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– Quiero un abogado -dijo Jake Wolf-. Lorraine, no digas nada más.

Erik Biel se adelantó.

– Todo esto no me importa. Mi hija. ¿Dónde está mi hija?

Nadie se movió. Nadie habló. La noche quedó silenciosa exceptuando los aullidos de las sirenas.

Lance Banner fue el primer policía que bajó del coche, pero docenas de coches patrulla se acercaban al aparcamiento del Roosevelt Mall con luces intermitentes. Las caras de todos pasaron del azul al rojo. El efecto era vertiginoso.

– Aimee -dijo Erik bajito-. ¿Dónde está?

Myron intentó mantener la calma, concentrarse. Se apartó a un lado con Win, cuyo rostro, como siempre, seguía inexpresivo.

– Bien -dijo Win-, ¿dónde estamos?

– No es Davis -dijo Myron-. Le hemos dado un buen repaso. No creo que sea Van Dyne. Apuntó a Jake Wolf con una pistola porque creía que había sido él. Y los Wolf aseguran bastante convincentemente que no han sido ellos.

– ¿Otros sospechosos?

– No se me ocurre ninguno.

– Pues tenemos que investigarles de nuevo -dijo Win.

– Erik cree que está muerta.

Win asintió.

– A eso me refería -dijo- con que tenemos que investigarlos otra vez.

– ¿Crees que uno de ellos la mató y se deshizo del cadáver?

Win no se molestó en contestar.

– Dios mío -dijo Myron. Miró hacia Erik-. ¿Lo hemos enfocado todo mal desde el comienzo?

– No sé cómo.

Sonó el móvil de Myron. Miró el identificador de llamadas y vio que el número estaba bloqueado.

– Diga.

– Soy la investigadora Loren Muse. ¿Se acuerda de mí?

– Por supuesto.

– He recibido una llamada anónima -dijo-. Alguien que decía haber visto a Aimee Biel ayer.

– ¿Dónde?

– En Livingston Avenue. Aimee iba en el asiento del pasajero de un Toyota Corolla. El conductor se ajusta a la descripción de Drew Van Dyne.

Myron frunció el ceño.

– ¿Está segura?

– Eso es lo que ha dicho.

– Está muerto, Muse.

– ¿Quién?

– Drew Van Dyne.

Erik se acercó, colocándose a su lado.

Y entonces fue cuando sucedió.

Sonó el móvil de Erik.

Él lo levantó. Cuando vio el número en el identificador de llamadas, casi gritó.

– Oh, Dios mío…

Se llevó el móvil a la oreja. Tenía los ojos húmedos. Le temblaba tanto la mano que apretó una tecla equivocada. Lo intentó otra vez y volvió a llevarse el móvil a la oreja. Su voz era un grito asustado.

– Diga.

Myron se acercó más y escuchó. Hubo un momento de interferencias. Y entonces una voz, una voz llorosa, una voz conocida dijo:

– ¿Papá?

A Myron se le paró el corazón.

La cara de Erik se desmoronó, pero su voz era paternal.

– ¿Dónde estás cariño? ¿Estás bien?

– No… Estoy bien, creo. ¿Papá?

– Tranquila, cariño. Estoy aquí. Dime dónde estás.

Y ella se lo dijo.

54

Myron conducía. Erik iba sentado a su lado.

El trayecto no fue largo.

Aimee había dicho que estaba detrás de Little Park, cerca del instituto adonde Claire la llevaba a los tres años de edad. Erik no le dejó colgar.

– Tranquila -no paraba de decir-. Ya voy.

Myron acortó el camino cogiendo la rotonda en dirección contraria. Saltó por encima de dos aceras. Le daba igual, lo mismo que a Erik. Lo importante era la velocidad. El aparcamiento estaba vacío. Las luces de los faros bailaban en la noche y, entonces, cuando cogieron el último desvío, iluminaron a una figura solitaria.

Myron apretó el freno.

– Oh, Dios mío, oh, Dios todopoderoso… -dijo Erik.

Ya estaba fuera del coche. Myron bajó también a toda prisa. Los dos echaron a correr. Pero a medio camino, Myron se quedó atrás. Erik se adelantó. Así era como debía ser. Erik levantó a su hija en sus brazos. La cogió cariñosamente de la cara, como si temiera que fuera sólo un sueño, un soplo de humo, y que pudiera desvanecerse de nuevo.

