– Quieren matarles a todos. -Las palabras salían con dificultad de los labios hinchados-. Asaltarán esta planta.
– ¿Cuántos son?
– Quizá unos veinticinco o treinta.
– ¿Cómo podemos salir de aquí?
– No pueden. Toda posibilidad ha sido considerada.
– Debemos comunicarnos a toda costa con el exterior. -Gutierres se dirigía por primera vez al resto de los presentes-. Los Guardianes nos tienen sitiados y han bloqueado los teléfonos. A falta de un plan de acción para escapar, debemos esforzarnos en pedir ayuda. Intenten una y otra vez la comunicación tanto con sus teléfonos móviles como con los fijos.
104
Ocurrió con mucha rapidez; no había terminado Beck de pronunciar el número «tres» cuando Laura, veloz, le encañonaba a la sien, disparando de inmediato.
Jaime vio cómo una masa de despojos sangrientos salía por el lado derecho de la cabeza. Por unos segundos, Beck se mantuvo de pie, con la sonrisa aún en la cara y una expresión de sorpresa. El brazo de la pistola cayó, mientras el cuerpo se desplomaba golpeando la mesa antes de hacerlo en su asiento. Y allí quedó, en una extraña posición, de rodillas en el suelo, cabeza apoyada en la silla y una mirada vacía perdida en el techo.
– ¿Hablamos ahora de mi aumento de sueldo? -Laura, brazos en jarras, sujetando aún la pistola, sonreía mostrando los dientes en una expresión felina que Jaime no recordaba haber visto en ella, pero que le era familiar. La miró con asombro sintiendo un alivio infinito. Ahora percibía el olor a pólvora. La situación era surrealista-. Bueno, ¿qué hay de mi aumento? -insistió Laura.
Jaime necesitó tiempo para reaccionar.
– ¡Concedido! -exclamó al fin, admirando su extraño sentido del humor-. Pero antes tienes mucho que contarme.
– No hay tiempo ahora -intervino Karen, teléfono en mano-. Beck tenía razón. Están cortadas todas las líneas.
– Debemos ayudar a los de arriba -dijo Laura-. Jaime, tú tienes experiencia con armas. ¿Verdad?
– Alguna.
– ¿Y tú, Karen?
– No.
– Entonces, Jaime, coge la pistola de Beck, ponte su chaleco y cuélgate al cuello la máscara antigás. ¿Sabes cómo funciona?
Jaime manipuló la mascarilla, afirmando luego con la cabeza.
– Ahora, mientras están entretenidos con los explosivos, podemos limpiar la escalera de emergencia norte para que Davis y los suyos escapen.
– Un momento, Laura -le detuvo Jaime-. ¿Cómo sabrán que nosotros somos los buenos? Los pretorianos dispararán al primero que vean.
– Hay que correr el riesgo -repuso Laura-. Si el asalto triunfa moriremos igualmente, incluso si lográramos escapar del edificio. Los conozco. Te seguirían toda la vida hasta terminar contigo.
– Hay otra alternativa -advirtió Karen.
– ¿Cuál?
– El cableado de ordenadores interior del edificio es independiente de las líneas telefónicas, ¿cierto?
– Sí.
– Veamos si el correo electrónico interno funciona.
– Dudo que en esta situación Davis se entretenga leyendo sus mensajes -dijo Laura.
– Quizá sí lo haga -afirmó Jaime-. Los de arriba deben de estar intentando comunicarse con el exterior de cualquier forma posible.
Avanzó a zancadas hasta su mesa y tecleando en el ordenador accedió al correo interno de la Corporación sin mayores problemas.
Escribió un mensaje dirigido a Davis con copia a Gus Gutierres. Llevaba la indicación de «muy urgente», titulándolo «Vida o muerte».
«Aquí Jaime Berenguer. Están a punto de romper el suelo de su planta y lanzar gases lacrimógenos para hacerles salir. Protéjanse. No salgan al techo, les esperan helicópteros. Tenemos dos armas. Podemos limpiar la escalera norte para que bajen y tomen posiciones aquí.» Jaime envió el mensaje rezando para que lo recibieran.
