Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– ¿Recuerda lo que hablamos sobre los inocentes?

– .

– Quiero que ayude a un inocente, doctora Skylar. -Después, se lo pensó y dijo-: En este caso, tal vez a dos.

– ¿Dos?

– A una chica de dieciocho años llamada Aimee Biel -dijo Myron-, y si estamos en lo cierto, al bebé que lleva dentro.

– Dios mío, ¿me está diciendo que Stanley tenía razón?

– Por favor, doctora Skylar.

– No es ético.

Él dejó que el silencio pesara sobre ella. Había planteado su argumento. Añadir algo más sería superfluo. Era mejor dejar que reflexionara.

No tardó mucho. Dos minutos después, oyó sonar las teclas del ordenador.

– Myron….-dijo Edna Skylar.

– Sí.

– Aimee Biel está embarazada de tres meses.

36

El director de la Livingston High School, Amory Reid, iba vestido con pantalones de cinturilla elástica, una camisa de vestir blanca de manga corta, de una tela tan tenue que trasparentaba la camiseta que llevaba debajo, y zapatos negros de suela gruesa que podían haber sido de vinilo. Incluso con la corbata aflojada, parecía que le estuviera estrangulando.

– Evidentemente la escuela está muy preocupada.

Reid doblaba las manos sobre su mesa. En una llevaba un anillo universitario con un emblema de fútbol americano. Había soltado la frase como si la hubiera ensayado frente a un espejo.

Myron se sentó a la derecha y Claire a la izquierda. Todavía estaba aturdida por la confirmación de que su hija, a quien conocía y amaba y en quien confiaba, llevaba tres meses embarazada. Al mismo tiempo tenía un sentimiento parecido al alivio. Tenía sentido. Explicaba su comportamiento reciente, lo que hasta ahora había sido una incógnita.

– Por supuesto pueden registrar su taquilla -les informó el director-. Tengo una llave maestra.

– También queremos hablar con dos de sus profesores -dijo Claire-, y con un estudiante.

Los ojos del director se entornaron. Miró a Myron y luego otra vez a Claire.

– ¿Qué profesores?

– Harry Davis y Drew Van Dyne -dijo Myron.

– El señor Van Dyne ya se ha marchado. Los jueves sale a las dos.

– ¿Y el señor Davis?

Reid comprobó su horario.

– Está en el aula B-202.

Myron sabía con exactitud dónde estaba ese aula después de tantos años. Los pasillos seguían marcados con letras de la A a la E. Las aulas que empezaban por 1 estaban en el primer piso, por 2 en el segundo. Recordaba a un profesor exasperado diciendo a un alumno obtuso que no era capaz de diferenciar el pasillo E del pasillo A, vaya por dónde.

– Veré si puedo arrancar al señor D de su clase. ¿Puedo saber por qué quieren hablar con estos dos profesores?

Claire y Myron intercambiaron una mirada.

– Preferiríamos no decirlo todavía -dijo Claire.

Él lo aceptó. Su trabajo era político. De saber algo, tendría que informar de ello. La ignorancia, de vez en cuando, podía ser una bendición. Myron no tenía nada sólido contra ninguno de los profesores, sólo indicios. Hasta que no hubiera más, no había razón para informar al director de la escuela.

– También nos gustaría hablar con Randy Wolf -dijo Claire.

– Me temo que no puedo ayudarles.

– ¿Por qué no?

– Fuera de la escuela, pueden hacer lo que les plazca. Pero yo tendría que tener permiso de sus padres.

– ¿Por qué?

– Son las normas.

– Si pillan a un chico saltándose clases, ¿no habla con él?

– Yo puedo, pero usted no. Y aquí no se trata de hacer campana. -Reid desvió la mirada-. Además, estoy un poco sorprendido por su presencia aquí, señor Bolitar.

– Es mi representante -dijo Claire.

– Lo comprendo. Pero eso no da mucho derecho cuando se trata de hablar con un alumno, o en realidad, con un profesor. Tampoco puedo obligar al profesor Davis a hablar con ustedes, pero al menos le avisaré. Es un adulto. No puedo hacer lo mismo con Randy Wolf.

Fueron al pasillo a la taquilla de Aimee.

– Hay otra cosa -dijo Amory Reid.

– ¿Qué?

– No sé si tiene nada que ver, pero últimamente Aimee tuvo algún problema.

