Continuó dando vueltas por los pasillos y mirando los escaparates distraídamente. Y esquivando a la multitud. Una joyería tenía una hermosa colección de anillos. Recordó que hacía solo horas le había declarado su amor a Karen. ¿Aceptaría ella comprometerse con él? ¿Llegaría a hacerla su mujer? ¡Dios, cómo deseaba tenerla! Abrazarla. Besarla. La amaba. Como nunca había amado antes. Estaba dispuesto a darlo todo por su amor. A sacrificar cualquier cosa. Por sólo una sonrisa de ella. Por saber que estaba bien. Por estar a su lado. ¡El tiempo pasaba tan lentamente! Volvió su vista a los anillos. Había un par de hermosas piezas de compromiso. ¿Cuál le gustaría a Karen? Uno con un enorme diamante; de eso estaba seguro. Volvió a empujar su carrito y a pasear su ansiedad por los pasillos de aquel aeropuerto. Era como una condena a prisión. Al rato volvió a pasar por delante de los teléfonos. No lo pudo evitar, puso unas monedas, escuchó el tono y marcó el número. La voz de Karen confirmaba que había llamado a su número de teléfono e indicaba que podía dejar un mensaje. Se sintió desilusionado. Por unos segundos la esperanza de que Karen descolgara el aparato había crecido en su interior. Quería decirle que pronto estaría con ella y que él la protegería. Jaime sabía que aquello era una estupidez. Quizá estuviera durmiendo. O con insomnio. O fuera de casa. Pero aun estando en casa, jamás cometería la imprudencia de contestar. Lo más probable era que los Guardianes la hubieran identificado y tuvieran su dirección y número de teléfono. Quizá intervenido. Y deberían actuar pronto para evitar que se descubriera su trama en la Corporación. Además, aquella gente no se andaba con contemplaciones. Jaime estaba seguro de que sólo un tiro en la frente podría frenar a los de la secta. No dejó mensaje.
Cuando empezaron a servir la cena en el avión, se dio cuenta de que no había comido desde el desayuno. La tarde, la noche, el cambio horario de ocho horas; el vuelo sería interminable.
Acabados la cena y el coñac, Jaime cerró la persianilla de la ventana y también las luces de su zona. Cubriéndose con una manta empujó el apoyapiés de su asiento y el respaldo hacia atrás para intentar dormir. Cerró los ojos respirando hondo. En el viaje de ida había penetrado en su interior profundo y revivido un peligro pasado, interpretándolo como una advertencia de un peligro en el presente. Algo pasaría. Y pronto. ¡Vaya si ocurrió! No debiera haber abandonado Los Angeles, debía haber permanecido junto a Karen, debía haber mandado a White a la mierda. Volvió a respirar hondo tratando de soltar la tensión acumulada; notaba los miembros rígidos. Estiró brazos y piernas tensando los músculos para luego destensarlos del todo. Hizo un esfuerzo de voluntad para relajar su cuerpo al ritmo de su respiración y trató de recordar las imágenes de la ida. Poco a poco se calmó, y allí estaban: las recordaba. Volvían las imágenes. Otra vez. Sólo que distintas. ¡Era otro momento! ¡Regresaba al pasado!
69
Pedro, de pie, apoyado en su espada, portaba cota de malla, casco de hierro y vestía encima su túnica de combate, decorada con barras rojas sobre fondo amarillo. Era el antiguo símbolo del conde de Barcelona y ahora el escudo de la corona catalano-aragonesa. A su derecha estaban el conde de Tolosa, Ramón VI, y su hijo, con sus escudos de la cruz tolosana en gualda sobre fondo rojo y terminada en tres puntas, redondeadas en borla, en cada extremo de la cruz. A su izquierda el conde de Foix, con su divisa también en barras rojas y amarillas, y el de Cominges, con sus tres toros. Detrás un gran grupo de nobles y caballeros, todos preparados para el combate. En su gran mayoría eran occitanos, casi todos de Tolosa, y algunos de Foix y Cominges. También había un buen numero de aragoneses con Miguel de Luisián, el alférez del rey al frente, y muchos catalanes, entre ellos Hug de Mataplana, el mujeriego trovador de sonrisa irónica. Completaban el grupo de caballeros, los faidits, nobles occitanos despojados de sus tierras y castillos por los cruzados, muchos de los cuales vendieron sus últimos bienes para conseguir un caballo y equipo de combate para enfrentarse a los que todo les habían arrebatado.
