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Todavía repasando el mensaje, Myron oyó sonar el móvil. Maldijo en voz baja, pero esta vez el identificador le dijo que era la divina señora Ali Wilder.

Myron sonrió mientras respondía.

– Servicios Semental -dijo.

– Calla, imagínate que fuera uno de mis hijos.

– Fingiría que soy un vendedor de caballos -dijo él.

– ¿Vendedor de caballos?

– ¿Cómo se les llama a los que venden caballos?

– ¿A qué hora es tu vuelo?

– A las cuatro.

– ¿Estás ocupado?

– ¿Por qué?

– Los chicos estarán fuera una hora.

– Uau -dijo él.

– Eso pensaba yo.

– ¿Estás sugiriendo un virtuoso clavo?

– Sí -dijo-. ¿Virtuoso?

– Tardaré un poco en llegar.

– Ajá.

– Y tendrá que ser rápido.

– ¿No es tu especialidad? -dijo ella.

– Eso duele.

– Era broma. Semental.

Myron relinchó.

– Eso en lenguaje equino significa «Ya voy».

– Bien -dijo.

Pero cuando él llamó a su puerta, abrió Erin.

– Hola, Myron.

– Hola -dijo él, procurando no parecer decepcionado.

Miró por detrás de él. Ali hizo un gesto de «lo siento».

Myron entró y Erin se fue arriba corriendo. Ali se acercó más.

– Ha llegado tarde y no ha querido ir al club de teatro.

– Oh.

– Lo siento.

– No te preocupes.

– Podríamos ponernos en un rincón y besarnos -dijo ella.

– ¿Se puede tocar?

– Más te vale.

Él sonrió.

– ¿Qué? -preguntó ella.

– Sólo pensaba.

– ¿Qué pensabas?

– En algo que me dijo ayer Esperanza -dijo Myron-. Men tracht und Gott lacht.

– ¿Es alemán?

– Yiddish.

– ¿Qué significa?

– El hombre propone y Dios dispone.

Ella lo repitió.

– Me gusta.

– A mí también -dijo él.

Entonces la abrazó. Por encima del hombro vio a Erin en lo alto de la escalera. No sonreía. Los ojos de Myron encontraron los de ella y de nuevo pensó en Aimee, y en cómo la noche se la había tragado y en la promesa que había jurado mantener.

10

Myron tenía tiempo antes de su vuelo.

Se tomó un café en el Starbucks del centro de la ciudad. El que le atendió tenía la actitud malhumorada marca de la casa. Mientras daba el café a Myron, dejándolo sobre la barra como si pesara una tonelada, la puerta de la calle se abrió con un bang. El del bar levantó los ojos al cielo al ver quién entraba.

Eran seis ese día, arrastrando los pies como si pisaran un metro de nieve, con la cabeza baja y temblores varios. Sorbían por la nariz y se tocaban la cara. Los cuatro hombres iban sin afeitar. Las dos mujeres olían a meados de gato.

Eran pacientes mentales. De verdad. Pasaban casi todas las noches en Essex Pines, una institución psiquiátrica de la ciudad vecina. Su cabecilla -siempre que caminaban, él iba delante- se llamaba Larry Kidwell. El grupo se pasaba casi todo el día vagando por la ciudad. Los livingstonianos se referían a ellos como los locos del pueblo. Myron pensaba poco caritativamente en ellos como un grupo de rock grotesco: Larry Litio y los Cinco Medicados.

Ese día parecían menos aletargados de lo normal, de modo que probablemente se acercaba la hora de la medicación en Pines. Larry estaba especialmente tembloroso. Se acercó a Myron y le saludó.

– Hola Myron -dijo demasiado fuerte.

– ¿Qué pasa, Larry?

– Cuatrocientos ochenta y siete planetas en el día de la creación, Myron. Cuatrocientos ochenta y siete. Y yo no he visto un penique. ¿Entiendes a qué me refiero?

Myron asintió.

– Y que lo digas.

Larry Kidwell se fue arrastrando los pies. Largos cabellos fibrosos asomaban de su sombrero Indiana Jones. Tenía cicatrices en la cara. Llevaba los vaqueros gastados tan caídos que enseñaba suficiente raja para aparcar una bici.

Myron fue hacia la puerta.

