Jaime disfrutaba de la libertad de correr de lugar en lugar con su guitarra, con poco más que lo puesto. Sí, era libre, pero a veces no tenían ni un dólar para cervezas ni lugar donde dormir, y concluyó que no se era muy libre con los bolsillos vacíos.
Ricardo y Jaime eran hippies en la época de decadencia de los chicos de las flores. Claro que eran unos hippies un poco particulares, en especial Ricardo. Estaba bien lo de la paz y el amor, sobre todo con las chicas; pero si se trataba de defender su territorio o lo que él creía sus derechos personales, no dudaba en recurrir la violencia.
– Quien da primero da dos veces -decía y practicaba.
En muchas ocasiones sus conciertos terminaban a bofetones si la audiencia no se mostraba lo suficientemente amable, y actuaban casi siempre en lugares donde la concurrencia no era amable. Mucha cerveza y licor. Y mucho pendenciero.
– ¡Hey! ¡Cantáis que dais pena! -gritaba alguien al que el alcohol le había hecho perder su apreciación por la buena música.
Jaime y Ricardo continuaban con lo suyo, ya que el encargado del orden era el dueño del local. Pero a veces el orden no llegaba.
– ¡Hippies de mierda! Estáis pasados. -Unos cuantos reían-. ¡Lo de la paz y las flores ya no se lleva!
– ¿Que la paz está pasada, cabrón? -Y así empezaba la acción, cuando Ricardo consideraba que su límite había llegado.
– ¡Todo eso de los hippies y del amor es para maricas! -contestaba el provocador para entusiasmo de la audiencia y resignación de Jaime, que dejaba de tocar y se preparaba para lo que vendría después.
– Mira, ¿ves ese vaso? -acostumbraba decir Ricardo, para luego apurar su contenido disfrutando de la pausa y del casi silencio que se hacía en el local-. ¡Pues te lo voy a meter por el culo, para que aprendas a respetar el amor!
Y sin más lanzaba el vaso a la cabeza del valentón. Y con rapidez se dirigía hacia el individuo, que de no reaccionar aprisa recibía un par de puñetazos bien dirigidos, que lo dejaban fuera de combate, terminando así la discusión.
– Para que aprendas a meterte con los que defendemos la paz -sentenciaba Ricardo.
Jaime seguía de cerca a su amigo agarrando su botellín de cerveza. Intentaba separarlo de sus víctimas, pero a veces ellos se convertían en víctimas y recibían más de lo que daban. En esos casos el botellín era una buena arma. Muchas veces terminaron con la cara ensangrentada, llenos de moretones, detenidos por la policía y deseando que Frank Ramos no se enterara del asunto. Pero el Padre de Ricardo siempre se enteraba.
El verano terminó y Jaime vio en los estudios un mejor porvenir que en el show business, mientras que Ricardo decidió exactamente lo contrario. Pero la excesiva competencia y su temperamento no le ayudaron a hacer carrera en la música.
El local actual, Ricardo's, era el segundo club que había abierto, y su vocación final.
Abrió el primero en una zona conflictiva de la ciudad y, cuando el representante de la gang local le visitó para ofrecerle la «protección» necesaria para trabajar, el tipo se encontró con el cañón de un revólver dentro de la boca antes de que pudiera terminar de hablar. Ricardo lo echó del establecimiento sin contemplaciones.
Frank Ramos llevaba, de pequeños, a su hijo y a su amigo Jaime a practicar tiro, así que Ricardo era un buen tirador y, si la ocasión lo requería, no dudaba en sacar el revólver.
En la segunda visita del «representante», Ricardo y sus empleados (y amigos) lo echaron a patadas, y al poco el local se convirtió en un lugar de follones y problemas. Ricardo daba más que recibía y, siendo hijo de un alto oficial de policía, salía con bien de sus visitas a comisaría. Pero los otros eran profesionales, y el negocio, a pesar del don que Ricardo tenía para tratar con la gente, naufragaba.
