– Vale veinte dólares.
Myron y Win chocaron los cinco en silencio.
– Disfrutamos de la desgracia de los demás -dijo Win.
– Somos penosos -dijo Myron.
– Nosotros no.
– ¿Ah, no?
– Es el programa -dijo Win-. Nos ilumina sobre todo lo malo de nuestra sociedad.
– ¿Ah, sí?
– A la gente no le basta con que su baratija valga una fortuna. No, es mejor, mucho mejor, habérselo comprado barato a un pobre palurdo. Nadie tiene en cuenta los sentimientos del pobre infeliz que vendió su casa en el jardín, al que lo perdió.
– Bien pensado.
– Ah, pero hay más.
Myron sonrió y se acomodó para escuchar.
– Olvida la codicia un momento -siguió Win-. Lo que realmente nos fastidia es que todos, absolutamente todos, mienten en Antiques Roadshow.
Myron asintió.
– ¿Te refieres a cuando el tasador pregunta: «¿Tiene idea de lo que vale?»?
– Exacto. Hace esa pregunta cada vez.
– Lo sé.
– Y el señor o la señora Córcholis se comportan como si la pregunta les pillara por sorpresa, como si nunca hubieran visto el programa.
– Es un coñazo -convino Myron.
– Y luego dicen algo como «Vaya por Dios, no lo había pensado. No tengo ni idea de lo que vale». -Win frunció el ceño-. Por favor. Arrastraste tu armario de granito de dos toneladas a no sé qué centro de convenciones impersonal e hiciste doce horas de cola, pero ¿nunca jamás, ni en tus sueños más alocados, te preguntaste cuánto podía valer?
– Mentira -convino Myron, sintiéndose colocado-. Es como lo de «Su llamada es muy importante para nosotros».
– Y por eso -dijo Win-, nos encanta que le den un buen chasco a una mujer como ésa. Las mentiras. La codicia. Por lo mismo que nos gusta el panoli de La rueda de la fortuna que sabe la solución pero siempre apuesta por el último giro y se queda sin nada.
– Es como la vida -pronunció Myron, acusando la bebida.
– Y que lo digas.
Entonces sonó el intercomunicador de la puerta.
Myron sintió que se le apretaba el estómago. Miró el reloj. Era la una y media de la madrugada. Miró a Win. Él le devolvió la mirada con placidez. Win seguía siendo guapo, demasiado guapo, pero los años, los abusos, las noches en vela por violencia o, como ésta, por sexo, empezaban a notarse un poquito.
Myron cerró los ojos.
– ¿Es una de…?
– Sí.
Suspiró y se levantó.
– Ojalá me lo hubieras dicho.
– ¿Por qué?
Ya habían pasado por eso antes. No había respuesta.
– Es de un sitio nuevo del Upper West Side -dijo Win.
– Sí, qué práctico.
Sin más palabras Myron se fue a su habitación. Win abrió la puerta. Aunque le deprimiera mucho, Myron echó un vistazo. La chica era joven y bonita. Dijo «hola» con una animación forzada en la voz. Win no contestó. Le hizo una señal para que le siguiera. Ella le siguió tambaleándose sobre los altos tacones. Desaparecieron en el pasillo.
Como había dicho Esperanza, hay cosas que no cambian, por mucho que te gustaría que cambiaran.
Myron cerró la puerta y se echó en la cama. La cabeza le daba vueltas por la bebida. El techo se movía. Lo dejó moverse. Se preguntó si vomitaría. Creía que no. Apartó de su cabeza los pensamientos sobre la chica. Lo consiguió más rápidamente de lo que solía, un cambio que estaba claro que no era para mejor. No oyó ningún ruido -la habitación que utilizaba Win (no su dormitorio, evidentemente) estaba insonorizada- y finalmente Myron cerró los ojos.
Recibió la llamada en su móvil.
Lo tenía en vibración. Vibró contra la mesita. Myron se despertó de su duermevela y lo cogió. Se dio la vuelta y la cabeza le dolió. Fue entonces cuando vio el reloj digital de la mesita.
Las 2:17.
No miró el identificador de llamadas y contestó.
– ¿Diga? -rugió.
Primero oyó el sollozo.
– Diga -repitió.
– ¿Myron? Soy Aimee.