Más atrás estaban los escuderos, los capitanes y sargentos de las tropas de a pie, también arqueros, ballesteros, honderos, tropas de espada corta y lanceros. Provenían tanto de las mesnadas reales y condales como de tropas voluntarias reclutadas en Tolosa, Foix y Cominges. Había también muchos mercenarios, que se contrataban por cierto tiempo por una paga estipulada y que a veces luchaban en la campaña siguiente a favor del enemigo de la temporada anterior. Eran los primeros en huir cuando el signo de la batalla se tornaba desfavorable para su bando.
Las luces del alba habían empezado a iluminar el cielo unos momentos antes, y el ejército asistía a la misa católica de antes del combate. Ya no llovía, y cuando el sacerdote empezó el Evangelio de entre las nubes se escapaba un rojizo rayo de sol. Los hombres mantenían un completo silencio, sólo roto por el sordo ruido de hierros, y miraban el amanecer sabiendo que sería el último para muchos.
Como venidos de otro mundo, los trinos de los pájaros daban el contrapunto a la oración que en latín y en voz potente el sacerdote recitaba.
Un beso, un abrazo y un «te quiero» fue su despedida para Corba, que encomendándole a su Dios bueno se había quedado rezando en la tienda.
Pedro pasó gran parte de la noche velando sus armas en oración, pero al fin le venció el cansancio y había dormido una hora, quizá menos, cuando Corba y su escudero le despertaron.
Ahora se sentía cansado, muy cansado, y seguía rezando. Luego de la noche de oración, esperaba encontrar la paz interior que durante tantos meses Dios le había negado, e ir a la batalla y hacia su destino con el espíritu tranquilo. Pero no era así.
Mi Señor Dios y Jesucristo vuestro hijo, empezaba de nuevo a rezar en su interior. De repente sintió que las palabras del oficiante sonaban lejos, que su casco era pesadísimo y que se desplomaba. ¡Caía al suelo! Apretó con toda la fuerza de su mano derecha la espada, que se hundió más en la tierra y buscó apoyo con la izquierda.
Notaba cómo el conde de Foix le sujetaba por el brazo y el de Cominges la espalda. Respiró con fuerza y la sangre pareció agolparse en su cabeza. Había estado a punto de desmayarse allí, delante de su ejército. El cansancio de los días de largas galopadas, el desesperado amor con Corba y el resto de la noche velando sus armas a Dios. Quizá había sobrestimado sus fuerzas. Al poco, la presión de la sangre en las sienes cedió, recuperándose. El sacerdote había detenido su rezo y la tropa soltaba un murmullo.
– Continuad -ordenó el rey Pedro con su poderosa voz habitual. Luego se sacudió de los brazos a los condes-. Gracias, señores -les dijo en voz baja.
Percibió que el conde de Tolosa, a su derecha, no había hecho movimiento alguno de ayuda sino que, al contrario, se había apartado de él con rechazo.
La ceremonia estaba llegando a su fin. El sacerdote empezó a rezar el Pater noster, formándose un murmullo que se convirtió en un grito descompasado de súplica conforme se incorporaban en distintos momentos los hombres al rezo. Unos en latín, muchos en su lengua materna y un buen grupo dándole al rezo pocas pero significativas variaciones. Un inquisidor reconocería de inmediato las variaciones como las del padrenuestro de los herejes. El padre nuestro cátaro.
Con el clamor, el ruido de galope de un caballo pasó inadvertido. Dándole las riendas del corcel a uno de los escuderos, un jinete se adelantó hacia Pedro e, hincando una rodilla en el suelo, dio la noticia:
– Mi señor don Pedro, los franceses acaban de salir de Muret y avanzan hacia nosotros.
– ¿Con qué tropas?