Cuando Ricardo decidió que «zapatero a tus zapatos» y que su trabajo era «hacer que la gente se divierta y servir copas cobrando, no repartir hostias gratis», ya era demasiado tarde. Su local no atraía el tipo de gente adecuada y en la cantidad necesaria. Pero a Ricardo las mujeres le sonreían. Y la Fortuna debe de ser mujer, así que consiguió vender el local y empezar de nuevo con Ricardo's en una ubicación más conveniente.
Ahora Ricardo pagaba protección. Pero debido a su historial, y a que los otros eran «hombres de negocios» a los que tampoco les interesaba un conflicto gratuito con alguien como Ricardo, éste llegó a un acuerdo muy beneficioso. El lugar se convirtió en un remanso de paz, donde los clientes se sentían seguros. Nadie que perteneciera a la pequeña hampa local se hubiera atrevido a molestar a alguien que saliera de Ricardo's.
A los amigos y clientes de Ricardo (que eran lo mismo) se les respetaba. Si alguien se hubiera atrevido a romper la norma, la gang que protegía a Ricardo, o el propio Ricardo, se lo hubiera hecho pagar caro.
– Dime, Jaime, ¿en qué lío te has metido? -le interrogó después de servirle una copa.
Le contó con detalle la conspiración de los Guardianes y lo ocurrido a Linda, omitiendo las sesiones de recuerdos de vidas pasadas y de espiritualidad cátara, que pensó provocarían el escepticismo de su amigo y que éste se preocupara más por su salud mental que por su seguridad física.
– ¿Por qué no van a la policía? -preguntó.
A Jaime le pareció irónico que Ricardo, tan aficionado a resolver sus asuntos por sí mismo, propusiera esa opción.
– No tenemos pruebas de que ellos hayan cometido los asesinatos. Y además bien pudiera considerar la policía a nuestro grupo sospechoso de lo mismo.
– Pero ha habido dos asesinatos. Y los asesinos parecen profesionales -dijo pensativo Ricardo.
– Sí, y lo que a mí me preocupa es que esa gente, los cátaros, sean eliminados antes de que puedan aportar las pruebas definitivas sobre el fraude. Son un grupo de beatos inofensivos jugando con tipos muy peligrosos.
– ¿En qué te puedo ayudar?
– Puedo necesitaros a ti y a alguno de tus amigos si veo que las cosas se complican.
– Seguro que estaré allí donde me necesites -repuso Ricardo sin vacilar. Los ojos le brillaban con entusiasmo al anticipar un buen lío-. Además, desde que llegué a un acuerdo con los mafiosillos locales nuestras relaciones han mejorado mucho. Somos amigos. Y me deben algunos favores. Si es necesario te puedo conseguir un pequeño ejército.
– Gracias, Ricardo, sabía que estarías conmigo.
– ¿Tienes pistola?
– Desde la última vez que salimos una noche a divertirnos tú y yo, no he vuelto a sentir ninguna necesidad de tener una.
– ¡Qué chingado! -le increpó Ricardo con una sonrisa-. Bueno, te puedo prestar una. ¿La quieres sin marcas?
– La prefiero legal.
VIERNES
60
Aquél fue un día interminable. Jaime esperaba que White llamara o apareciera en cualquier momento para reprocharle no haber tomado aún el avión. La discusión mantenida el día anterior fue muy desagradable: White le acusaba de desobediencia y Jaime argumentaba que su partida inmediata no tenía sentido y perjudicaba la marcha del trabajo; que obedecería, pero dentro de la lógica y protegiendo los intereses de la Corporación. Cuanto más miraba Jaime aquellos ojos hundidos, su certeza de que eran de un criminal crecía.
Jamás se había enfrentado antes a su jefe en términos tan violentos y sabía que su relación quedaría dañada para siempre, pero estaba seguro de que tan pronto como presentara las pruebas a Davis, White sería despedido. Pero aún debía guardar las apariencias en lo posible y no tenía otra opción que hacer aquel viaje.
White no apareció ni dio señal de vida; debía de entender que hoy era ya inútil insistir, puesto que en ningún caso llegaría a la oficina de Londres hasta el lunes por la mañana. Jaime tampoco tenía el más mínimo deseo de hablar con él.