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– ¡Hijos de puta! ¿Quiénes son y qué quieren esos locos?

– Lo que todos. Respeto y reconocimiento para su raza en películas y series de televisión. Según eso todos los psicópatas y malos de las películas debieran ser hombres rubios y de ojos azules.

– Los extremistas y fanáticos son un verdadero peligro.

– Ya verás, un día saldrá un grupo de amigos tuyos hispanos haciendo algo semejante. -Douglas sonreía.

– ¿Y por qué deberían de hacerlo? -replicó Jaime, molesto. -Ya sabes, todo rebaño tiene ovejas negras. Descontrolados.

– A veces las ovejas descontroladas son rubias.

– Vamos, hombre, no te enfades; bromeaba. -Douglas le dio una palmada en la espalda.

– Bien, debo volver al trabajo.

– De acuerdo. Gracias por la visita. ¿Cuándo me dices algo sobre Linda?

– Pronto. Pronto. -No le apetecía en absoluto comprometerse.

– Dime algo mañana. ¿De acuerdo?

– Veremos. Hasta luego.

Jaime regresó a su despacho malhumorado. ¡Qué forma tan zafia de pedir un favor!

Laura estudió, por encima de sus gafas, su expresión al regresar. No dijo nada, pero sonrió divertida.

14

Había resistido bien la mañana, pero ahora el recuerdo de Karen volvía una y otra vez. Jaime se acercaba a la ventana, y sus pensamientos corrían como perros vagabundos tras los coches que, cruzando el bulevar, se perdían hacia algún lugar desconocido. Y ella estaba siempre al final del trayecto.

No recordaba cuándo fue la última vez que pasó un rato tan agradable con alguien, y la tentación de invitarla a salir era ya irresistible; pero habían pasado sólo unas horas y no quería llamarla tan pronto. Ella se daría cuenta de inmediato de que él necesitaba verla. Entonces sonó su teléfono directo.

– ¿El vicepresidente de auditoría, por favor?

A Jaime le dio un vuelco el corazón.

– ¿Karen?

– La misma de la hamburguesería. -La voz sonaba risueña.

– ¡Ah!, sí, Karen. -Decidió fingir indiferencia. Se aprovecharía de que era ella quien llamaba-. ¿Qué puedo hacer por ti? ¿Necesitas que te audite algo?

– Muy gracioso el señor vicepresidente -continuó ella con voz cantarina-. Tendré que hablar con mi abogado sobre el tono que usted ha usado al ofrecerme su auditoría.

– Yo no tengo abogado. ¿Me podrías recomendar alguno en caso de que esto llegue a pleito?

– Conozco a una buena abogado, pero cuesta cara.

– ¿Cuánto?

– Una hamburguesa griega.

– Bien. Podríamos llegar a un acuerdo. -Se sentía Humphrey Bogart y no quería mostrar prisa-. ¿Qué tal mañana jueves?

– Imposible, tengo otro compromiso -respondió ella-. Propongo la noche del viernes.

Jaime sintió que perdía su pretendida ventaja. Quedó por un momento callado por la sorpresa. La noche del viernes era obviamente un compromiso más serio que la del jueves, lo cual le encantaba. Sin embargo tendría que cancelar su cita con Mary-Anne. Su entrenamiento como negociador le decía que para recuperar su posición debía contestar que él estaba ocupado el viernes y ofrecerle el próximo lunes. Definitivamente el lunes.

– Mejor el sábado -se oyó decir. Esperar hasta el lunes le había producido un pánico repentino.

– ¡Oh! Lo siento, pero el sábado no puedo.

– Bien, acepto el viernes. -Era una rendición, pero confiaba en que no se notara-. Pero tú invitas en compensación a un preaviso tan corto.

– Dejemos que nuestros abogados lo discutan en la cena -dijo Karen-. Por cierto, al mío le apetece más ir a un restaurancito en New Port llamado The Red Gull. ¿Te parece bien?

– Pero ¿no querías una hamburguesa?

– Sí, me apetece, pero otro día. Estamos hablando de un viernes noche. ¡No seas tan agarrado, hombre! -Reía.

Pero has sido tú la que… -Jaime se dio cuenta de que tenía poco que argumentar-. Bien, de acuerdo -aceptó.

