– ¡Es el juglar Huggonet, que viene de Carcasona y Tolosa! -exclamó Hug mientras la noticia corría entre la soldadesca al otro lado de la mesa.
El recién llegado hizo sonar algunas notas de su laúd, y un sorprendente silencio se hizo entre la multitud cargada de vino.
Huggonet hizo una reverencia quitándose su gorro y proclamó en voz tanto más sorprendente por lo fuerte y poderosa como por lo delgado e inmaduro de su aspecto:
– Al señor don Pedro, conde de Barcelona, rey de Aragón, señor de Occitania, de Provenza, de Rosellón, de Montpellier, del Bearn y vencedor del moro en las Navas de Tolosa -clamó-, os pido, señor, licencia para cantar unos serventesios que un trovador occitano y mi propio corazón me dictaron.
Se hizo de nuevo el silencio y todo el mundo miró a Jaime, que, después de unos instantes de inmovilidad, con un gesto de su mano concedió:
– Tenéis mi permiso.
Huggonet tañó su laúd y en voz baja empezó a medio recitar, medio cantar la invasión que desde el sur lanzaron los ejércitos almohades. La intolerancia y fanatismo de sus tribus contra los dialogantes moros del Al-Andalus. Cómo el rey don Pedro acogió en sus estados a los refugiados cristianos, judíos y también algunos musulmanes que huían de las zonas ocupadas y temían perder su religión, su vida o ambas cosas.
¡Oh, generoso, compasivo y tolerante don Pedro!
Huggonet cantaba en su lengua de Oc, pero con suficientes palabras en aragonés y catalán llano para ser entendido por la soldadesca catalano-aragonesa.
Cantó cómo las madres cristianas acunaban a sus bebés, temiendo por su vida frente a la marea cruel que venía del sur, y cómo los reinos cristianos de la antigua Hispania unieron sus fuerzas y destinos para combatir la amenaza.
La voz de Huggonet subía en volumen, urgencia e intensidad conforme la previsible batalla se acercaba; la multitud guardaba un silencio total sintiendo la emoción atenazar sus gargantas.
Y el 16 de julio del año del Señor del 1212, cristianos y almohades chocaron en las altas llanuras de las Navas de Tolosa.
Duros y aguerridos eran los almohades, pero valientes los castellanos, temerarios los navarros, y audaces los aragoneses y catalanes- Los de Castilla aguantaron con bravura la tremenda embestida de la antes nunca vencida vanguardia almohade.
Mientras, catalanes, aragoneses y navarros rompían el centro del ejército almohade, como un galgo rompe el espinazo a una liebre mientras la sujeta con los dientes.
¡Qué día de gloria y qué día de dolor! Gloria cuando los caballeros aragoneses y catalanes, con su rey don Pedro luchando al frente, destrozaron el centro del ejército enemigo y llegaron hasta la propia tienda del caudillo almohade Miramamolín.
Gloria cuando don Pedro demostró que era el mejor y primer caballero de la Cristiandad, y sus caballeros que eran segundos sólo detrás del primero. ¡Y cómo se batieron los caballeros! ¡Y cómo lucharon los infantes!
¡Qué gloria y qué dolor cuando tantos fueron heridos o muertos luchando como héroes en la batalla!
Y recitó los nombres de los muertos más destacados para luego, con un gesto abatido, dejar caer la mano derecha, con la cual tañía su laúd, como muerta. Parecía desolado. Los hipos y los llantos más o menos contenidos de la multitud se oían ahora perfectamente en el silencio. Huggonet recorrió con su vista media circunferencia de los que le rodeaban, y continuó:
Tan bravos infantes, tan gentiles caballeros que no vacilaron en ser mutilados o muertos para salvar a la Cristiandad. ¡Qué gloria para ellos y para los valientes que sobrevivieron!
Huggonet empezó a descender el tono de su voz.
¡Qué gloria cuando hicimos que Miramamolín, el antes bravo e invicto, aún corra hoy, desde el día de la batalla! ¡Y no parará de correr hasta cruzar Gibraltar y llegar a África!
¡Qué gloria para los cristianos que murieron como héroes y ahora están junto a los ángeles a la derecha del señor don Jesucristo!
