Bien, pensó, haré otro intento. Si Karen está allí, será difícil que se resista a la tercera. Pulsó el remarcador automático y oyó la señal de llamada.
– Dígame. -Una voz masculina sonaba al otro extremo de la línea. Jaime quedó unos segundos mudo de sorpresa.
– Hola. Quisiera hablar con Karen Jansen. -Un presentimiento le hizo responder a pesar de su propósito de no hablar.
– ¿De parte de quién? -preguntó el hombre, con marca acento neoyorquino.
– ¿Con quién hablo? ¿Quién es usted? -Justo entonces Jaime oyó de fondo el reloj de péndulo de Karen, que empezaba a campanear las ocho de la tarde.
– No le interesa. Se ha equivocado de número.
Sintió un escalofrío.
– Me ha preguntado usted quién era yo. ¿Cómo alega ahora que me he equivocado?
– Número incorrecto. Aquí no vive ninguna Karen.
– Pero…
El otro colgó. Jaime se quedó mirando el teléfono, con mil pensamientos cruzando su mente. Alguien hostil estaba en casa de Karen. Con toda seguridad no se había equivocado de número; había pulsado la remarcación como hizo en la segunda llamada. En las dos anteriores oyó la voz de Karen desde el contestador y luego el reloj de péndulo del apartamento. ¿Qué ocurría?
Si Karen estaba en casa, se encontraba en apuros muy serios; quizá la torturaban como hicieron con Linda. ¡Dios, no lo permitas, por favor!
– ¿Problemas? -preguntó Ricardo.
– Sí. Hay alguien en casa de Karen, y no es amigo.
– Pues vamos allá.
– ¿Vas armado? Tengo tu pistola en mi coche.
– No importa, llevo la mía y otra de repuesto.
Ricardo lanzó su automóvil a una carrera desesperada por el denso tráfico de Los Ángeles. Las luces de la noche cruzaban velozmente, y Jaime sentía su ansiedad crecer.
El presagio que intuyó en su ensoñación era ahora evidente. Llegaba el momento de enfrentarse a unos enemigos de los que tan sólo semanas antes desconocía incluso su existencia. Sólo esperaba no llegar demasiado tarde. Se imaginó entrando en el apartamento para encontrar el cuerpo desnudo de Karen, ensangrentado y sin vida. Apretó los puños con fuerza. No, no podía ocurrirle aquello. Amaba con desesperación a aquella mujer, que en poquísimo tiempo se había convertido en centro y razón de su vida.
72
Llegaron a la garita de la entrada sin que la policía los detuviera por exceso de velocidad o conducción temeraria. Was estaba de guardia y sonrió al ver a Jaime.
– Viene a ver a la señorita Jansen, ¿verdad? -dijo tomando el teléfono para llamarla.
– Sí, Was, pero no hace falta que llame. Nadie contestará. ¿Ha visto salir o entrar a Karen?
– No. No la he visto hoy. Y no sé si está. Lo compruebo en un segundo. -Cogió de nuevo el teléfono.
– ¡No llame! Si Karen está en su apartamento, se encuentra en grave peligro. Alguien lo está asaltando en estos momentos. Denos su copia de llaves, abra la barrera y llame a la policía. Las llaves. ¡Ahora mismo!
El guarda se quedó mirándolos atónito.
– ¡Las llaves de una maldita vez! ¿Quiere que la maten? -le gritó Ricardo.
Was reaccionó como un marine a la orden del sargento, pasándole, tras una breve búsqueda, unas llaves a Ricardo mientras empezaba a abrir la barrera. Éste las lanzó a Jaime, que pudo ver en la etiqueta que, efectivamente, eran las de la puerta del edificio y del apartamento de Karen.
El coche pegó un salto hacia adelante tan pronto como pudo pasar, y al llegar a la zona de párking ambos salieron sin preocuparse de cerrar las puertas.
– Ricardo, tú subes en el ascensor y yo por la escalera.
– Bien -dijo Ricardo sacando su revólver de la chaqueta. Jaime ya llevaba otro en la mano.
Llegó al tercer piso sin aliento justo cuando Ricardo salía del ascensor. No había signos de violencia en la puerta y estaba cerrada; si habían abierto sin llaves, se trataba de profesionales expertos. Puso la llave en la cerradura intentando no hacer ruido y la puerta se abrió en silencio. Jaime pasó delante, cerrando Ricardo la puerta con cuidado para cubrir la espalda. Estaban en un pequeño recibidor que conducía a través de un corto pasillo al salón del reloj de péndulo. A ambos lados, puertas: una del baño y la otra conducía a una cocina que comunicaba con el salón. La casa estaba silenciosa y desde su posición no veían a nadie en la sala.
– Tú cubre el pasillo -le dijo Ricardo en un susurro al oído disponiéndose a abrir la puerta de la cocina.
Jaime hizo un gesto negativo, señalando el aseo. Mientras Ricardo revisaba el baño, Jaime cubría el pasillo y la parte visible del salón. La puerta hizo un pequeño ruido que en el silencio sonó como un disparo. Ricardo salió en unos segundos negando con la cabeza.
– La puerta da a la cocina y una barra la separa del salón -susurró Jaime-. Los dos a la vez.
Levantó un dedo, dos y tres. Jaime entró en el salón pistola en ristre, mientras Ricardo entraba por la cocina. Ambos quedaron apuntando al extremo opuesto. No había nadie. La puerta que daba a la habitación de Karen estaba cerrada mientras que el salón era un caos: cuadros movidos, los sofás blancos destripados, muebles abiertos y cajones fuera de lugar. La cocina conseguía empeorar el estado del salón. Hasta la basura había sido desparramada por el suelo. Alguien había registrado a conciencia.
Quedaba el dormitorio donde Karen tenía su pequeño despacho y baño. Ricardo se colocó en silencio frente a la puerta y Jaime detrás. Ricardo abrió la puerta de golpe y saltó a un lado, mientras Jaime daba un paso dentro de la habitación al lado contrario de donde estaba Ricardo, para dificultar el blanco a un posible tirador. Tampoco había nadie. La puerta del baño estaba abierta y en tres zancadas Ricardo entró.
– No hay nadie. Los pájaros han volado -constató.
Tampoco había nadie en los armarios y era obvio que la terraza estaba vacía. El aspecto del dormitorio era lamentable; el colchón estaba rajado y en el área de despacho había papeles por doquier. El ordenador de Karen tenía la pantalla conectada al e-mail. Alguien lo había manipulado. ¿Cómo habrían entrado en el ordenador? O eran asombrosos expertos en informática o Karen les dio las claves de acceso, y seguro que no de buen grado.
¿Podían haber sacado a Karen del edificio sin que se enterara el guarda? Si aquellos individuos encontraron una buena excusa para entrar, salir era más fácil. Claro que pudieron entrar por otro lugar. Si lo había. Jaime se puso a buscar entre las sábanas, en la habitación, en los sofás blancos y el suelo del salón.
– ¿Qué buscas? -preguntó Ricardo.
– Rastros de sangre. Y no veo ninguno, gracias a Dios.
– ¿Crees que se la han llevado?
– Tengo que creerlo hasta que no la encuentre. Pero sé dónde puede estar.
– Pues vayamos de inmediato. Si llega la policía antes de que salgamos, pasaremos horas dando explicaciones que tú no quieres dar.
Jaime reaccionó. Era cierto. Si los pillaban allí querrían hacer un atestado y llevarlos a comisaría, y él no podría buscar a Karen. Sería insoportable.
– Vayámonos.