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El amplio salón situado en el ala norte del piso treinta y dos estaba adornado con cuadros y esculturas de conocidos artistas modernos. Los ventanales mostraban aún una brillante mañana, como si la tragedia ocurrida minutos antes hubiera sucedido en otro planeta.

Silenciosos, sentados alrededor de la gran mesa de raíz de nogal, estaban los presidentes de las distintas funciones de la Corporación, con las únicas ausencias de un viajero, de los responsables de las divisiones de Música y Editorial, con oficina en Nueva York, y del presidente de la Prensa Internacional, con base en Londres. Davis había requerido la presencia del jefe de seguridad del edificio, Nick Moore, un extraño en aquellas reuniones. Un pretoriano lo había acompañado, ya que, a pesar de su cargo, Moore no tenía tarjeta de acceso a la planta.

La breve agenda que les habían entregado descansaba sobre la mesa. «Desaparición de Steve. Acciones a tomar.»

– El viejo es increíble -comentó Andersen a Bob Cooper, presidente de Finanzas-. Acaban de matar a su mejor amigo, y colaborador durante más de cuarenta años, y aquí le tienes, dictando agendas para reuniones.

Un sillón vacío, colocado en el centro de la mesa, esperaba al presidente ejecutivo, y justo a su hora entró Davis, con semblante serio pero firme. A su lado, el inseparable Gutierres.

– Buenos días -dijo mientras andaba hasta su lugar.

– Buenos días -contestaron los demás a media voz.

– Bien -comenzó una vez acomodado, recorriendo con la mirada los semblantes de los presentes-, ya sabéis por qué nos reunimos. -Hizo una pausa-. Vamos a discutir la situación y a establecer la estrategia adecuada.

Se interrumpió de nuevo y nadie hizo un solo movimiento. La atención de todos se centraba en su rostro.

– Hemos localizado a Alexander, que está de viaje, y a Chris y a Peter en sus oficinas de Nueva York. También a Arthur, en Londres -continuó después de unos segundos-. Les he comunicado personalmente lo ocurrido. -Davis hizo una tercera pausa y contempló otra vez el semblante de cada uno. Parecía como si le costara trabajo continuar con su explicación-. Dada la situación, he invitado al señor Moore, ya que la seguridad es el tema a tratar. Empecemos.

– David -dijo Andersen con voz solemne-, estoy seguro de que hablo en nombre de todos al expresar nuestro gran dolor e indignación por lo ocurrido a Steve. Era un caballero, un gran amigo y una persona muy querida por todos. Deseamos expresarte a ti en particular nuestra más sentida condolencia por la íntima amistad que sabemos os unía.

– Gracias, Andrew, y gracias a todos -repuso quedamente Davis. Luego, alzando la voz y mirando a Moore con dureza, dijo-: Señor Moore, explíquenos lo ocurrido.

La cara habitualmente roja de Moore palideció. El hombre, ex policía de gran tamaño, andares chulescos y voz autoritaria, estaba ahora sentado en el extremo de su silla y obviamente nervioso. La situación y el lugar parecían intimidarlo.

– Una bomba, señor Davis -farfulló-. Creemos que ha sido una bomba.

– ¿Quién diablos ha podido entrar y poner una bomba en pleno piso treinta y uno? -preguntó White-. Poca gente tiene acceso a esa planta, y todos son empleados.

– Y los de mantenimiento y limpieza son estrictamente controlados a la entrada y a la salida, señor -añadió Moore.

– ¿Quiere decir que lo hizo un empleado de la Corporación? -interrogó Davis, arqueando las cejas incrédulo.

– La policía iniciará la investigación de inmediato, señor, pero lo más probable es que haya sido un paquete o carta bomba exterior.

– Entonces ¿qué demonios hacía su gente? -saltó Davis-. ¡Les pagamos para que nos protejan!

– No lo sé, señor -balbuceó Moore-. Lo siento, señor, es sólo la teoría más probable. Tendremos que esperar a preguntar a Sara cuando esté en condiciones. Al señor Kurth le llegaban muchas cartas y paquetes con libros o posibles guiones para películas. Le aseguro que jamás se entregaba un paquete sospechoso y sólo los de remitente identificado y aceptado por Sara entraban en su oficina.

