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– ¡Padrísimo! ¡Ganamos! -El júbilo de Ricardo se transmitía a la perfección a través del hilo telefónico, y Jaime pensó que hacía siglos que le debía una victoria-. Esta noche lo celebraremos en grande; le pediré a Karen que invite a algunos de esos cátaros cantamañanas para una fiesta.

– De acuerdo, Ricardo, pero no hasta tarde. No quiero empezar mi nuevo empleo con mal pie.

– Felicidades, don Jaime. -La voz de Karen sonaba cálida y en español-. Te quiero.

– Y yo a ti. Muchísimo -contestó Jaime, sorprendido, en inglés-. No sabía que hablaras español. ¿Dónde lo has aprendido?

– Con Ricardo, esperando tu llamada.

– Gracias por el detalle, pero no confíes en Ricardo como maestro. Si quieres conocer mi lengua materna, mejor te la enseño yo personalmente.

Karen rió.

– ¡Bromeas! -exclamó Laura.

– No. Acaba de ocurrir hace unos minutos allí arriba, en el Olimpo donde habita Davis.

– ¡Qué mal nacido ese White! ¡Pobre Linda!

– Por el momento guárdalo como la confidencia de una secretaria. ¿OK? No tenemos aún pruebas que relacionen a White con el asesinato.

– Pero al menos podré contar lo de tu ascenso.

– Lo mío sí, aunque no es oficial aún. Y lo tuyo también. Te vienes conmigo.

– ¿De verdad?

– Absolutamente. Tú y yo somos un equipo.

– ¡Fabuloso, jefe! ¡Gracias por la promoción! -gritó Laura cogiéndole del cuello y dándole un beso en cada mejilla. El tercero fue largo y en los labios. Luego se separó de él mirándolo con sonrisa pícara-. Bien, ahora hablemos de temas serios. Más responsabilidad, más dinero. ¿En cuánto me vas a subir el sueldo?

– ¡Serás materialista! -le reprochó Jaime frunciendo el ceño pero sonriente-. Suerte tendrás si no te denuncio por acoso sexual.

– ¡Vaya un puritano! -Laura, brazos en jarras, lo miró desafiante-. Si no te ha gustado el beso, me lo devuelves y estamos en paz.

Ambos bromeaban con frecuencia, pero él jamás había percibido aquella provocación; había electricidad entre ambos. Sintió un estremecimiento al notar la feminidad de ella manifestarse así, de repente.

Pero ahora él amaba con locura a Karen y la reacción de su secretaria lo intimidaba. ¿Qué habría ocurrido si ella se hubiese expresado así antes de que él conociera a Karen? Desechó la idea, no era el momento de hacer romance-ficción. Decidió desactivar la tensión de forma elegante.

– Ha sido un beso maravilloso. Me lo quedo para siempre. -Luego cambió el tono-. Esta noche mi novia y yo celebramos mi ascenso con unos amigos. Me encantaría que vinieras.

– Muchas gracias. No sé si podré, tengo un compromiso -repuso Laura luego de una larga pausa, vacilante, sorprendida por la revelación de la «novia». El momento mágico se había esfumado-. Luego te confirmo si voy -añadió con mirada triste.

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Ricardo había encargado ceviche, burritos, fajitas, quesadillas, guacamole con snacks de maíz, unas enormes ensaladas multicolores y chile verde en salsa.

– ¡La mejor tortilla de California! -proclamaba ufano mientras organizaba detrás de la barra la distribución de cervezas y margaritas.

– Kevin le felicita -anunció Dubois a Jaime-. Dijo que usted entendería que él no viniese, que disfrutará mejor de la fiesta sin él.

– Lo entiendo perfectamente Dubois; agradézcaselo cuando lo vea. Espero que encuentre una chica que lo haga feliz. «Y que sea antes de seis meses», pensó.

– Kevin lleva años enseñando en la UCLA, es bien parecido y carismático. Tiene mujeres en abundancia, le persiguen. Pero parece que sus preferencias iban a Karen.

– ¡Pues qué mala suerte! -se lamentó Jaime.

– No se queje. Él la vio primero. Pero ya ve, quien decide es el destino. Y ahora gana usted.

– ¡Bonito consuelo! Yo necesito a Karen para siempre.

– «Siempre» es un período muy largo. -El viejo le sondeaba con una de sus miradas profundas-. El futuro no existe más que en su mente y es posible que el futuro que imagina sea falso. Lo único real es hoy. Disfrútelo.

