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– ¡Ya basta de celos, estúpido! -contestó Karen frunciendo el ceño pero aún de buen humor. Empujándolo lo hizo caer de espaldas en la cama y echándose encima de él empezó a besarlo. Jaime pensó que las cosas estaban yendo por buen camino y que sería mejor no estropearlo. No insistiría en el tema de momento.

Pero tendría que hacer un gran esfuerzo de voluntad para poder echar al maldito Kevin de la cama.

SÁBADO

83

Jaime sentía las cálidas manos de Dubois en su cabeza y lanzó una última mirada al tapiz antes de cerrar los ojos. Las figuras habían cobrado vida y su mirada se fue al Dios malo. Los trazos seguros, impresionistas, del viejo maestro de Taüll le daban fuerza, vitalidad, poder. ¡Le estaba mirando a él! Enarbolaba su espada amenazante y en su mano izquierda sostenía a la pequeña pareja desnuda, vulnerable. Adán y Eva -quizá Pedro y Corba- parecían atemorizados, intentando protegerse el uno al otro. La divinidad hierática, impasible, distante, pareció curvar sus labios, y Jaime vio en ellos una sonrisa cruel. Entornó los ojos temiendo un presagio, pero ideas e imágenes se difuminaron y se vio lanzado al pasado.

La batalla estaba a punto de empezar. Los caballeros cruzados de Simón de Montfort habían salido de Muret cuando el sol aparecía tímidamente en la mañana dominada por las nubes. Tan pronto como cruzaron el puente sobre el río Loja, el ejército cruzado se dividió en dos ordenadas columnas, y la más reducida, de unos trescientos caballeros, se dirigió hacia el oeste, donde se encontraban las milicias tolosanas que sitiaban la ciudad, con seis máquinas de guerra. Los tolosanos empezaron a retroceder frente al avance de la caballería, mucho más poderosa que ellos. La segunda columna, compuesta de setecientos jinetes, se encaminó hacia el norte, como queriendo atacar el campamento aragonés por su flanco izquierdo. Pero pronto se dividieron a su vez en dos, dirigiéndose un grupo hacia las tropas del rey Pedro, mientras que el otro continuó el movimiento envolvente hacia el flanco izquierdo del campamento.

La base catalano-aragonesa se encontraba en una posición más elevada, desde donde el terreno hacía pendiente hasta la ciudad de Muret, situada en la horquilla de los ríos Garona y Loja. A su derecha se encontraba el campamento del conde de Tolosa. Un campo despejado, ligeramente sinuoso y cruzado de riachuelos formados por la reciente lluvia se extendía entre ellos y el enemigo. Hierba rala y algunas matas se esparcían por el suelo, cubierto en algunas zonas por pequeños bancos de niebla baja que no impedían la visibilidad general. Al fondo las murallas de Muret. Y en medio, amenazantes, las tres columnas de caballeros cruzados, con sus estandartes, blancos con una larga cruz roja, al viento, avanzando en orden preciso. Nubes blancas y grises se mezclaban en el cielo.

Por entonces el grupo de Ramón Roger I, el impetuoso conde de Foix, ya estaba en camino contra los enemigos que amenazaban a los tolosanos y a sus máquinas de asalto. El conde estaba ansioso por combatir y auxiliar a sus aliados y no esperó a reunir a todos los efectivos bajo su mando. Sus caballeros de vanguardia iban al trote, pero los jinetes rezagados galopaban para poder alcanzar al grupo principal, mientras que los infantes, a pie, tenían que correr atrás con las lanzas y se distanciaban del grupo a caballo.

– Adelante -dijo Pedro mientras hacía andar su caballo en dirección al enemigo.

Miguel de Luisián, portando el estandarte real de cuatro barras de sangre sobre fondo gualda, se colocó a su lado, y Hug de Mataplana y los demás caballeros del rey se situaron detrás de ambos.

Pedro vio que los franceses avanzaban despacio y cautelosos, esperando a los movimientos de los aliados; de haber espoleado sus monturas, los cruzados ya estarían encima del campamento.

