– ¿Cómo era él?
– Se llama Myron Bolitar. Le reconocí. Era jugador de baloncesto.
Dominick se acercó más el teléfono, apretándolo contra la oreja como si quisiera viajar con él.
– ¿Cuánto rato ha estado dentro?
– Quince minutos.
– ¿Ellos dos solos?
– Sí. Oh, no se preocupe, señor Rochester. Les he vigilado. Se han quedado abajo, si estaba pensando en eso. No hubo.… -Se calló, sin saber cómo decirlo.
Dominick casi se rió. Ese tonto creía que hacía vigilar a su esposa por si le engañaba. Vaya, eso tenía gracia. Pero se preguntó: ¿A qué había ido Bolitar y por qué se había quedado tanto rato?
¿Y qué le habría dicho Joan?
– ¿Algo más?
– Bueno, de eso se trata, señor Rochester.
– ¿De qué se trata?
– Hay algo más. Bueno, apunté lo de la visita de Bolitar, pero como podía verle no me preocupé mucho.
– ¿Y ahora?
– Bueno, estoy siguiendo a la señora Rochester. Ha ido a un parque. A Riker Hill. ¿Lo conoce?
– Mis hijos iban allí a la escuela elemental.
– Bien, vale. Está sentada en un banco. Pero no está sola. Está sentada con el mismo tipo. Con Myron Bolitar.
Silencio.
– ¿Señor Rochester?
– Pon un hombre a seguir a Bolitar también. Quiero que le sigan. Quiero que les sigan a los dos.
Durante la Guerra Fría, el Riker Hill Art Park, situado en el mismo centro de los suburbios, había sido una base de control militar para misiles de defensa aérea. El ejército lo llamaba Nike Battery Missile Site NY-80. Ni más ni menos. Desde 1954 hasta el final del sistema de defensa aérea Nike en 1974, el lugar había estado operativo para misiles Hercules y Ajax. Muchos de los edificios y barracones originales del ejército de Estados Unidos sirven ahora de estudios donde la pintura, la escultura y la artesanía florecen en una sede municipal.
Hacía años, a Myron le parecía conmovedor y curiosamente consolador que una reliquia de guerra albergara a artistas pero ahora el mundo era diferente. En los ochenta y los noventa, todo era amable y pintoresco. Ahora aquel «progreso» parecía un simbolismo falso.
Cerca de la antigua torre del radar militar, Myron estaba en un banco con Joan Rochester. No habían hecho más que saludarse con la cabeza. Esperaban. Joan Rochester acunaba su móvil como si fuera un animal herido. Myron miró el reloj. En cualquier momento, Katie Rochester llamaría a su madre.
Joan Rochester apartó la mirada.
– Se pregunta por qué sigo con él.
La verdad era que no. Primero, por horrible que fuera aquella situación, todavía se sentía un poco atolondrado por la llamada de Ali. Sabía que era egoísta, pero era la primera vez en siete años que decía a una mujer que la quería. Intentaba apartar eso de su cabeza y concentrarse en la tarea que tenía entre manos, pero no podía evitar sentir cierto vértigo con la respuesta de ella.
Segundo, y tal vez más relevante, ya hacía tiempo que Myron no intentaba comprender las relaciones. Había leído acerca del síndrome de la mujer maltratada y tal vez eso era lo que sucedía en este caso y fuera un grito de ayuda. Pero, por algún motivo, en este caso concreto, no le importaba lo suficiente para responder.
– Hace mucho tiempo que estoy con Dom. Mucho.
Joan Rochester se calló. Tras unos segundos, abrió la boca para seguir hablando, pero el teléfono que tenía en la mano vibró. Lo miró como si se hubiera materializado inesperadamente. Vibró de nuevo y después sonó.
– Conteste -dijo Myron.
Joan Rochester asintió y apretó la tecla verde. Se llevó el teléfono al oído y dijo:
– Diga.
Myron se inclinó acercándose a ella. Oía la voz al otro extremo de la línea -sonaba joven y femenina- pero no distinguía ninguna palabra.
– Oh, cariño -dijo Joan Rochester, relajando la expresión al sonido de la voz de su hija-. Me alegro de que estés a salvo. Sí. Sí, bien. Escúchame un segundo, por favor. Esto es muy importante.
