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– ¡Qué mala onda! Pero, bueno, todos somos idiotas a veces, Jaime. No siempre se puede ser el más listo. Ahora dime con toda sinceridad, ¿la quieres todavía?

Jaime temía que Ricardo le hiciera esa pregunta. Exploró su interior y respondió:

– Sí.

– Pues ve por ella. No dejes que ese tipo se la quede.

– ¿Cómo me dices eso, Ricardo? ¿Después de lo que me ha hecho?

– ¿Qué te ha hecho? ¿Acostarse con aquel tipo? Muy bien. Cuéntame, pues, qué hiciste tú con Marta. No hace falta que me expliques los detalles. Sólo dame una idea general.

– Sí, nos acostamos. Pero era distinto.

– ¿Cómo que era distinto? Cuéntame por qué. ¿O es que lo hicieron de pie en lugar de acostados?

– Yo no tenía ningún compromiso con Karen cuando me acosté con Marta.

– ¿Ah no? Yo creía que ya llevaban tiempo Karen y tú saliendo juntos.

– Sí, pero yo no me sentía comprometido.

– ¡Ah! No te sentías comprometido. ¿Le preguntaste a ella si se sentía comprometida?

– No. No sabía cómo consideraba ella lo nuestro.

– Bueno, entonces le contaste que te fuiste con Marta, ¿verdad?

– No. No se lo conté -respondió irritado-. Dime adónde diablos quieres ir a parar.

– Muy sencillo. Que lo que ha ocurrido con Karen y ese tipo es lo mismo que ocurrió con Marta y contigo. Están a mano.

– No; no es lo mismo.

– ¿Por qué no? ¿Porque tú sabes lo de ella y ella no sabe lo tuyo? Igual Karen pensaba contarte su aventura.

– No creo que me la contara.

– Igual es más honrada que tú. Pero no importa. Imagínate que no hubiéramos aparecido esta noche a través del pasadizo secreto como dos fantasmas a joderles la movida. -Ricardo soltó una carcajada-. Porque esos dos, después del susto, no habrán podido terminar. -Ricardo empezó a reírse con buen humor-. ¿Te imaginas que estás tú así, tan a gustito, y aparece un cabrón corriéndote a tiros? -Ricardo rompió a carcajadas.

Jaime no pudo menos que sonreír al imaginarlo tal como Ricardo lo contaba. Su amigo estaba convirtiendo la tragedia en comedia, tal como él había temido.

– Eres un cabronazo, Ricardo. Cómo se nota que esto me ocurre a mí, no a ti. Ríete comemierda, que este mundo da muchas vueltas.

– No, Jaime. A mí ya me han pasado cosas semejantes. Algunas la sabes y otras te las cuento luego y nos reímos. Pero a lo que iba. Imagínate que llegas hoy y no sabes nada de lo que pasó en la noche. ¿Continuarías loco por ella?

– Claro.

– Pues no seas tonto. Lo malo será si ella se quiere quedar con ese Kevin. Pero si la puedes recuperar, consíguela. No dejes que ese hijo de la chingada se la quede. Por eso se sonreía el tipo ese; Porque se creía que te la quitaba.

– Pero yo le dije que la amaba, Ricardo. Y me ha traicionado.

– No te ha traicionado, si nada te prometió. Nada es tuyo hasta que lo consigues. Pelea por ella, Jaime; pelea por ella si la quieres.

80

El sol entraba, a ratos, a través del ventanal con las cortinas a medio correr. Nubes y claros. Ya era la tarde cuando Jaime despertó. Miró el reloj. ¡Las cinco! Tenía hambre y fue al frigorífico. ¡Prácticamente vacío! Preparó tostadas, huevos, un zumo de naranja helado y un reconfortante café. ¿Qué había pasado? ¿No sería todo una pesadilla? ¿Una más de las que le habían asediado en la noche? ¡Ojalá lo fuese! Puso el contestador automático.

Un mensaje de Delores, su ex mujer, para que la llamara y acordar el fin de semana con su hija. Otro de su madre para saber cómo estaba. Lo cierto es que debía cuidar un poco más a la familia. Aquello lo estaba desquiciando. Varios recados de Laura. ¿Dónde estaba? Le buscaban en la oficina. Un mensaje de Ricardo; le decía que había recuperado el coche y que lo esperaba en el club para continuar su charla. Y finalmente uno de Dubois.