Se hizo el silencio. La furia de Davis parecía haber remitido y quedó como deshinchado. Su avanzada edad se manifestaba ahora como nunca antes, haciéndole parecer más pequeño.

– David -intervino White-, los empleados están muy excitados y no creo que nadie esté haciendo otra cosa que hablar de esta desgracia. Propongo que, en honor de Steve, los enviemos a casa y se cierre el edificio durante el resto del día en señal de duelo.

– Si me permite, señor -dijo Moore-. Es una buena idea. Deberíamos desalojar el edificio por si hay más bombas. Además, la policía está insistiendo en ello.

– ¡Y una mierda! ¡No vamos a desalojar el edificio! -repuso Davis golpeando la mesa con la palma de la mano. La súbita elevación de su voz sobresaltó a los concurrentes-. ¡Eso es lo que quiere el hijo de puta de la bomba! -El viejo se interrumpió un momento y, uno a uno, buscó con su mirada los ojos de los reunidos-. ¡Quieren intimidarnos, asustarnos, doblegarnos! ¡Ah no, David Davis no les dará ese placer!

– Perdona, David, pero algunos empleados están al borde del pánico por temor a otra bomba. No les podemos pedir que sean héroes -habló Andersen-. Creo que es buena idea cerrar hoy el edificio.

– Esta Corporación, como otras del país, está permanentemente amenazada -contestó con calma Davis- y algunos de nosotros mucho más. ¿Cuántas amenazas recibes a la semana, Tom?

– Bastantes -afirmó el presidente del grupo televisivo.

– Señor Moore, ¿cuántas amenazas, insultos y bromas de mal gusto reciben nuestras centralitas?

– Docenas al día, señor.

– Charly, ¿cuántas cartas recibimos con comentarios negativos sobre nuestros programas de televisión o películas, que van desde un desacuerdo razonado hasta el insulto o incluso la amenaza de muerte?

– Incontables, David -contestó White.

– ¡Incontables, ésta es la palabra! -continuó Davis subiendo de nuevo el tono-. ¡Steve había recibido incontables coacciones y amenazas de muerte! ¡Yo recibo incontables coacciones y amenazas de muerte! ¿Sabéis qué hago con ellas?

La mayoría de los asistentes movió ligeramente la cabeza afirmando conforme Davis les miraba.

La costumbre del presidente ejecutivo de seleccionar y coleccionar las cartas amenazantes más originales y violentas, o las escritas por alguien importante, para luego enmarcarlas y colgarlas en todos los aseos de la planta trigésimo segunda era casi de dominio público. Las paredes de los aseos estaban materialmente cubiertas de tales cuadros de techo a suelo, y los más intimidantes se ubicaban en los excusados.

– ¡Me cago en ellas! -añadió después de la pausa-. ¡Yo no sólo luché por este país y contra los nazis, sino también por la libertad! ¡Incluida la libertad de expresar ideas!

Todos sabían que Davis había combatido voluntario como piloto de caza en Europa durante la Segunda Guerra Mundial y que poseía la medalla al valor.

– Steve no es el primer amigo que he visto morir a mi lado. -Su voz se quebró.

Los demás le miraban consternados y con el corazón en un puño. Sus ojos estaban brillantes por las lágrimas. ¿Iba David Davis, leyenda de duro entre los duros de Hollywood, a llorar?

– En la época del senador McCarthy y su caza de brujas conseguimos sobrevivir con dignidad -continuó con voz más firme-. Directores, guionistas, actores, todo el mundo lo sabe y se nos respeta por ello.

»¿Con qué frecuencia los defensores de la mayoría moral bloquean las centralitas, mandan toneladas de cartas, presionan a los anunciantes de nuestras televisiones porque en un talk show se habló a favor del aborto, o porque en tal película se hace apología de las madres solteras o por lo que llaman lenguaje obsceno? Cualquier pretexto es bueno.

»¿Con qué frecuencia hacen lo mismo desde el otro extremo? Alegan que damos papeles «indignos» en nuestras producciones a hispanos y a negros, o que pagamos menos por el mismo trabajo a las actrices que a los actores, o que no les gusta la cara de alguien. También bloquean centralitas, amenazan, y presionan a los anunciantes.

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