Se pararon y Claire dijo:

– ¿Cómo?

– La sorprendieron en la oficina de asesoramiento, utilizando un ordenador.

– No lo entiendo.

– Nosotros tampoco. Uno de los consejeros la encontró allí. Se estaba imprimiendo un expediente. Resultó que era el suyo.

Myron pensó un momento.

– ¿No tienen contraseñas esos ordenadores?

– Las tienen.

– ¿Cómo entró entonces?

Ried habló con excesivo cuidado.

– No estamos seguros. Pero la teoría es que alguien cometió un error en administración.

– ¿Qué error?

– Alguien olvidó apagarlo.

– En otras palabras, todavía estaba encendido y así pudo acceder ella.

– Es una teoría, sí.

Bastante tonta, pensó Myron.

– ¿Por qué no se me informó? -preguntó Claire.

– No era para tanto.

– ¿Robar un expediente no es para tanto?

– Se había impreso su expediente. Aimee era una alumna excelente. Nunca se había metido en ningún lío. Decidimos dejarlo pasar con una advertencia severa.

Y ahorrarse así una vergüenza, pensó Myron. No quedaría bien que se supiera que una alumna había logrado acceder al sistema informático del instituto. Más cosas escondidas debajo de la alfombra.

Llegaron a la taquilla. Amory Reid usó su llave maestra. Una vez la abrió, se apartó. Myron fue el primero que miró. La taquilla de Aimee era espeluznantemente personal. Fotografías parecidas a las que había visto en su habitación adornaban la superficie metálica. Randy tampoco estaba. Había imágenes de sus guitarristas preferidos. En una percha había una camiseta negra del tour «American Idiot» de Green Day; en otra, una sudadera de New York Liberty. En el fondo estaban amontonados los libros de texto de Aimee, forrados con plástico. Había cintas del pelo en el estante, un cepillo, un espejo. Claire los tocó con ternura.

Pero no había nada allí que pareciera útil. Ninguna pistola humeante, ningún rótulo gigante que dijera por aquí encontrar a aimee.

Myron se sintió perdido y vacío, y mirar en la taquilla, algo que era tan de Aimee, le hizo sentir aún más dolorosamente su ausencia.

El humor se quebró cuando el móvil de Reid sonó. Lo respondió, escuchó un momento y colgó.

– He encontrado a alguien que sustituya al señor Davis en la clase. Les espera en mi despacho.

Drew Van Dyne estaba pensando en Aimee e intentando decidir cuál sería su próximo paso cuando llegó a Planet Music. Siempre que le sucedía eso, siempre que la vida y las malas decisiones que había tomado le confundían, Van Dyne se automedicaba o, como hacía ahora, se volcaba en la música.

Tenía bien metidos los auriculares del iPod en los canales auditivos. Escuchaba «Gravity» de Alejandro Escovedo, disfrutando con el sonido, intentando descubrir cómo habría compuesto la canción. Eso era lo que le gustaba hacer a Van Dyne. Destripar una canción de la mejor forma posible. Elaboraba una teoría sobre el origen, cómo había aparecido la idea, la primera chispa de inspiración. ¿Fue la primera semilla un riff de guitarra, el coro, una estrofa o una letra concreta? El compositor, ¿tenía el corazón roto, estaba triste o rebosaba alegría? ¿Y por qué se sentía así? ¿Y cómo siguió, después del primer paso, con la canción? Van Dyne veía al autor al piano o rasgando la guitarra, escribiendo notas, cambiándolas, retorciéndolas, todo.

Una pasada. Una pasada total. Inventarse una canción. Aunque… aunque siempre hubiera una vocecita, muy adentro, diciendo: «Deberías haber sido tú, Drew».

Olvidas a la esposa que te mira como si fueras caca de perro y ahora quiere el divorcio. Olvidas a tu padre, que te abandonó cuando eras un niño, y a tu madre, que ahora intenta compensar que no te hizo ni caso durante años. Olvidas el alienante y monótono empleo de profesor que detestas, que ya no es algo que haces mientras esperas tu oportunidad y que tu oportunidad, si eres sincero contigo mismo, nunca llegará. Olvidas que tienes treinta y seis años y que por mucho que intentes acabar con ello, tu maldito sueño no muere… No, eso sería demasiado fácil. Por el contrario el sueño permanece y te obsesiona y ves que nunca, nunca se hará realidad.

51
{"b":"106879","o":1}