Laura y Karen, a sus espaldas, contenían el aliento mirando la pantalla del ordenador con ansiedad mientras Jaime repetía envíos. Lo intentó dos veces más, sin resultados; el tiempo corría en su contra. Decidieron un último intento antes de salir al pasillo.
105
Los sitiados del piso treinta y dos se aplicaron con desesperación para comunicarse con el exterior.
Gutierres se maldecía a sí mismo por no haber anticipado aquello. Pero ¿quién lo iba a suponer? Jamás hubiera imaginado que los Guardianes pudieran organizar un asalto dentro del edificio de la Corporación. Aunque sí debiera haber sospechado de Moore, el jefe de seguridad. Pero, aun sospechando de él, ¿cómo podía ocurrir aquello? Los Guardianes debían de estar muy preparados, muy seguros de su victoria para atreverse a tanto.
Trenzaba alternativas de escapatoria posibles. Nadie percibiría desde fuera el sonido de los disparos, la insonorización interna haría que el ruido casi no saliera al exterior. Los ascensores estaban bloqueados y les esperaban en las escaleras. Podían salir al tejado del edificio e intentar descolgarse por las pequeñas barcas que utilizaban los operarios de limpieza de cristales. Seguro que el enemigo había tenido ya en cuenta esa alternativa y los estaría esperando. Sólo usaría esa vía cuando agotara todas las posibilidades de escapatoria. Mientras, lo mejor era resistir allí e intentar comunicarse.
El correo electrónico interior estaría seguramente cortado junto con las líneas de teléfono. Probaría si había salida al exterior. En el peor de los casos, si el cableado funcionaba, al menos podría dejar en el sistema un mensaje de acusación, un testamento. Quizá los asaltantes no lo pudieran borrar. Entró en el correo, y con sorpresa leyó un mensaje en entradas: «Vida o muerte».
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¡Al fin un mensaje de Gutierres! El pretoriano, desesperado, debía de haber estado tratando de enviar mensajes de socorro al exterior cuando recibió el suyo.
A Jaime le sorprendía que los Guardianes tuvieran aquel fallo. Quizá no pudieron desconectar el cableado en las dos últimas plantas o quizá planeaban borrar en la central de correo interno los mensajes una vez que nos mataran a todos, meditaba.
«Aquí Gutierres. ¿Cómo sé que es usted y no una trampa?»
– ¡Maldita sea, ahora ese hijo de puta no se fía! -exclamó Jaime, forzándose a pensar. ¿Qué le podía decir a Gutierres para que supiera que realmente era él? Escribió la respuesta. En español. Sabía que Gutierres lo entendía. «Ayer le pedí a Davis que quería conservar a mi secretaria. Me dijo que no le importunara con tonterías y hablara con Andersen. Usted no estaba allí, y tampoco White; compruébelo con Davis y Andersen. Y va a tener que confiar o están muertos. Nos reconocerán porque llevaremos una servilleta roja encima del chaleco antibalas. En un minuto estaremos limpiando la escalera.»
Entonces una explosión sonó en el pasillo. Al cabo de un minuto otra más lejana. De nuevo otra cercana; estaban volando trozos del techo para lanzar los gases.
Jaime envió el mensaje y sacando de un cajón unas servilletas de papel rojas le dio un par a Laura.
– Ponte una servilleta cuando bajen los de arriba. Ahora vamos fuera; con la máscara puesta los Guardianes no nos reconocerán.
– ¡Gutierres dice que está de acuerdo! -gritó Karen, que manipulaba ahora el ordenador.
– Lo siento, Karen -dijo Laura, tomando la iniciativa-. Tenemos que salir, pero sólo hay dos juegos de chalecos, máscaras y armas. No puedes venir con nosotros. Es demasiado peligroso, pero también lo es quedarse aquí. Vendrán a ver qué le ha pasado a Beck.
– Deberás esconderte en algún sitio para que no te vean -terció Jaime-. ¡Ya sé! Estábamos limpiando los armarios de detrás de mi mesa. Si quitamos las estanterías, cabrás dentro.
Sin más comentarios Jaime fue al armario, lo abrió y quitando los estantes los puso en otro armario, también en proceso de limpieza. Karen entró y comprobaron que cabía, aunque en posición medio inclinada.