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– Pero ¿qué dices, Karen?

– Sí, Jaime. En tus recuerdos del siglo XIII debías decidir a qué bando apoyar en la guerra y, aun queriendo evitar el conflicto, no podías quedarte neutral. Bien, ahora, en el siglo XX, la experiencia se repite. Hoy y ahora estás viviendo otra guerra; estás en medio de ella y no podrás evitarla.

Jaime miró fijamente a Karen. Estaba seria y lo miraba con ojos profundos y sinceros. El brillo pícaro y burlón de cuando estaba de buen humor había desaparecido. No bromeaba.

– Estás bromeando, ¿verdad, Karen? -No pudo evitar la pregunta.

– No, Jaime.

Miró alrededor; la luminosa paz de la tarde parecía envolverlo todo. Un pájaro cruzó el cielo y la brisa agitó las ramas altas de unos pinos y luego las de unos eucaliptos más distantes. Respiró hondo, como queriendo absorber la paz del momento.

Había intuido todo el tiempo que Karen escondía algo y sentía el peligro en ella. Ahora había llegado el momento en el que el peligro se concretaría y sintió, viva, real y en tiempo presente, la angustia que había sentido en el sueño de su vida anterior en la cueva del tapiz.

Presentía que Karen tenía razón y que no podría escapar aunque quisiera de lo que ahora vendría. Estaba atrapado.

Supo que la paz que lo rodeaba era sólo aparente, que era la calma antes de la tormenta. Y la tormenta llegaría. Muy pronto.

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– ¡Qué diablos! -exclamó Davis-. Este rancho es mi casa y en mi casa hago lo que me viene en gana.

Gutierres le había aconsejado limitar su habitual paseo a caballo a los alrededores del edificio principal hasta que encontraran a los autores del asesinato de Kurth; el rancho ocupaba muchas hectáreas y, a pesar de la vigilancia, un tirador podría infiltrarse a través de las vallas exteriores.

Ante la negativa de Davis, Gutierres extremó las precauciones. Adicionalmente a las cámaras de vídeo y los detectores infrarrojos colocados en los lugares estratégicos del perímetro en los que se basaba la vigilancia habitual, el cercado exterior del rancho fue revisado aquella misma mañana para comprobar que nadie había roto el vallado, y tres parejas de jinetes recorrieron la zona de paseo varias veces, desde el amanecer, en busca de intrusos.

Incluso ahora, Gutierres llevaba un rifle colgado de su silla, un revólver bajo la chaqueta y estaba comunicado por radioteléfono con otras dos parejas de jinetes que, fuertemente armados, los acompañaban a una distancia prudente.

Con su habitual tozudez, Davis no quiso ponerse un chaleco antibalas y, aunque ambos vestían de forma semejante -jeans, botas y sombrero de ala ancha-, si alguien pretendiera dispararles no se confundiría; la disparidad de tamaños hacía la identificación fácil.

Y así, a pesar del tranquilo paseo a caballo y la soleada tarde de sábado, los ojos de Gutierres continuaban su incesante vigilancia.

– ¿Alguna novedad sobre la investigación?

– Beck repite que su seguridad peligra. Insiste en la teoría de la conspiración de la secta y en que se debe de resolver su sucesión cuanto antes. De tener un sucesor, usted dejaría de ser objetivo de atentado.

– O al contrario, quizá pasara a ser el trofeo de caza más codiciado -dijo pensativo-. ¿Te ha dado ese tipo más información sobre la secta, o continúa escondiendo sus cartas? -Davis había desarrollado una gran confianza con Gutierres, en especial desde que había perdido a su íntimo colaborador Steven Kurth. Apreciaba su inteligencia, su buen criterio, y al no tener ambiciones de poder dentro de la Corporación, y estar fuera de las batallas políticas que los altos ejecutivos mantenían, era un consejero imparcial.

