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»El conde de Foix y su hijo comandarán la primera columna. Estará formada por los caballeros de Foix y el primer grupo de caballeros aragoneses; saldréis por la derecha los primeros para apoyar al grupo de infantería tolosana que se encuentra con las máquinas de asalto frente a las murallas de Muret. Deberéis evitar que los cruzados escapen por el flanco derecho. Rápido, Ramón Roger, salid antes de que acaben con los tolosanos y puedan huir.

– Sí, don Pedro. -Gritó el conde de Foix. Y salió hacia los caballos gritando-: ¡Aquí Foix!

– Miguel -continuó Pedro dirigiéndose a su alférez-, asignadle un refuerzo de caballeros al de Foix.

– Sí, mi señor. -Y Miguel de Luisián empezó a gritar nombres con su vozarrón de montañés del Pirineo.

– Los demás caballeros de mis mesnadas y los faidits occitanos vendrán en mi grupo. Yo marcharé al frente.

– Señor don Pedro. -Era Guillem de Montgrony, un joven caballero que se había distinguido por su valor-. Concededme el honor de luchar con vuestras insignias.

– Os lo prometí en las Navas de Tolosa y os lo concedo ahora -contestó Pedro despojándose de la túnica que cubría su malla de hierro y cambiándola por la de Guillem. Luego cambiaron los escudos. Era tradición, cuando el rey entraba en batalla, que un joven caballero de mérito llevara los signos reales. Así protegía al rey de ser identificado y fácilmente asesinado.

El grupo del conde de Foix ya estaba saliendo, y Pedro se dirigió hacia los caballos para formar su grupo. Por precaución, detrás iría parte de la tropa de a pie con lanzas. Los arqueros, lanceros y el resto de tropa se quedarían en retaguardia.

Levantando la espada Pedro gritó a sus gentes:

– ¡Por Occitania! ¡Por Cataluña y Aragón!

Un gran clamor se elevó del ejército; caballeros y escuderos se apresuraron a las monturas, mientras capitanes y sargentos de tropa gritaban órdenes. Pedro montó en su corcel, y sus caballeros lo rodearon.

– Adelante -dijo conduciendo su caballo hacia el campo de batalla.

No es un suicidio. Es el juicio de Dios, se repetía a sí mismo.

– Señor buen Dios, me someto ahora a vuestro juicio. Tened piedad -murmuró.

Y el rey don Pedro II de Aragón marchó al frente de los suyos para encontrarse con su destino.

70

Las imágenes del ejército en marcha, los gritos, el rumor de cascos de caballos y el estruendo de hierros se fundieron con el sordo zumbido de motores y la visión confortable del interior de la sección business.

La batalla era inminente. Pero ¿en qué se relacionaba ese aviso con su vida actual? Quizá se trataba de la misma situación repetida; quizá también habría que luchar a muerte. Jaime estaba dispuesto a hacerlo. Después de todo, ¿qué sentido tendría para él continuar con su vida si Karen era asesinada? Ninguno.

Entendía a aquel loco legendario, que aun siendo uno de los reyes más poderosos de su tiempo, con miles de caballeros a sus órdenes, quería ser el primero en la batalla.

Lo que hasta el momento parecía absurdo era ahora obvio; Pedro debía vencer o morir al frente de sus tropas. Prefería la muerte a no conseguir lo que él amaba. Pedro amaba a Corba y debía tomar el partido de los cátaros y demostrar que Dios estaba con ellos o perderla para siempre. Su amor, bajo el signo de la Inquisición, era imposible.

Jaime volvió su pensamiento al presente. Karen estaba jugando con él el mismo juego que Corba con Pedro, y él sentía la misma pasión que Pedro sentía ocho siglos antes. Las similitudes eran increíbles. ¿Qué pasaba? ¿Estaban condenados a repetir la misma escena con vestuarios distintos? Sacudió la cabeza para expulsar aquellos pensamientos. Eran de demente.

¿Sería víctima de una manipulación psicológica en la que Dubois y los suyos le inducían recuerdos falsos? Pero ¿y si todo fuera real? No; no iba a darle más vueltas; aunque tuviera pruebas de que todo era un engaño, no tenía otra alternativa. Engañado o no, lucharía por Karen y por su amor. Como Pedro en el siglo XIII, e, Jaime, no tenía otra posibilidad.