¡Qué gloria y honor para vosotros, mis oyentes, que luchasteis en las Navas! ¡Pues seréis para siempre ejemplo de héroes y viviréis en Las canciones que dictan los trovadores y cantamos los juglares!
Casi con un susurro y con una nota tañida con gran fuerza Huggonet calló.
Hubo unos instantes de silencio cuando la multitud esperó por si empezaba de nuevo. Luego estallaron en aplausos y vítores a Huggonet. Querían más.
El juglar esperó a que la ovación cesara, dio dos notas y el silencio total se impuso de nuevo. Hizo otra reverencia a Jaime para pedir su permiso, y éste hizo un gesto afirmativo can la mano.
Sonó el laúd y empezó a cantar:
Mientras el rey don Pedro, con su sangre y la de sus súbditos, defiende tierras y almas para la Cristiandad, le están robando a traición.
El silencio se hizo, incluso más profundo. La muchedumbre ni se movía. Jaime sintió que una vieja angustia le atenazaba los intestinos.
Con la excusa de combatir a los cátaros, los franceses han entrado por la puerta de atrás de la casa del rey don Pedro para robarle. Y el Papa fue quien abrió la puerta cuando el señor de la casa, su propio vasallo, Pedro el Católico, luchaba en la Cruzada contra el moro.
¡Qué infamia cuando los que se dicen católicos roban al rey católico que les defiende!
¡Qué traición cuando el señor rompe la promesa feudal de defender al vasallo!
¡Qué crueldad la de los franceses matando a mujeres y niños!
¡Preguntad a la iglesia de la Magdalena en Béziers, donde el infame legado de Inocencio III, Arnaut Amalric, abad del Císter, manchó el crucifijo del altar mayor, las sagradas paredes e inundó su suelo con sangre inocente! ¡Ni la paz de Dios respetan esos que dicen representarle!
¡Dios bueno! Ese día mataron en la iglesia a ocho mil buenos cristianos, sin preguntar si eran católicos o cátaros, hombres, mujeres, niños o viejos.
¡Tú, Roma, y tu orden militar del Císter estaréis cubiertas de infamia y de indignidad por todos los siglos!
Y al noble y apuesto vizconde de Béziers y de Carcasona, Raimon Roger de Trancavall, el más gentil de los vasallos del rey Pedro, que se reunió para parlamentar con los franceses y salvar a las buenas gentes de Carcasona, también le asesinaron vilmente. ¡Valiente vizconde, tu señor el rey don Pedro te ha de vengar!
Roban al rey, matan a sus súbditos. ¡Oh, mi tierra D'Oc! ¿Qué será de ti?
Huggonet dejó caer otra vez su brazo derecho e hizo una pausa con gesto de abatimiento, bajando la cabeza sobre el pecho.
El silencio se rompió.
– ¡Muerte a los franceses! -La multitud empezó a rugir indignada-. ¡Acabemos con esos cobardes!
Jaime sentía su angustia en aumento, y un sentimiento de indignación y odio rebrotó en su interior. A su lado Hug se levantó de
la mesa y elevando el puño gritó hacia la muchedumbre:
– ¡Pagarán cara su infamia!
La multitud aulló. A la izquierda de Jaime, Miguel de Luisián, el alférez de batalla del rey, no parecía compartir la indignación general y, golpeando con el puño la mesa, gruñó:
– Maldito Huggonet. -Sus profundos ojos azules brillaban hundidos entre cejas elevadas y una nariz que caía en vertical, destacándose del resto de la cara y dándole el aspecto de joven león.
El juglar levantó su mirada e hizo sonar de nuevo el laúd.
¡Qué crueldad la de Simón de Montfort cuando tomó Lavaur el año pasado! ¡Doña Guiraude de Montreal, la hermosa dama de los bellos ojos oscuros, fue violada, arrojada a un pozo y, aún con vida, la apedrearon hasta enterrarla por completo! ¡ Y el malvado Simón ahorcó a su valiente hermano Aimeric y, en aquel triste día de primavera, quemaron en la hoguera a cuatrocientas personas indefensas!
Un murmullo de indignación, casi un clamor, se levantó cuando el juglar hizo una pequeña pausa. Jaime sentía su turbación crecer.