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– Ya te lo advertí.

– Pero imagina que lo creo -se apresuró a añadir-. O al menos creo que es posible. ¿Podría yo recordar vidas pasadas?

– Claro, Jaime, de eso estamos hablando. En unas condiciones especiales, puedes lograr acceso a trozos de información, a recuerdos de experiencias anteriores, que te ayudan a dar sentido a tu vida como continuación de un proceso de aprendizaje emprendido hace muchos años.

– ¿Has vivido tú ese tipo de experiencia o te lo han contado?

– Ya te he dicho que lo he vivido personalmente.

– ¿Qué pasó? ¿Qué viste? Cuéntamelo, Karen.

– Lo siento, Jaime, ahora no puedo. Es algo muy íntimo. No creo que tengamos aún la confianza.

– Pero ¿qué dices? ¿No confías en mí? Tú y yo nos hemos contado cosas muy personales. Nos hemos acostado varias veces y no has mostrado ninguna timidez especial, y yo tampoco. Nuestro contacto es de lo más íntimo. ¿A qué viene ahora ese recato?

– Te equivocas, Jaime. Te he ofrecido mi cuerpo sin reservas y tú a mí el tuyo. Pero es sólo algo físico. Algo que va a degenerar algún día y que va a morir. Nuestros cuerpos han gozado el uno del otro y ha estado muy bien. Pero eso es poco. Es mucho más fácil mostrar lo más íntimo de tu cuerpo que lo más íntimo de tus pensamientos. Y donde está la continuidad de la vida es en tu espíritu, en tu yo más interno.

Jaime no podía apartar la vista de Karen. Se dio cuenta de que se había quedado con la boca abierta. La cerró. Si Ricardo lo veía en esos momentos, se reiría durante el resto de su vida de «la expresión de tonto que Jaime tenía con aquella rubia».

– El verdadero ser es el espíritu, que evoluciona y progresarías, en parte, a las experiencias que se obtienen en la vida física. El cuerpo es sólo un instrumento. Usando el lenguaje antiguo diría que el cuerpo lo ha hecho el diablo y es finito, mientras que el espíritu es eterno.

– ¡Pues diablo! ¡Qué buen cuerpo tienes, Kay! -exclamó Jaime que estaba ya más allá de la sorpresa.

Karen soltó una de sus alegres carcajadas.

– El cuerpo será un instrumento, como tú dices -continuó animado por la risa de ella-, pero yo gozo diabólicamente del tuyo con mi propio instrumento.

– ¿Qué pasa? -cortó Karen, ahora seria-. ¿Te ríes de mí? ¿Ves por qué decía que no estabas preparado?

– Disculpa, Karen, no te ofendas. Respeto lo que me has contado. Sólo que el tema del cuerpo y del diablo se presta a bromas y no he podido reprimirme.

– Es cierto. Ya te he dicho que era el lenguaje de la Edad Media. En realidad creo poco en el diablo, pero está bien, de cuando en cuando, poderle echar la culpa a alguien por cosas de las que somos los únicos responsables. -Ella sonreía con picardía-. ¿No lo crees así, Jimmy?

– Absolutamente. -Él también sonrió-. Y si estás hablando del cuerpo, y de lo que estoy yo pensando, en lugar de culpar al diablo, habría que darle las gracias.

– Obseso -sentenció ella-. Pero aún te veo escéptico.

– No, Karen. Deseo con toda intensidad vivir mi propia experiencia y recordar mi pasado.

– Eso requiere un compromiso. Un compromiso serio.

– ¿Qué compromiso?

– Varios. Esa experiencia te puede dar las claves de un camino que no sabías que estabas andando y una conciencia de dirección en tu vida que te obligará a no desviarte y a andar sin pausas. También deberás integrarte en nuestro grupo y asumir nuestra dirección colectiva. Eso no es tan fácil. La libertad es uno de los bienes que pretendemos. Sin embargo, en el camino hay que hacer cesión de parte de ella para poder lograr el objetivo común. En otras palabras, debes prestar obediencia a los líderes del grupo.

– No entiendo las implicaciones, Karen. ¿Qué representa exactamente la obediencia? ¿Qué debo hacer? ¿No era la libertad lo que predicaban en los secuoyas?

– No sé lo que la obediencia puede requerir en cada momento.

– Pero, Karen, ¿no te das cuenta del tufo a secta que tiene lo que me estás contando? -Había alzado la voz.