En Los Angeles le esperaba su propia batalla de Muret.

71

Llegaron con retraso. Jaime, que no había facturado para evitar perder tiempo, cargó con el equipaje y anduvo rápido en dirección a la salida. Tomaría el autobús hasta el gigantesco párking al aire libre de estancias largas; en el coche guardaba su teléfono móvil y el revólver que le dio Ricardo. Tenía prisa. Mucha prisa. Quería ver a Karen, saber que se encontraba bien. Abrazarla.

Un grupo de gente esperaba a los que llegaban. Caras anónimas, sonrientes, expectantes, anticipando el placer de ver a su amigo, familiar o amante. Jaime sintió envidia de los que se encontrarían dé inmediato con la persona querida.

De pronto reconoció una cara; con ancha y cálida sonrisa bajo su espeso bigote negro, Ricardo le observaba con una chispa de ironía en los ojos. Le saludó con la mano y Jaime sintió alivio; cualquiera que fuera la situación a afrontar, mejoraría con él a su lado. Ricardo se puso a andar esquivando a los que esperaban, y ambos se encontraron donde la multitud era menos densa. Se dieron un abrazo y Ricardo le palmeó ruidosamente la espalda.

– Bienvenido, hermano. ¿Cómo te fue?

– Bien. ¡Cuánto me alegra verte! Gracias por venir.

– Para eso estamos los amigos -contestó Ricardo cogiendo el portatrajes y cargándolo él, mientras andaban hacia la salida-. Alguien dejó un mensaje curioso en mi contestador; Julieta se ha metido en líos, ¿verdad? Y aquí viene Romeo para salvar a su dama en apuros. ¿Va por ahí el asunto?

– Es una larga historia, Ricardo. Pero sí, es cierto. Karen está amenazada por un serio peligro. Una amiga suya murió torturada nace poco, y yo no dejaré que le ocurra a ella.

– No tienes que contarme mucho más por el momento; sólo dime antes de la pelea a quién le pego yo.

– Será peligroso.

– Mejor.

– Karen pertenece a un grupo religioso que, entre otras cosas, detesta la violencia. Sus sacerdotes no pueden ni tocar un arma. Y están enfrentados a una secta que considera la violencia un buen método para obtener sus fines; usan armas y explosivos como profesionales. Quiero que sepas que no es una pelea de taberna. Es algo serio. Y si aparecen pistolas, si hay tiros, estaremos tú y yo solos.

Cruzaron las dos secciones de la calle que separaba las terminales del párking. Era un verdadero río de vehículos y luces a distintas velocidades. Multitud de taxis, coches privados e hileras de pequeños autobuses; un aparente caos donde al final, sorprendentemente, todo el mundo encontraba su destino.

– Avisa a la policía -sugirió Ricardo.

– No podemos aún. Karen y otros están recogiendo pruebas para denunciarlos. Necesito encontrarla con urgencia, saber que está bien, protegerla y decidir luego qué hacemos. Conoce información y tiene documentos que los de la secta quieren destruir peligra.

Llegaron al coche de Ricardo. Un lujoso Corvette de color rojo y tapicería de cuero negro.

– Bueno, pues si no puedes llamar a la policía has hecho bien en llamarme a mí. Si necesitamos refuerzos, tengo un par de amigos que se unirán a la fiesta. Y si queremos más, sé dónde contratarlos -dijo cuando ya salían del aparcamiento. Y haciendo sonar el motor Ricardo se dirigió hacia Century Boulevard.

– ¿Me prestas tu móvil?

Ricardo pulsó los códigos de acceso a su teléfono y se lo pasó. Jaime sólo quería oír su voz, saber que estaba bien y que supiera que él había llegado. Marcó el número del teléfono móvil de Karen. Oyó el mensaje de la operadora indicando que el teléfono estaba desconectado.

Volvió a marcar, esta vez al teléfono de casa. La voz de Karen sonó automática desde su contestador. Colgó. Era lógico que, aun estando en casa, no contestara. Volvió a llamar. De nuevo el contestador.

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