo como vicepresidente a total satisfacción de mi jefe. ¿No es así, Charles?
White asintió con la cabeza, pero no abrió la boca.
– Creo que merezco alguna credibilidad frente a esa chica, que no es más que jefe de Auditoría y que lleva poco tiempo en la Corporación. Es mi palabra frente a la suya.
– No importa lo que nosotros creamos, Daniel -dijo lentamente Andersen-. Lo que cuenta es lo que un jurado decidiría si Linda nos llevara a juicio. Y siempre le darían la razón a ella. No es como ella lo ha contado.
– Lo siento, no podemos permitir el escándalo de que la Corporación vaya a los tribunales por acoso sexual.
– Charles, dijiste que hablarías con Davis. Él conoce mi trabajo y mi fidelidad de todos estos años.
– Lo he hecho -dijo moviendo la cabeza negativamente.
– Quiero hablar personalmente con él.
– Ya está todo hablado -repuso Andersen-. Ha dado instrucciones muy claras. No quiere saber más y no te va a ver.
– ¿Qué quieres decir con eso? -La alarma sonaba en su voz.
– A estas alturas debieras saberlo tan bien como nosotros. -Andersen bajó la voz-. Tu relación con la Corporación ha terminado.
– ¿Así, sin más? Hace sólo tres días que Linda entró en tu despacho con esa historia y hoy, domingo, me echáis -exclamó subiendo la voz.