Jaime le lanzó una mirada torva; el santón empezaba a irritarle. Decidió cambiar de conversación.

– Hoy he sentido algo raro con David Davis.

– ¿Qué sintió?

– Lo conocí en mi vida del siglo XIII.

– ¿Quién era?

– Alguien también muy poderoso.

– Estoy tratando de recordar su imagen y movimientos en fotos y documentales. -Dubois cerró los ojos y luego de un tiempo empezó a hablar, aún sin abrirlos-. No será… Sería ridículo. Pero tiene que ser…

– ¿Quién, Dubois? ¡Dígame!

– Simón de Montfort. El jefe cruzado.

– ¿Lo es? ¡Entonces estoy en lo cierto!

– Asombroso. Pero tiene sentido; continúa ambicionando el poder.

– ¿Cómo puede ser? Davis es judío.

– ¿Y qué tiene que ver? El alma busca en nuevas vidas caminos que la ayuden a perfeccionarse. Ser judío y tolerante con los demás está tan bien como ser un musulmán, católico o cátaro tolerante.

Jaime aceptó la respuesta de Dubois sin cuestionarla, no tanto por su coherencia como porque tenía otra pregunta más acuciante.

– Estoy reconociendo en mi vida actual a todos los personajes claves de la anterior. ¿Por qué?

– Porque ahora abre los ojos y ve lo que antes tenía delante y no veía; el ciclo se cierra.

– ¿Qué ocurre si no encuentro a una de las personas que más apreciaba en aquel tiempo?

– Nada. Quizá el otro no necesite la reencarnación. O su desarrollo espiritual le lleve por otros caminos. Jamás encontrará a todos.

– Me gustaría reconocer a Miguel de Luisián, el alférez real.

– ¿Verdad que sí? -Aquella sonrisa dulce iluminaba de nuevo la cara de Dubois-. Es como encontrarse con viejos amigos de la infancia que no hemos vuelto a ver. Es estupendo. Pero no se trata de la carta de un restaurante; no ocurre sólo porque se pida. Siga viviendo y mantenga su sensibilidad abierta. Quizá algún día lo encuentre.

Mientras, la celebración se extendía por todo el local. Ricardo proclamó que una fiesta de sólo cinco, y la mayoría hombres, era una chingada. Y como era de esperar, invitó a todos los clientes del establecimiento a comer y tomar unos tragos a la salud de su amigo, al que hoy habían hecho presidente.

– Si invitas a una chica que no conoces, y va acompañada no te queda más remedio que invitar también al tipo -dijo confidencialmente a Jaime con un guiño.

Así que todo el mundo lo felicitaba. Ellos con un apretón de manos y alguna palmada y ellas con un beso. Había música y muchos bailaban. Tim sacó a bailar a Karen, y Jaime se sorprendió de que ella bailara salsa y lo hiciera tan bien. Se movía con ritmo, con sensualidad.

La deseaba; la amaba. No sabía qué iba primero en tal mezcla de sentimientos, si el diablo y el cuerpo, o Dios y el alma. Así es, se dijo, en este mundo entre el cielo y el infierno.

Y Jaime, en aquel momento, entre un pasado muerto y un futuro aún inexistente, era feliz, intensamente feliz.

Sobre las diez de la noche vio aparecer una figura solitaria en la puerta. Era Laura, que acudiendo sin acompañante confirmaba lo que Jaime había sospechado; no tenía pareja y se encontraba ahora tan sola como él lo estaba hacía poco. Laura era una gran chica, con una gran personalidad, y atractiva. A veces la gente se cruza en tiempos desfasados, pensó. Acudió a darle la bienvenida; se dieron un beso. En la mejilla.

– Gracias por venir -dijo Jaime.

– Tenía que celebrar contigo tu ascenso. -Y añadió con una sonrisa-: Además, después de tantos años he de aprovechar cuando al fin te decides a invitarme a algo.

– Malvada -le reconvino él con una sonrisa-. Tú siempre igual.

Karen se acercó a saludarla, se conocían de haber hablado un par de veces, y la tomó bajo su protección, empezando a presentarle a quienes conocía. Cuando llegó el turno de Ricardo, éste se quedó mirando tiernamente a los ojos de Laura y con un gesto teatral le besó la mano.

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