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– ¡Ayuda para el rey! -gritó Miguel con su formidable vozarrón.

Hug, que también había terminado con su enemigo, se puso al lado de Miguel al tiempo que otro cruzado llegaba y le golpeaba con un tajo largo en el casco. La sangre empezó a brotar de su frente. Pero Hug hizo saltar a su caballo hacia adelante y con un movimiento horizontal de su espada, la colocó entre el escudo y el brazo derecho de su atacante, justo en pleno pecho. El hombre abrió los brazos y se desplomó hacia atrás. Un segundo adversario le envió un mandoble que Hug pudo parar a duras penas con su escudo; desequilibrado, golpeó a su vez al cruzado, que paró fácilmente el golpe. Hug se descubrió demasiado y, al contraatacar, el francés le alcanzó con un buen tajo en el hombro; la espada de Hug cayó al suelo, pero pudo mover su escudo a tiempo y parar el siguiente golpe. Intentó coger sus mazas de combate, que colgaban de su silla, sin conseguirlo. Pedro espoleó su caballo y llegando por detrás de Hug hundió su espada en la faz del cruzado. La sangre cubría buena parte de la cara de Hug, que tenía el brazo derecho colgando y sus mejillas pálidas como la cera.

– Es un honor tener como guardaespaldas a un rey. -Tuvo aún el humor de bromear-. Gracias, mi señor.

– Hug, retiraos -dijo Pedro.

– No, mi señor. No os abandonaré en el campo de batalla -repuso Hug mientras intentaba coger de nuevo las mazas de guerra, que colgaban de su montura. Su herida sangraba en abundancia, y las mazas cayeron al suelo.

– Idos, Hug, aquí molestáis y yo os quiero para otras batallas. ¡Os lo ordeno por vuestro honor y la fidelidad que me habéis jurado!

– ¡Que el Dios bueno os proteja, mi señor! -Sosteniéndose a duras penas sobre el caballo, Hug se dirigió al campamento.

La situación en el grupo de Pedro era crítica. Cerca de una veintena de jinetes cruzados se habían lanzado sobre la cuadrilla de rey, de la que sólo cinco caballeros quedaban. Un grupo de unos veinticinco caballeros, con Dalmau de Creixeill al frente, se esforzaban por llegar en su ayuda, pero la caballería y los infantes enemigos, que a pie les atacaban con sus largas picas, se lo impedían.

– ¡Id a la retaguardia, mi señor! -le gritó de nuevo Miguel-. ¡Rápido, don Pedro! ¡Antes de que nos rodeen!

Fueron sus últimas palabras. Un cruzado le estrelló un hacha en el casco, mientras otro le hundía la espada por debajo del escudo. Miguel se desplomó hacia adelante. Pedro espoleó su caballo enviando un tajo al primero de los verdugos de Miguel. El golpe dio en el cuello del caballo que se hundió de rodillas. Rápidamente levantó la espada hacia arriba hiriendo sin profundidad el pecho del caballero. Tuvo el tiempo justo de cubrirse con el escudo del golpe que el segundo jinete le lanzaba. Soltó un nuevo mandoble al caballero herido, que recibió un profundo tajo, rompiéndole la malla entre omoplato y esternón. Hombre y caballo empezaron a caer.

Pedro sintió entonces un golpe y un profundo dolor en su hombro izquierdo; el brazo que sostenía el escudo se desplomó y la defensa cayó al suelo. Casi de inmediato un terrible dolor en el costado; un soldado de a pie le había clavado su lanza.

– ¡Dios mío! -musitó mientras perdía el equilibrio y caía del caballo.

Justo entonces un grupo de sus caballeros alcanzaba el lugar, haciendo retroceder a los cruzados.

Pedro no había perdido la consciencia. Allí frente a él, tendido en el suelo, estaba Miguel, su amigo, con su densa barba rubia y sus ojos azules abiertos. Miraba a un cielo que ya no veía; tenía la frente ensangrentada y abierta por un gran corte. Entre ambos, un pequeño riachuelo. Riachuelo de agua clara hacía unos momentos, llegó a pensar Pedro, ahora de sangre.

Pedro sabía que sus heridas eran mortales. Dios le había juzgado y le condenó.