Buenos días señor Berenguer. Karen me ha contado lo que pasó ayer noche. Creo que será bueno que nos veamos. En su hamburguesería griega a las ocho. Me aseguraré de que no me sigan. Hasta luego.

– ¿No le ha ocurrido alguna vez que, al conocer a alguien, de pronto le cae bien o mal mientras que otros le son indiferentes? -le preguntó Dubois cuando Jaime se sentaba portando a la mesa comida para ambos. El hombre le miraba con sus ojos demasiado abiertos, demasiado fijos.

– Sí, me ha ocurrido.

– Dígame con franqueza, ¿me equivoco si afirmo que cuando me conoció le caí mal de inmediato?

– ¿A qué viene eso?

– Se lo explico, pero primero responda, por favor.

– Lo cierto es que no me cayó bien. ¿Cómo lo sabe? ¿Tanto se notó?

– No. Pero muchas veces la gente nos cruzamos una y otra vez en sucesivas vidas, y sin ser conscientes de ello hay algo en los otros que reconocemos. Y los odios y los amores se mantienen. Ésa es la explicación de por qué, en ocasiones, alguien nos cae mal sin que nos haya hecho nada para merecerlo. En esta vida, claro.

– Entonces, hemos coincidido con anterioridad.

– Por supuesto.

– ¿Qué me hizo usted en mi vida anterior para que le tenga ojeriza?

– ¿No me ha reconocido? -Dubois se le quedó mirando, acariciando su barba blanca con una sonrisa que suavizaba un poco la fijeza de ofidio de sus ojos.

– No.

– ¿Hasta dónde ha llegado en sus recuerdos, Berenguer?

– Justo salía con mis tropas para enfrentarme al ejército cruzado frente a las murallas de Muret.

– Entonces ya había tenido usted una fuerte discusión con uno de sus aliados.

– Sí.

– ¿Recuerda con quién?

– Ramón VI, conde de Tolosa.

Dubois no habló, pero mantuvo su mirada y su sonrisa.

– ¿Era usted? -El pensamiento asaltó de repente a Jaime.

– Fui yo.

Recordaba la discusión que ambos tuvieron justo antes de la batalla y cómo el otro se retiró indignado. Pedro despreciaba a Ramón VI por cobarde, y Ramón VI consideraba a Pedro un loco suicida.

– Sorprendente. -Jaime hilaba nuevos pensamientos y después de una pausa interrogó-: ¿No era el padre de Corba un cónsul de su ciudad de Tolosa?

– Sí. Era un buen amigo.

– Y usted lo envió como cónsul a Barcelona. Y de alguna forma envió Corba a Pedro.

– ¿Adónde quiere ir a parar?

– ¿Ha sido usted el que envió a Karen a que me enamorara?

La sonrisa de Dubois se amplió.

– Yo no tengo tanto poder. Me sobrestima. Karen le reconoció a usted en sus recuerdos de los tiempos de la Cruzada y fue por sí misma a buscarlo.

– ¿Seguro que era por eso? ¿Que era ése su único motivo? -preguntó Jaime, receloso, pero supo de inmediato cuán inútil era la pregunta-. Bien, pues ya debe de saber que se ha ido con otro.

– Karen me contó lo ocurrido. ¿Qué piensa hacer ahora, Berenguer?

– Enviar al cuerno a su secta cátara.

La expresión de Dubois no cambió.

– ¿Y dejará qué los Guardianes se salgan con la suya y dominen la Corporación? ¿Y que su jefe continúe encubriendo los fraudes?

– Eso ya no me incumbe.

– No lo creo. No va a dejar usted su ciclo abierto. Va a continuar con nosotros porque cree en lo que hacemos. Y porque es la continuación de una guerra que empezó hace siglos; usted estaba entonces a nuestro lado y lo está ahora.

Jaime no respondió. Dubois tenía razón. Aun sin Karen, no podría dejar aquello; estaba atrapado por su propia identidad, por el pasado y porque la guerra presente era ya para él algo personal.

– Además -continuó el hombre-, no va a dejar a Karen en peligro, ¿verdad? ¿Sabe que ayer asaltaron su apartamento?

– Sé que está en peligro, pero ya tiene quien la defienda.

– O sea, que se retira. Le cede Karen a su contrincante. ¿Es así?

– No. -Jaime pensó un momento-. No quisiera, pero Karen ya tiene edad para saber lo que hace y ya ha elegido.

– Quizá no haya elegido todavía.

– ¿A qué se refiere?

– A que aún tiene usted posibilidades.

73
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