– Tú me has preguntado y yo contesto. Ya discutimos eso antes y no pienso hacerlo ahora. Son mis amigos y yo estoy con ellos. Ya eres mayor de edad, Jaime. Escoge lo que quieras. Yo sí sé lo que quiero. -Karen se levantó de su asiento-. Y ahora quiero ir a casa, es tarde. ¿Me acompañas?

– Naturalmente, Karen. Yo te he traído -respondió Jaime levantándose de inmediato.

La intensidad del tráfico había bajado considerablemente, pero Jaime conducía con lentitud; quería estar más tiempo con Karen. Ella no aparentaba compartir el deseo.

– ¿Nos vemos el viernes?

– Ya te he dicho que veo a mis amigos.

– ¿Me excluye eso a mí?

– No, Jaime. Si vienes, serás bienvenido, pero primero debes aclarar tus ideas y tomar una decisión. Si vienes es porque quieres ser uno más del grupo.

– Gracias por la invitación. Seguiré tu consejo y lo pensaré. Te llamo y lo confirmo. ¿Hasta cuándo tengo tiempo?

– Hasta el mismo viernes, no tengo otros planes. O voy contigo o sola.

El silencio flotó entre ellos como una puerta cerrada que los separaba. Jaime se sentía presionado. Y no le gustaba. ¿Qué había detrás de aquello?

¿Era lo del espíritu y la reencarnación una fábula? ¿Qué perdía siguiendo la corriente a Karen? Empezaba a entender lo que perdería si no lo hacía. La perdería a ella. Y eso era lo último que podría aceptar. En pocos días Karen se había convertido en el pequeño sol alrededor del que giraba el planeta de su vida. Le daba miedo tal dependencia, pero otra alternativa era ya impensable.

De pronto una sospecha cruzó su mente, rápida y terrible como un relámpago iluminando la noche.

– Karen, Linda Americo…

– Sí, ¿qué pasa con Linda?

– ¿Es una de tus «amigos»?

– Sí, te dije que éramos amigas.

– Lo que pregunto, Karen, es si ella pertenece al grupo de tus amigos sobre los que hemos hablado. De los que deben una obediencia a los líderes.

– ¿Qué te hace creer tal cosa?

– Podría explicar lo que hizo con Douglas. No veo que ella tenga motivos propios para hundirlo con tal saña. Responde, Karen, ¿es ella una cátara?

– No voy a responder, Jaime. Pregúntale a ella y que te conteste si quiere. No te puedo dar una información sobre Linda que yo conozca porque soy su amiga o porque soy cátara. Ya lo aprenderás si te unes a nuestro grupo.

– ¿Qué interés podría tener vuestro grupo en hundir a Douglas?

– ¿Qué te pasa? ¿A qué viene esa pregunta? ¿Te das cuenta de que nos estás acusando? No pienso continuar con este tipo de conversación- cortó Karen con firmeza.

El silencio volvió a convertirse en el tercer pasajero del automóvil. Era un silencio pesado, incómodo. Lleno de preguntas. Lleno de presagios.

Cruzaron la barrera de entrada del grupo de apartamentos, y Jaime aparcó en la zona de invitados.

– ¿Subo contigo? -preguntó sin demasiada convicción.

– Hoy no. Lo siento. Mañana he de estar muy pronto en la oficina, tengo un día difícil. -Se inclinó hacia él y, apoyando la mano derecha en su hombro, le besó. Fue un beso que no pasó de los labios, pero cálido y prolongado. Esa actitud cariñosa de Karen iluminó la noche-. Llámame -susurró como despedida.

Al salir Jaime se sentía feliz, pero su maldita mente de auditor empezó a funcionar de nuevo. ¿Por qué lo de Douglas? ¿Habría presionado Linda a Douglas para que se uniera a los cátaros como Karen le presionaba a él? Los paralelismos de la relación de Linda con Douglas y la suya con Karen eran demasiados. ¿Fue casual su primer encuentro en Roco? ¿Estaba Karen interesada en él personalmente o quería obtener algo para su grupo? ¿Llegaría el momento en que Karen buscara su ruina como Linda hizo con Douglas? Otra vez esa sensación de peligro. Más intensa que nunca. Sí, Karen era peligrosa. Y el grupo hacia el que lo empujaba podría serlo mucho más.

Jaime supo que su decisión estaba tomada. No la había tomado su mente o su razón. Era el corazón que mandaba. Era su única alternativa. Seguiría a Karen hasta donde ella lo llevara: como mariposa a la llama.

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