Arriba sus caballeros luchaban aún, creando un espacio libre que lo protegía, y veía cómo jinetes de uno y otro bando iban cayendo. Él quería gritarles que todo estaba perdido, que se fueran. Que el juicio de Dios ya se había celebrado. Pero no pudo ni siquiera hablar. Quería que se retiraran, sabía que sus caballeros morirían antes que abandonarle a él allí, a pesar de que la batalla estaba ya perdida. La angustia que aquella certidumbre le causaba dolía más que sus heridas.

Se equivocó al no seguir los consejos de Ramón VI. Erró al conducir a su gente a un combate en campo abierto. Obró contra la prudencia y ahora respondía por ello.

Pero quería ser juzgado por Dios y acabar con aquella duda terrible, aun a costa de su vida. Y había sido condenado. Pero ahora comprendía que no sólo él pagaba por su pecado, sino que sus caballeros y las gentes que le eran fieles sufrirían la misma condena.

Las lágrimas brotaron de sus ojos. Había sido un loco obsesionado por el amor de una mujer y por ella se había enfrentado a la voluntad de Dios. Y por ella había buscado su destino en aquel campo de batalla. Y ya lo había encontrado. Su destino era la muerte.

Sentía dos dolores en el pecho: el de la herida física y el de la pena. No sabía cuál dolía más, pero ambos le estaban matando. El dolor era tal que iba a perder la consciencia. La muerte le libraría del dolor físico. Pero ¿cómo se libraría de su angustia, del dolor de su espíritu?

– Señor mi Dios, perdonadme por lo que he hecho a mis gentes.

Con un último esfuerzo Pedro se tumbó hacia el cielo. Casi no oía el estruendo del combate.

Miles de imágenes cruzaron su mente. Su infancia, sus guerras, sus amores. Corba.

– Señor buen Dios, cuidad de mi amada Corba, cuidad de mis súbditos y de mi hijo.

El cielo continuaba con sus nubes grises y blancas. Su vista empezó a nublarse y veía las siluetas de los combatientes como a cámara lenta, bailando un macabro baile de muerte alrededor.

– Señor buen Dios, perdonadme.

De pronto, atravesando un claro de nubes, surgió un pequeño rayo de sol.

Pedro vio una luz blanca salir del cielo, la luz se hizo mayor y se le acercó. Y sintió que había alguien dentro de aquella luz. Ese alguien misericordioso le hablaba, diciéndole que el buen Dios le había perdonado.

Pedro sintió la paz.

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– El ciclo se ha cerrado -dijo Dubois apartando sus manos.

Jaime recuperaba lentamente la consciencia de dónde estaba. Dubois volvió a hablar.

– Ahora debe encontrarse a sí mismo. Estaré en mi celda, rezando, venga cuando me necesite. -Y dirigiéndose a la puerta lo dejó solo en la capilla subterránea.

Tumbado en el pequeño diván, podía ver de nuevo el tapiz de la herradura cátara con sus personajes y divinidades extrañamente primitivos y ahora inmóviles. El Dios bueno, el mal Dios estaban allí, quietos, pero llenos de un poder oculto y de un significado que Jaime no terminaba de comprender.

Notaba sus ojos y mejillas húmedos y se dio cuenta de que había estado llorando cuando el rey Pedro lloró. Había vivido su propia muerte y, antes de morir, experimentó cómo la pena y sus propios reproches le destrozaban el corazón.

Sentía una gran compasión por Pedro. Por él mismo. Por el caballero, por el rey, que creía en un Dios que juzgaba a sus criaturas, premiando a las justas con la vida terrena y castigando a las equivocadas con la muerte. Lamentaba el destino de aquel hombre, que lo había dado todo por el amor de una mujer: su vida, la de sus caballeros y amigos, su reino y también su alma.

Estaba seguro de que aquella historia antigua se repetiría en el presente y experimentaba lo que Pedro sintió cuando velaba sus armas y rezaba a Dios la noche antes de entrar en batalla.

El lunes, si todo estaba listo, debería ver a Davis, convencerlo y demostrarle que existía un complot dentro de la Corporación y que en los asesinatos estaban involucrados varios de sus más altos ejecutivos. Si fracasaba, los Guardianes sabrían entonces que él era su enemigo y su vida no valdría nada. Lo buscarían para asesinarle. Y también a Karen.

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