Aparte del fabuloso sueldo que Davis le pagaba, obtenía un buen bono en acciones sobre los resultados de la Corporación. Y, claro, dejaría de cobrar toda esa fortuna si él moría. Así pues, Davis estaba convencido de que, siendo Gutierres el que más tenía que perder con su fallecimiento, también era el más fiable.

– Me ha dado referencia de una secta que denomina «cátaros» y unos datos muy básicos sobre ella; pero se niega a dar nombres. Alega que existen otras sectas a las que pertenecen empleados de la Corporación y, hasta que tenga pruebas, no nombrará a nadie.

– ¿Qué secta es ésa?

– Sólo conozco de ella lo dicho por Beck, pero he infiltrado a uno de mis hombres y en unos días tendré listo un informe.

– ¿Y Beck sospecha que esos cátaros están relacionados con la bomba?

– No tiene aún la certeza, pero está seguro de que es obra de un grupo muy bien organizado, introducido en la Corporación. El FBI continúa investigando.

– No me gusta que el FBI intervenga. Siguen la agenda de Washington, y es distinta de la mía. ¿Por qué crees que tienen tanto interés en que designe un sucesor?

– La preocupación del presidente y del senador parece genuina. Y honrada. Pero es obvio que en Washington le consideran a usted alguien difícil.

– Crees que piensan que mi sucesor será más manejable, ¿verdad?

– Quizá.

– Pues ésa es la razón por la que no designo sucesor; si consideran más favorable al número dos, decidirán que Davis se debe retirar. ¡Yo no pienso retirarme!

– Y es mi trabajo evitar que le retiren si usted no lo desea, aunque no me lo pone fácil.

– Si me tuvieras siempre encerrado en una caja fuerte, no te ganarías todo el dinero que te pago.

– Es verdad que si le matan yo pierdo mucho dinero. Pero usted pierde su vida.

– Por eso formamos un buen equipo, Gus; porque, como yo soy ya muy viejo, quizá perdieras tú más que yo -repuso Davis con una carcajada.

Los hombres continuaron un tiempo en silencio, apreciando la brisa de la tarde y el sol de invierno en el resguardado valle.

– ¿Y cómo le va a Ramsey? -preguntó Davis al rato.

– Trabaja duro, pero tiene pocas líneas de investigación abiertas. Hoy me ha llamado con una mala noticia. Y pretende relacionarla con el asesinato de Steven Kurth.

– ¿Una mala noticia?

– La pensaba guardar para el lunes.

– Te pago para que me cuides la piel, no el espíritu. ¡Suéltalo ya!

– Una auditora de la Corporación fue asesinada ayer por la noche en su hotel de Miami. Se ensañaron con ella. Parece obra de una secta diabólica o algo así. Fue violada y el cuerpo presenta múltiples cortes y quemaduras de cigarrillos.

– ¿Alguna pista?

– Ninguna por ahora. No hay sospechosos. No se han encontrado huellas dactilares. Se está efectuando la autopsia, pero no parece que haya restos de semen. Ni siquiera se han encontrado las colillas de los cigarrillos; parece como si los asesinos fueran fantasmas.

– ¿Crees que existe una relación entre ambos asesinatos?

– Tienen características y estilos opuestos. No parece que existan pruebas que conecten ambos crímenes.

– ¿Quién era la chica?

– Una tal Linda Americo, jefe de un grupo de auditores de Producción. Le sonará; recientemente acusó a Daniel Douglas de acoso sexual. Tenía pruebas y despedimos a Douglas.

– No la llegué a conocer, pero recuerdo perfectamente el caso -dijo Davis pensativo-. Pobre chica. Lo siento mucho. ¿Estaba en Miami por motivos de trabajo?

– Así era.

– Asegúrate de que nos encarguemos de todo. Que la familia tenga todas las facilidades que necesite y gastos pagados. -Davis hizo una pausa y luego añadió-: No conocía a la chica, pero ahora es de mi familia. Y si el motivo de su asesinato tiene que ver con Kurth, este asunto pasará a mi lista personal.

– Sí, jefe. -Gutierres suspiró. Sabía bien lo que «la lista personal» de Davis significaba.

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