Myron se detuvo y observó. Después cogió el móvil y marcó el número de Claire.

– Myron. ¿Qué está pasando?

– Está bien -dijo.

– ¿Qué?

– Está a salvo. Te la traemos a casa.

En el coche, Aimee estaba grogui.

Erik se sentó detrás con ella. La abrazó. Le acarició los cabellos. Le dijo una y otra vez que todo había acabado, que todo se iba a arreglar.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Myron.

– Creo… empezó Aimee. Tenía los ojos muy abiertos y las pupilas dilatadas-. Creo que me han drogado.

– ¿Quién?

– No lo sé.

– ¿No sabes quién te secuestró?

Ella meneó la cabeza.

– Quizá deberíamos llevarla al médico -dijo Myron.

– No -dijo Erik-. Primero necesita ir a casa.

– Aimee, ¿qué ha pasado?

– Ha pasado un infierno, Myron -dijo Erik-. Dale tiempo para recuperarse.

– No pasa nada, papá.

– ¿Qué hacías en Nueva York?

– Tenía que reunirme con alguien.

– ¿Quién?

– Es… -Se le quebró la voz y después dijo-: Es difícil hablar de esto.

– Sabemos lo de Drew Van Dyne -dijo Myron- y que estás embarazada.

Ella cerró los ojos.

– Aimee, ¿qué ha pasado?

– Iba a deshacerme de él.

– ¿Del bebé?

Ella asintió.

– Fui a la esquina de la Calle 52 y la Sexta, como me dijeron. Iban a ayudarme. Llegó un coche negro. Me dijeron que sacara dinero del cajero.

– ¿Quién?

– No los vi -dijo Aimee-. Las ventanas estaban veladas. Siempre iban disfrazados.

– ¿Disfrazados?

– Sí.

– ¿Había más de uno?

– No lo sé. Oí una voz de mujer, de eso estoy segura.

– ¿Por qué no fuiste al St. Barnabas?

Aimee dudó.

– Estoy muy cansada.

– ¿Aimee?

– No lo sé -dijo-. Me llamó alguien del St. Barnabas. Una mujer. Si iba allí, mis padres se enterarían. Por algo referente a las leyes de protección, y yo… había cometido tantos errores. Sólo quería… Pero luego ya no estaba tan segura. Cogí el dinero. Iba a subir al coche pero me entró el pánico. Por eso te llamé, Myron. Quería hablar con alguien. Quería hablar contigo, pero… no sé, sé que lo intentaste, pero decidí que sería mejor hablar con otra persona.

– ¿Harry Davis?

Aimee asintió.

– Conozco a una chica -dijo-. Su novio la dejó embarazada. Me dijo que el señor D la había ayudado.

– Es suficiente -dijo Erik.

Estaban llegando a casa de Aimee. Myron no quería dejarlo así.

– ¿Y qué pasó?

– El resto es un poco borroso -dijo Aimee.

– ¿Borroso?

– Sé que subí a un coche.

– ¿De quién?

– El mismo que me había esperado en Nueva York, creo. Me sentía tan desanimada cuando el señor D me dijo que me marchara… Pensé que era mejor que me fuera con ellos, acabar de una vez, pero…

– ¿Pero qué?

– Es todo borroso.

Myron frunció el ceño.

– No lo entiendo.

– No lo sé -dijo-. He estado drogada casi todo el tiempo. Sólo recuerdo haberme levantado algunos minutos. No sé quien era, pero me tenía en una especie de cabaña de madera. Es lo único que recuerdo. Tenía una chimenea de piedra blanca y marrón. Y de repente estaba en el campo detrás del patio. Te he llamado, papá, no sé bien… ¿cuánto tiempo he estado fuera?

Se echó a llorar. Erik la rodeó con sus brazos.

– Tranquila -dijo Erik-. Sea lo que sea, ya ha pasado. Estás a salvo.

Claire estaba fuera. Corrió hacia el coche. Aimee salió, pero apenas se sostenía. Claire soltó un grito primitivo y se aferró a su hija.

Se abrazaron, lloraron, se besaron los tres. Myron se sentía como un intruso. Se dirigieron a la puerta. Myron esperó. Claire miró hacia atrás, miró a Myron a los ojos. Volvió corriendo hacia él.

Le besó.

– Gracias.

– La policía tendrá que hablar con ella.

– Has mantenido tu promesa.

Él no dijo nada.

– Nos la has devuelto.

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