Más charla al otro extremo.
– Hay alguien aquí conmigo…
La voz al otro extremo se animó.
– Por favor, Katie, escúchame. Se llama Myron Bolitar. Es de Livingston. No quiere hacerte ningún daño. Cómo lo ha averiguado… es complicado… No, claro que no le he dicho nada. Tiene los registros telefónicos o algo así. No estoy muy segura, pero dice que se lo dirá a papá.
Unas palabras muy excitadas ahora.
– No, no, no le ha dicho nada todavía. Sólo quiere hablar contigo un momento. Creo que deberías escucharle. Dice que se trata de la otra chica desaparecida, Aimee Biel. La está buscando… Lo sé, lo sé, se lo he dicho. Oye…, espera un momento. Te lo paso.
Joan Rochester iba a entregarle el teléfono. Myron reaccionó arrancándoselo de la mano, temeroso de perder la tenue conexión. Puso su voz más calmada y dijo:
– Hola, Katie. Me llamo Myron.
Parecía un invitado nocturno en una calmada tertulia cultural de radio.
Katie, en cambio, estaba un pelo más histérica.
– ¿Qué quiere de mí?
– Sólo hacerte unas preguntas.
– No sé nada de Aimee Biel.
– Si pudieras decirme…
– Está localizando la llamada, ¿no? -Su voz estaba al borde de la histeria-. Para mi padre. ¡Me hace hablar para localizar la llamada!
Myron estaba a punto de soltarle una explicación a lo Berruti sobre cómo se localizan en realidad las llamadas, pero Katie no le dio la oportunidad.
– ¡Déjenos en paz!
Y colgó.
Como otro estereotipo gastado de la tele, Myron dijo:
– Oiga. Oiga. -Aun sabiendo que Katie Rochester había colgado y se había ido.
Se quedaron en silencio un par de minutos. Después Myron le devolvió el teléfono.
– Lo siento -dijo Joan Rochester.
Myron asintió.
– Lo he intentado.
– Lo sé.
Ella se puso de pie.
– ¿Se lo va a decir a Dom?
– No -dijo Myron.
– Gracias.
Él asintió otra vez. Ella se alejó. Myron se puso en pie y se fue en dirección contraria. Sacó su móvil y apretó el uno de marcación rápida. Contestó Win.
– Al habla.
– ¿Era Katie Rochester?
Ya se esperaba algo así, que Katie no quisiera colaborar. Estaba preparado. Win entraba en acción en Manhattan, dispuesto a hacer el seguimiento. De hecho era mejor así. Ella iría directamente a su escondite. Win la seguiría y lo descubriría.
– Parecía ella -dijo Win-. Iba con un novio de cabello oscuro.
– ¿Y ahora?
– Después de colgar, ella y el supuesto novio se han ido caminando. Por cierto, el novio lleva un arma con funda en la axila.
Eso no era bueno.
– ¿Vas detrás de ellos?
– Haré como si no me lo hubieras preguntado.
– Voy para allá.
40
Joan Rochester tomó un trago de la petaca que guardaba bajo el asiento del coche.
Estaba entrando en el jardín. Podía haber esperado a entrar en la casa pero no lo hizo. Estaba aturdida, hacía tanto tiempo que vivía aturdida que no recordaba si alguna vez había tenido la cabeza realmente despejada. No importaba. Uno se acostumbra. Te acostumbras tanto al aturdimiento que se convierte en lo normal, y sería la cabeza despejada lo que la desconcertaría.
Se quedó en el coche y miró hacia la casa. La miró como si la viera por primera vez. Allí era donde vivía. Sonaba muy simple, pero era así. Era allí donde transcurría su vida. No era especial. Parecía impersonal. Ella vivía allí. Ella había ayudado a elegirla. Y ahora que la miraba, se preguntaba por qué.
Joan cerró los ojos e intentó imaginar algo diferente. ¿Cómo había llegado aquí? Era consciente de que no había sucedido de repente. El cambio nunca es espectacular. Eran pequeños cambios, tan graduales como imperceptibles para el ojo humano. Así le había sucedido a Joan Delnuto Rochester, la chica más guapa de Bloomfield High.