El rey detuvo un momento a su grupo y se incorporó sobre su caballo para observar si estaban listos para salir, pero la columna estaba aún formándose y caballeros rezagados continuaban llegando. El campamento había adquirido la frenética actividad de un hormiguero atacado por un peligro, convirtiéndose en un confuso tumulto donde caballos relinchaban, hombres corrían para reunirse con los suyos, y el ruido de hierros se fundía con preguntas, maldiciones y gritos en varias lenguas. Un par de sacerdotes católicos, con sendos monaguillos sosteniendo recipientes de plata, bendecían a los guerreros que salían del campamento, lanzando agua bendita con un hisopo.

Pedro evaluó la situación. El desdoblamiento del cuerpo principal de los cruzados podría obligar a su columna a luchar en dos flancos, envolviéndolos. Si tal cosa ocurría, Pedro estaría en un serio peligro, ya que quedaría a merced de la ayuda que recibiera del tercer cuerpo aliado, el tolosano mandado por el conde Ramón VI, con el que acababa de discutir airadamente y que se había retirado a su campamento. Esa perspectiva le inquietaba. No podía dejar a ningún jinete rezagado; los necesitaba a todos.

El audaz conde de Foix tenía prisa por entrar en combate y no moderaba su avance, con lo que su retaguardia estaba dispersa y desordenada. Mientras, los infantes tolosanos, abandonando las máquinas de asalto, empezaron a correr hacia el de Foix en busca de protección contra los cruzados.

Pedro maldijo en voz baja, tanto a los cobardes escondidos en las tiendas del campamento como a los que tomaban demasiados riesgos. Ambos eran igualmente peligrosos para los suyos. Ése era uno de los inconvenientes de formar un ejército deprisa y corriendo, con gentes de distintas procedencias y viéndose obligados a combatir sin tiempo para acostumbrarse a una disciplina.

– Daos prisa en la formación -gritó Pedro, e hizo un gesto para que los suyos avanzaran de nuevo. Pero antes se dirigió al conde de Cominges-: Cominges, comandad vos la retaguardia de mi columna y a los caballeros retrasados. Y si el de Tolosa no acude rápido, defended mi flanco izquierdo de los cruzados.

– El de Foix está dejando atrás a sus infantes y a varios caballeros -advirtió Miguel de Luisián, que cabalgaba junto al rey-. Es imprudente entrar en batalla sin apoyo de los lanceros a pie cuando los cruzados llevan los suyos pegados a los caballos.

– Aun así, no podemos abandonarlo -repuso Pedro-. Si dejamos mucha distancia, la columna central francesa le atacará por su flanco izquierdo y lo destrozará.

– Pero eso significa dejar atrás a nuestros propios lanceros y a los caballeros del grupo de Cominges -dijo Hug de Mataplana-. Nos arriesgamos a que Cominges no pueda contener al tercer grupo cruzado y que nuestra propia columna sea atacada por centro e izquierda a la vez.

– Bien lo sé, Hug -contestó Pedro-, pero no va a quedar más remedio que proteger al de Foix de un ataque envolvente de la columna central. Si perdemos el flanco derecho de nuestro ataque, el que comanda Ramón Roger de Foix, la batalla se pondrá muy difícil. Nos acercaremos, a distancia suficiente de la columna central francesa, para que ésta no se atreva a atacarle.

– Entonces cargarán contra nosotros sin dar tiempo a que el grupo que manda el de Cominges nos alcance -dijo Hug.

– Además, la columna izquierda caerá sobre nuestra retaguardia. La situación no es bonita -añadió Miguel-. Que Dios nos ayude.

– Que se haga lo que Dios quiera -replicó Pedro II.

Miguel se santiguó, y Hug, que conservaba su humor a pesar de lo difícil de la situación, no perdió la ocasión de lanzarle una pulla.

– Después de la misa os he estado vigilando todo el tiempo, Miguel, y no os ha dado tiempo a pecar. No hace falta que os santifiquéis más.

– Lo hago pensando en vuestra negra alma -respondió rápido Miguel. Hug soltó una carcajada. Pedro murmuró de nuevo, como autoconvenciéndose:

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