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Las dos mujeres hablaron diez minutos largos. Loren miraba de vez en cuando a Myron como si temiera que fuera a escaparse. Pasaron un par de minutos más. Loren y la mujer se estrecharon la mano. La mujer volvió a entrar y cerró la puerta. Loren volvió caminando al coche y abrió la puerta trasera.

– Enséñeme adónde fue Aimee.

– ¿Qué ha dicho?

– ¿Qué cree que ha dicho?

– Que no ha oído hablar de Aimee Biel.

Loren Muse se tocó la nariz con el dedo índice y después le señaló.

– Éste es el lugar -dijo Myron-. Estoy seguro.

Myron siguió el recorrido que había hecho Aimee. Se paró frente a la verja. Recordó que Aimee se había detenido allí, que se había despedido y que algo le había inquietado.

– Debería… -Se calló. Era inútil-. Entró por aquí. Desapareció de mi vista. Después volvió y me hizo un gesto para que me marchara.

– ¿Y usted se marchó?

– Sí.

Loren Muse miró el patio de atrás y luego le acompañó al otro coche patrulla.

– Le llevarán a casa.

– ¿Me da mi móvil?

Ella se lo lanzó. Myron subió al coche, al asiento de atrás. Banner arrancó. Myron cogió la manilla de la puerta.

– Muse.

– ¿Qué?

– Por alguna razón elegiría esta casa -dijo Myron.

Cerró la puerta. Se fueron en silencio. Myron miró la verja, hasta que se fue haciendo pequeña y, finalmente, como Aimee Biel, desaparecía.

17

Dominick Rochester, el padre de Katie, estaba sentado a la cabecera de la mesa del comedor, sus tres hijos también estaban allí, su esposa, Joan, en la cocina, lo cual dejaba dos sillas vacías, la de ella y la de Katie. Dominick masticó la carne y miró la silla, como si la conminara a hacerla aparecer.

Joan salió de la cocina. Llevaba una bandeja de ternera asada. Él señaló su plato casi vacío, pero ella ya le estaba sirviendo. La esposa de Dominick Rochester era ama de casa. No era una mujer trabajadora. Dominick no lo habría tolerado.

Gruñó un gracias. Joan volvió a su asiento. Los chicos masticaban en silencio. Joan se alisó la falda y cogió el tenedor. Dominick la observó. Había sido tan hermosa. Ahora tenía los ojos vidriosos y sumisos. Iba permanentemente encorvada. Bebía demasiado durante el día, aunque creía que él no lo sabía. No importaba. Seguía siendo la madre de sus hijos y no se pasaba de la raya. Así que lo dejaba estar.

Sonó el teléfono. Joan Rochester se puso en pie de un salto, pero Dominick le hizo una señal con la mano para que se sentara. Se secó la cara como si fuera un parabrisas y se levantó de la silla. Dominick era un hombre grueso. No gordo. Grueso. Grueso de cuello, hombros, torso, brazos y muslos.

Odiaba su apellido: Rochester. Su padre se lo había cambiado porque sonaba muy étnico. Pero su viejo era débil, un fracasado. Dominick pensó en volver a recuperarlo, pero eso también sería señal de debilidad. Como si le preocupara demasiado lo que pensaran los demás. En el mundo de Dominick, nunca se mostraba debilidad. Habían pisoteado a su padre. Le obligaron a cerrar su barbería, se habían burlado de él. Su padre creía estar por encima de todo eso. Dominick no lo creía.

O cortas cabezas o te cortan la tuya. No haces preguntas ni razonas con ellos, al menos al principio. Al principio cortas cabezas. Cortas cabezas y te dejas pelotear hasta que te respetan. Después razonas con ellos. Les muestras lo dispuesto que estás a tener éxito. Les das a entender que no te da miedo la sangre, ni siquiera la tuya. Vas a ganar y sonríes a través de la sangre. Lo cual llama su atención.

Volvió a sonar el teléfono. Miró el identificador de llamadas. El número estaba bloqueado, pero la mayoría de los que llamaban a su casa no quería que los demás se enteraran de sus asuntos. Todavía masticaba cuando levantó el receptor.

Al otro lado de la línea oyó:

– Tengo algo para ti.

Era su contacto en la oficina del fiscal del condado. Se tragó la carne.

– Adelante.