Recógeme en mi casa a las ocho. -Karen le dio la dirección-. Hasta entonces, cariño.

Jaime se quedó mirando el auricular, deseando besarlo.

VIERNES

15

Pasaban siete minutos de las ocho cuando Jaime detuvo su coche frente a la barrera de acceso al complejo de apartamentos. Había dado un par de vueltas para llegar tarde y esperaba que Karen estuviera algo molesta, pero no lo suficiente para estropear la noche.

Desde la garita un enorme guarda con aspecto de pocos amigos le interrogaba en silencio.

– Karen Jansen.

El guarda no contestó y, tomando el teléfono, marcó un número sin perder a Jaime de vista.

Las ocho y nueve minutos, no era su intención llegar tan tarde, pero estaba seguro de que ella también planeaba hacerlo esperar.

El guarda soltó una carcajada, iluminando su rostro oscuro y serio con una gran sonrisa de dientes blanquísimos. Colgando el auricular se dirigió a Jaime. ¿El señor Berenguer?

– Sí.

– En el primer cruce gire a la derecha, por favor. -El hombre continuaba sonriente-. A cien metros encontrará a su izquierda una zona de aparcamiento ajardinada. Puede dejar el coche allí. La señorita Jansen vive en el edificio D, piso tercero B.

– Gracias -contestó Jaime, sorprendido e intrigado por la repentina amabilidad del hombre. Éste le respondió con un gesto amistoso.

La zona contenía edificios de media altura de estilo colonial sureño, con clase. El espacioso césped y los crecidos árboles de los jardines estaban ya iluminados para la noche.

Se preguntó cuál sería el edificio D, pero no tuvo tiempo de averiguarlo; ella avanzaba a través del jardín, y Jaime se dijo que habría salido de su apartamento justo al colgar el teléfono tras hablar con el guarda. Sintió un toque de remordimiento por su retraso intencionado.

Abrigo negro, bolso y zapatos de tacón a juego. Los ojos azules y los labios más rojos que de costumbre le sonreían en una cálida bienvenida. Estaba muy, muy hermosa.

Bajó del coche y quedaron a treinta centímetros uno de otro.

– Hola, Jim.

– Hola, Karen. -A pesar del riesgo de herir el feminismo de la chica, lanzó el piropo-. Estás muy guapa.

– Gracias -respondió ella como encantada por el cumplido-. Y tú, muy atractivo.

A Jaime le sorprendía la actitud relajada y feliz de Karen, que no mostraba el menor rastro de agresividad. No era lo que él anticipaba. Después de un instante de vacilación se apresuró a abrirle la puerta del coche.

– Gracias -repitió ella sentándose y, cuando el abrigo se abrió, dejando ver unas hermosas y largas piernas bajo una falda escueta, no se dio ninguna prisa en cubrirlas.

Jaime tragó saliva, cerró con cuidado la puerta y dio la vuelta al coche pensando que era la primera vez que le veía tanta pierna. Hasta el momento, para él las piernas habían sido una parte de la anatomía de Karen inexistente. Y de repente habían pasado a ser una acuciante realidad.

Arrancó el coche dominando la tentación de echar otro vistazo a su fascinante descubrimiento.

Karen correspondió al saludo entusiasta del guarda.

– Hasta luego, Was.

El hombre, aún sonriente, mostraba su revólver.

Jaime no entendía aquello.

– Karen -preguntó finalmente-, ¿qué le dijiste al guarda por teléfono cuando llegué?

– Le dije que no se llega tarde a la primera cita -respondió ella con tranquilidad-, y que te pegara un tiro en la cabeza si te entretenías un segundo más.

– Pues el sujeto tenía aspecto de no importarle el hacerlo. -Jaime encajó la broma-. Pero hubiera sido un castigo excesivo.

– Naturalmente que lo habría hecho y, además, encantado de la vida. -Luego el tono de Karen se hizo severo-. ¿Así tratáis los latinos a las señoritas en vuestra primera cita?

– No siempre. Sólo cuando son exitosas ejecutivas -respondió él con sorna.

– ¡Ah, no! -protestó ella con un divertido acaloramiento-. Los fines de semana no trabajo y exijo mis derechos femeninos; ni se te ocurra discriminarme, sería anticonstitucional.

12
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