– Aimee. -Myron se sentó-. ¿Qué pasa? ¿Dónde estás?
– Dijiste que te llamara. -Otro sollozo-. A cualquier hora.
– Claro. ¿Dónde estás, Aimee?
– Necesito ayuda.
– Vale, no hay problema. Tú dime dónde estás.
– Oh, Dios.…
– ¿Aimee?
– No se lo dirás, ¿verdad?
Él vaciló. Pensó en Claire, la madre de Aimee. Recordó a Claire a esa edad y sintió una curiosa punzada.
– Lo prometiste. Prometiste no decírselo a mis padres.
– Lo sé. ¿Dónde estás?
– ¿Me prometes que no se lo dirás?
– Te lo prometo, Aimee. Pero dime dónde estás.
7
Myron se puso unos pantalones de chándal.
Tenía el cerebro un poco nublado. Todavía tenía bebida en el cuerpo. La ironía no se le escapó: había dicho a Aimee que le llamara porque no quería que subiera a un coche con alguien que había bebido, y él mismo estaba achispado. Intentó concentrarse y juzgar su sobriedad. Decidió que estaba bien para conducir, pero ¿no es eso lo que piensan todos los borrachos?
Pensó en pedírselo a Win, pero estaba ocupado en otras cosas. Win incluso había bebido más, a pesar de su fachada sobria. De todos modos, no debía precipitarse, ¿no?
Buena pregunta.
Acababan de pulir el hermoso suelo de madera del pasillo. Myron decidió poner a prueba su sobriedad rápidamente. Caminó por una tabla como si fuera una línea recta, como si un policía le hubiera parado. Aprobó, pero la verdad era que Myron, modestia aparte, tenía una gran coordinación. Probablemente podría pasar esa prueba estando colocado.
En fin, ¿qué alternativa tenía? Aunque encontrara a alguien que le llevara a esas horas, ¿cómo reaccionaría Aimee si se presentaba con un desconocido? Había sido él quien le había hecho prometer que le llamaría si se presentaba aquella situación, dándole a guardar su tarjeta con sus números de teléfono. Y, como le había recordado ella, le había jurado confidencialidad.
Tenía que acudir él.
Había dejado el coche en el aparcamiento de la Calle 17. La puerta estaba cerrada. Myron llamó al timbre. El conserje apretó el botón de mala gana y se levantó la puerta.
Myron no era amante de los coches grandes, y por eso seguía conduciendo un Ford Taurus, al que apodaba «Imán de chicas». Un coche le llevaba del punto A al punto B. Nada más. Más importante que los caballos de potencia y V6 era tener el mando de la radio al volante, para cambiar de emisora constantemente.
Marcó el número de Aimee en el móvil. Ella respondió con una vocecita.
– Diga.
– Voy para allá.
Aimee no contestó.
– ¿Por qué no sigues ahí? -dijo él-. Para que sepa que estás bien.
– Tengo la batería fatal. Es por ahorrar.
– No tardaré más de diez minutos, quince máximo -dijo Myron.
– ¿Desde Livingston?
– Estoy en la ciudad.
– Oh, qué bien. Nos vemos.
Colgó. Myron miró el reloj del coche: las 2:30. Los padres de Aimee debían de estar desesperados de ansiedad. Esperaba que los hubiera llamado ya. Estuvo tentado de llamarles él mismo, pero no, no era cuestión de hacerlo. Cuando ella subiera al coche, la convencería de que lo hiciera.
Aimee estaba en el centro de Manhattan y le había sorprendido oírlo. Le había dicho que le esperaría en la Quinta Avenida con la 54. Eso era más o menos en el Rockefeller Center. Y era raro que una chica de dieciocho años en la Gran Manzana con intención de beber estuviera allí porque el centro estaba muerto por las noches. Durante la semana, la zona estaba llena de empresas. Los fines de semana, se llenaba de turistas. Pero un sábado por la noche había poca gente en la calle. Nueva York será la ciudad que nunca duerme, pero cuando Myron llegó a la Quinta Avenida en las Cincuenta y pico, el centro estaba echando una buena siesta.
Se paró en un semáforo de la Quinta Avenida y la Calle 52. La manilla de la puerta se abrió y Aimee subió al asiento de atrás.