Karen le miró a los ojos. Años antes habría contenido lágrimas de rabia por el tono del individuo y la ofensa de aquel insulto público e intencionado, pero ahora sólo hizo lo que pocos hacían: mantuvo la mirada de White, aunque no pudo evitar morderse los labios. ¿Se habría manchado los dientes de carmín?
Quiso contraatacar y abrió la boca para responder, pero Andrew Andersen, el presidente de Asuntos Legales, acudió en su defensa.
– Charly, nuestros abogados franceses opinan que el intento de…
– Al diablo con tus abogados franceses. La Davis Communications tendrá canales de televisión propios en Europa y vamos a empezar ahora -cortó White-. Tenemos el dinero para controlar una participación mayoritaria en una importante televisión europea y no vamos a esperar a que cambie la legislación o la situación política. -White mantenía los ojos clavados en Karen y ni siquiera había mirado a Andersen cuando éste habló-. ¿No es así, Bob? Explícaselo, que lo entiendan de una puta vez. Lo tenemos, ¿verdad? -dijo White dirigiéndose a Bob Cooper, el presidente de Finanzas, que no contestó.
– Señor White -continuó Karen con voz firme-, no importa el dinero que tenga si no se usa de la forma adecuada a la situación legal de cada país. Europa no es América.
White se dirigió a una ventana y quedó con los brazos en jarras, aparentemente absorto en el paisaje. Karen se encontró hablando al cogote del hombretón.
– El camino más productivo, rápido, legal y políticamente menos complicado es introducir nuestros «contenidos» a través de las plataformas de televisión digital que se consolidan en Europa. Esta estrategia ofrece la ventaja de invertir lo mínimo, estableciendo alianzas a largo plazo con los grandes operadores europeos…
– No sirve. Mala idea -dijo White, aún de espaldas al grupo, moviendo la mano en un gesto de descalificación-. Nosotros queremos el control de una parte significativa del medio. Éste es el objetivo por el que todo el mundo debe trabajar. Control es la consigna. ¡Control!
– Pero ¿para qué necesitamos el control? ¿Por qué tenemos que lanzarnos a batallas innecesarias? -insistió Karen-. En Europa, encontraremos actitudes políticamente muy hostiles a que nuestra compañía controle medios locales de comunicación. Debemos concentrarnos en vender nuestros productos sacando el mejor precio y todo lo más…
– Andrew -interrumpió otra vez White girándose en redondo hacia Andersen-, dile a esta señorita que debe hacer el trabajo que se le pide. Se le paga para eso, no para que piense tanto. No precisamos de su pensamiento estratégico.
– Charly -repuso Andersen-, creo que lo que expone la señorita Jansen tiene sentido y…
La puerta se abrió violentamente lanzando una nube de polvo dentro de la sala. El estruendo parecía anunciar el hundimiento del edificio. La mesa saltó derribando vasos y tazas, mientras los dossiers se esparcían por la habitación. White se apoyó contra uno de los pilares de la ventana para no ser derribado, mientras el resto de los reunidos intentaba sujetarse a las sillas o a la mesa.
Un grito agudo ahogó las maldiciones. Karen nunca supo si fue ella la que gritó o fue Dana, la secretaria de Andersen, que tomaba las minutas de la reunión en un ordenador portátil.
The Big One, el terremoto gigante que arrasará California según predicciones agoreras, acudió a su mente, encogiéndole el pecho.
Al cesar la vibración, se hizo un silencio total en la sala, aunque desde el pasillo llegaba el ruido de objetos cayendo. Todos quedaron callados e inmóviles mirando como hipnotizados a la puerta abierta. Al cabo de unos segundos se oyeron gritos distantes.
White avanzó, primero vacilante y luego a largas zancadas, hasta la entrada, miró al exterior y, sin decir nada, salió de la sala perdiéndose en la polvareda.
Los demás se miraron entre sí y comprobaron que nadie estaba herido. Después, entre murmullos, empezaron a salir de la habitación para averiguar qué había ocurrido.