– Cuídate, Larry.

– Tú también, Myron.

Fue a estrechar la mano a Myron. Los demás del grupo se quedaron paralizados de repente, con los ojos muy abiertos, unos ojos brillantes de medicación, todos sobre Myron. Él alargó la mano y estrechó la de Larry. Larry le agarró y tiró de él. Su aliento, no era de extrañar, hedía.

– El próximo planeta -susurró Larry- podría ser tuyo. Sólo tuyo.

– Me alegro de saberlo, gracias.

– ¡No! -seguía siendo un susurro, pero ya más áspero-. El planeta. Es luna en cuarto menguante. Va a por ti, ¿me comprendes?

– Creo que sí.

– No lo olvides.

Soltó a Myron, con los ojos muy abiertos. Myron dio un paso atrás. Vio la agitación del hombre.

– Está bien, Larry.

– No lo olvides, Myron. Golpeó el cuarto menguante, ¿me entiendes? Te odia tanto que golpeó el cuarto menguante.

Los demás del grupo le eran desconocidos, pero Myron conocía la trágica historia de Larry. Iba dos cursos por delante de Myron en la escuela. Era inmensamente popular, un guitarrista increíble y tenía éxito con las chicas, incluso había salido con Beth Finkelstein, la belleza del pueblo, en su último año. Fue el portavoz de su clase en la graduación. Acudió a la Universidad de Yale, el alma máter de su padre, y según decían, fue un gran estudiante el primer semestre.

Luego todo se desmoronó.

Lo más sorprendente, lo que lo hacía más aterrador, fue la forma como pasó. No hubo ningún suceso terrorífico en la vida de Larry, ninguna tragedia familiar, drogas o alcohol ni desengaño amoroso.

El diagnóstico del médico: un desequilibrio químico.

¿Cuál es la causa del cáncer? Fue lo mismo que le pasó a Larry. Sencillamente tenía una enfermedad mental. Empezó como un ligero trastorno depresivo, después se agravó y al final, por mucho que hicieron, nadie pudo parar el declive. En su segundo año Larry ponía trampas para ratas y se las comía. Empezó a sufrir delirios. Tuvo que dejar Yale. Después hubo intentos de suicidio y grandes alucinaciones y problemas de toda clase. Larry irrumpió en una casa porque los «Clyzets del planeta trescientos veintiséis» estaban intentando hacer un nido allí. La familia estaba en casa en ese momento.

Larry Kidwell había entrado y salido de instituciones psiquiátricas desde entonces. Supuestamente, había momentos en los que Larry está totalmente lúcido, y es tan doloroso para él ver en lo que se ha convertido que se hiere la cara -de ahí las cicatrices- y grita con tal desesperación que tienen que sedarlo inmediatamente.

– Vale -dijo Myron-. Gracias por el aviso.

Myron salió y se sacudió la angustia. Pasó por Chang's Dry Cleaning, al lado de la cafetería. Maxine Chang estaba detrás del mostrador. Como siempre, parecía agotada y sobrecargada de trabajo. Había dos mujeres de la edad de Myron esperando. Hablaban de los hijos y de universidades. Eso era de lo único que hablaba la gente actualmente. Cada abril, Livingston se convertía en una bola de nieve de admisiones en universidades. Si se escuchaba a los padres, lo que había en juego no podía ser más alto. Esas semanas -esos sobres gruesos o finos que llegaban a los buzones- decidían lo felices y exitosos que serían sus vástagos el resto de su vida.

– Ted está en lista de espera para Penn pero le han aceptado en Lehigh -dijo una.

– ¿Te puedes creer que a Chip Thompson lo han aceptado en Penn?

– Su padre.

– ¿Qué? Ah, claro, es un antiguo alumno, ¿no?

– Les ha donado un cuarto de millón de dólares.

– Tendría que haberlo imaginado. Chip tenía unas notas horribles. -Dicen que contrataron a un profesional para que le escribiera los ensayos.

– Yo debería haber hecho eso con Cole.

Y así sin parar.

Myron saludó a Maxine. Maxine Chang solía tener una buena sonrisa para él. Hoy no. Sólo gritó:

– ¡Roger!

Roger Chang salió de la trastienda.

– Hola, Myron.

– ¿Qué hay, Roger?

13
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