– Ha desaparecido otra chica.

Eso captó su atención.

– También es de Livingston. La misma edad, la misma clase social.

– ¿Nombre?

– Aimee Biel.

El nombre no le decía nada, pero tampoco conocía muy bien a las amigas de Katie. Puso la mano sobre el receptor.

– ¿A alguno le suena una chica que se llama Aimee Biel?

Nadie dijo nada.

– Eh, he hecho una pregunta. Es de la edad de Katie.

Los chicos negaron con la cabeza, Joan no se movió. La miró a los ojos. Ella negó con la cabeza lentamente.

– Hay más -dijo el contacto.

– ¿Como qué?

– Han encontrado una relación con tu hija.

– ¿Qué relación?

– No lo sé. He escuchado conversaciones. Pero creo que tiene que ver con el sitio donde desaparecieron. ¿Conoces a un tipo llamado Myron Bolitar?

– ¿La antigua estrella del baloncesto?

– Sí.

Rochester le había visto varias veces. También sabía que Bolitar había tenido algunos tropiezos con alguno de los peores colegas de Rochester.

– ¿Qué pasa?

– Está involucrado.

– ¿Cómo?

– Recogió a la chica en el centro de Manhattan. Ésa fue la última vez que la vieron. Utilizó el mismo cajero que Katie.

Sintió un vuelco en el corazón.

– ¿El… qué?

El contacto de Dominick le explicó que el tal Bolitar había llevado a Aimee Biel a Jersey, que el empleado de la estación de servicio les había visto discutir y que había desaparecido.

– ¿Ha hablado la policía con él?

– Sí.

– ¿Qué ha dicho?

– No creo que mucho. Tenía abogado.

– Tenía… -Dominick sintió que se le encendía la sangre-. Maldito cabrón. ¿Le han arrestado?

– No.

– ¿Por qué no?

– No tenían suficiente.

– ¿O sea que le han dejado marchar?

– Sí.

Dominick Rochester no dijo nada. Se quedó en silencio. Su familia lo notó. Todos se quedaron muy quietos, temerosos de moverse. Cuando finalmente habló, su voz era tan calmada que la familia contuvo el aliento.

– ¿Algo más?

– Por ahora eso es todo.

– Sigue buscando.

Dominick colgó el teléfono. Se volvió hacia la mesa. Toda la familia le observaba.

– Dom… -dijo Joan.

– No era nada.

No sentía la necesidad de explicarse. Eso no les incumbía. Era trabajo suyo encargarse de esas cosas. El padre era el soldado, el que mantenía la vigilancia sobre la familia para que estuviera protegida.

Fue al garaje. Una vez dentro, cerró los ojos e intentó calmar su rabia. No lo logró.

Katie…

Miró el bate de béisbol de metal. Recordaba haber leído algo sobre la lesión de Bolitar. Si creía que eso dolía, si creía que una simple lesión de rodilla era dolor…

Hizo algunas llamadas, investigaciones. En el pasado, Bolitar se había metido en líos con los hermanos Ache, que dirigían Nueva York. Se suponía que era un tipo duro, bueno con los puños, y frecuentaba a un psicópata llamado Windsor No-sé-qué.

Coger a Bolitar no sería fácil.

Pero tampoco sería tan difícil si Dominick conseguía al mejor.

Su móvil era de usar y tirar, de los que se compran en metálico con nombre falso y se tiran al cabo de utilizarlo. No había forma de que lo rastrearan. Cogió otro del estante. Por un momento lo tuvo en la mano mientras pensaba en su próximo movimiento. Su respiración era fatigosa.

Dominick había cortado bastantes cabezas en sus tiempos, pero si marcaba el número de los Gemelos, cruzaría una línea desconocida.

Pensó en la sonrisa de su hija, en que había tenido que usar aparato dental a los doce años y en cómo llevaba el pelo, y la forma como le miraba, hacía mucho tiempo, siendo ella niña y él el hombre más poderoso del mundo.

Dominick apretó las teclas. Después de llamar, tendría que deshacerse del teléfono. Ésa era una de las reglas de los Gemelos, y cuando se trataba de esos dos, no importaba quien fueras, no importaba lo duro o lo mucho que te hubieras esforzado por conseguir aquella hermosa casa en Livingston, no se lleva la contraria a los Gemelos.

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