5
– Su café, señor. -Los ojos verdes de la chica brillaban con intención y cierto descaro.
El toque sordo en la puerta había hecho que Jaime levantara la vista del correo de la mañana, que amenazaba con tomar posesión permanente de su mesa. Conocía a la perfección aquel sonido discreto pero decidido. Sin esperar respuesta, Laura había entrado con el tazón de café humeante de media mañana.
– Muchas gracias. -Intentaba ser prudente, pero al ver la expresión de ella y la forma en que depositó la taza en la mesa supo lo que venía a continuación.
– Tienes suerte de tenerme a mí. Otra no te traería el café.
Él la miró resignado y esperó a que continuara. Con su cabellera roja, y el labio superior deliciosamente voluminoso y respingón, Laura podría provocarle a algo más que a la discusión festiva que ella buscaba. La chica se había colocado al frente de la mesa, brazos en jarras, evidenciando la sangre irlandesa que bullía en sus venas.
– Las secretarias a la antigua ya han pasado a la historia; hoy se llevan los asistentes. Y los asistentes no traen el café al jefe.
– Pero nuestra relación es antigua, Laura. Después de siete años no pretenderás cambiarme. -Aceptó la discusión; a él también le divertía.
– ¿Y por qué no? La tuya es la posición cómoda del macho típico. Sentado en el sillón, viendo béisbol y esperando que su mujer le traiga las cervezas.
– ¡Ah, no! No voy a ceder en lo negociado con anterioridad. Desde un principio acordamos lo del café, y no estoy dispuesto a cambiar ahora.
– No negociamos ni acordamos nada. Lo hice por simple amabilidad.
– Y yo te lo agradezco infinitamente.
– Los tiempos cambian, Jaime. Tienes que ponerte al día.
– No en eso.
– ¡Vaya egoísta! No me extraña que tu mujer se divorciara de ti.
Aquello le hizo daño, y Jaime deseó vengarse acusándola de feminista solterona. A pesar del tiempo que se conocían y de lo mucho que hablaban, Jaime no sabía de una relación masculina que le hubiera durado a Laura más de seis meses; sorprendente para una mujer joven y con el atractivo de la señorita Kennedy. Quizá las ideas que ella compartía con sus padres no encajaban bien en la relajada California e intimidaban a los hombres.
Nacida en el Medio Oeste, pertenecía a una familia estrictamente conservadora y cristiana radical; aun así, pensaba Jaime, debería encontrar sin problemas un esposo en el seno de su Iglesia. Luego, al verla, se convencía de que ese tipo de hombre sería demasiado aburrido para ella. Con humor, se decía que la chica necesitaba un marido y lo había escogido a él como sucedáneo para los reproches conyugales. Pero no para lo otro. Quienquiera que fuese -si lo había-, el otro medio marido se llevaba la mejor parte.
Decidió encajar el golpe sin devolverlo, ella no sabía que la herida estaba abierta aún y que dolía. Así que moderó el tono.
– Precisamente porque soy un pobre divorciado deberías tratarme con cariño.
– ¿Más? ¡Si te tengo malcriado!
– Y yo te lo agradezco tratándote como a una reina. -La discusión se agotaba y ambos sonreían.
– Estoy segura de que puedes mejorar. Bueno, regreso al trabajo.
– Trabaja mucho.
Laura ejecutó una airosa media vuelta de camino a la puerta, mientras él tomaba el primer sorbo de café y admiraba su silueta absolutamente femenina.
Se levantó de la mesa, colocándose frente a los ventanales de cristal tintado que no impedían la invasión de un sol risueño.
En el horizonte los montes de San Gabriel mostraban nieve decorando los puntos más altos, en un divertido contraste con las palmeras, que abajo, en el bulevar, resistían el impetuoso viento.
Tras una semana de días brumosos, la lluvia del martes dio paso a un espléndido miércoles y a una cristalina mañana de jueves. El planeta había dejado de ser viejo, y parecía un niño pequeño listo para dar sus primeros pasos. Todo un mundo reluciente, listo para ser estrenado.