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– ¿Y cómo debía hacerlo exactamente? Hola, cómo estás, me han dicho que eres viuda por el once de septiembre, ¿te apetece un italiano o un chino?

Ali asintió.

– Te comprendo.

Había un reloj antiguo en un rincón, enorme y ornamentado. Decidió tocar las campanadas entonces. Myron se preguntó de dónde lo habría sacado Ali, de donde habría sacado todo lo demás, qué es lo que era de Kevin, en casa de Kevin.

– Kevin y yo empezamos a salir al principio del instituto. Nos tomamos un descanso durante el primer año de universidad. Yo iba a la Universidad de Nueva York. Él se iba a Wharton. Era lo más razonable. Pero cuando volvimos a casa por Acción de Gracias, y nos vimos… -Se encogió de hombros-. Nunca he estado con otro hombre. Nunca. Ya está dicho. No sé si lo hacíamos bien o mal. ¿No es raro? En cierto modo aprendimos juntos.

Myron se quedó callado. Ella no estaba a más de un metro de distancia. No estaba seguro de lo que debía hacer: la historia de su vida. Acercó la mano a la de ella. Ella la cogió y la apretó.

– No sé cuándo me di cuenta de que estaba preparada para empezar a salir con hombres. He tardado más que la mayoría de viudas. Hablé del tema, evidentemente, con otras viudas. Hablamos mucho. Pero un día simplemente me dije a mí misma, vale, puede que haya llegado la hora. Se lo dije a Claire. Y cuando me propuso que saliera contigo, ¿sabes qué pensé?

Myron negó con la cabeza.

– Está fuera de mi alcance, pero tal vez eso sea lo divertido. Pensé… te parecerá una estupidez, pero recuerda por favor que no te conocía de nada, pensé que sería una buena transición.

– ¿Transición?

– Tú ya me entiendes. Eras un atleta profesional. Probablemente habías tenido muchas mujeres. Pensé que quizá sería divertido ligar contigo. Algo físico. Y que tal vez después encontraría algo bueno. ¿Me entiendes?

– Creo que sí -dijo Myron-. Sólo me querías por mi cuerpo.

– Más o menos, sí.

– Me siento fatal -dijo él-. No, emocionado. Dejémoslo en emocionado.

Eso la hizo sonreír.

– Por favor, no te ofendas.

– No me ofendo. -Y después-: ¡Fresca!

Ella se rió. Sonó melódico.

– ¿Cómo resultó tu plan? -preguntó.

– No fuiste lo que esperaba.

– ¿Eso es bueno o malo?

– No lo sé. Salías con Jessica Culver. Lo leí en una revista People.

– Sí.

– ¿Iba en serio?

– Sí.

– Es una gran escritora.

Myron asintió.

– También es guapísima.

– Tú eres guapísima.

– No tanto como ella.

Myron iba a discutirlo, pero supuso que sonaría demasiado condescendiente.

– Cuando me invitaste a salir, pensé que buscabas algo, no sé, diferente.

– ¿Diferente cómo? -preguntó él.

– Por ser una viuda del once de septiembre -dijo ella-. La verdad es, y detesto reconocerlo, que me da una especie de halo de celebridad.

Él lo sabía. Pensó en lo que había dicho Win, sobre lo primero que se le ocurría cuando oía su nombre.

– Así que pensé…, y no te conocía, pero sabiendo que eras un atleta profesional guapo que salía con mujeres que parecen supermodelos, me imaginé que podía ser una muesca interesante en tu cinturón.

– ¿Porque eras una viuda del once de septiembre?

– Sí.

– Eso es enfermizo.

– No lo es.

– ¿Por qué?

– Ya te lo he dicho. Es como si se me hubiera pegado un halo de celebridad. Gente que no me daba ni la hora, de repente quería conocerme. Todavía me sucede. Hace un mes, empecé a jugar en el nuevo equipo de tenis del Racket Club. Una de las mujeres, esa esnob rica que no me dejaba pisar su jardín cuando se mudó al barrio, se acercó a mí poniendo morritos.

– ¿Morritos?

– Así lo llamo yo. Poner morritos. Es algo así.

Ali le hizo una demostración. Apretó los labios, frunció el ceño y pestañeó.

– Pareces Donald Trump echándose colonia.

– Ésa es la cara de morritos. Me la ponen continuamente desde que Kevin murió. No les culpo. Es normal. Pero esa mujer poniendo morritos se acercó a mí, me cogió las manos con las suyas y me miró a los ojos, y con esa formalidad que dan ganas de gritar, me dijo: «¿Eres Ali Wilder? Oh, estaba deseando conocerte. ¿Cómo estás?» Tú ya me entiendes.

– Te entiendo.

Ella le miró.

– ¿Qué?

– Has puesto la versión novio de los morritos.

– No estoy seguro de entenderte.

– No dejas de decir que soy guapa.

– Lo eres.

– Me viste tres veces estando casada.

Myron no dijo nada.

– ¿Pensaste entonces que era guapa?

– Intento no pensar esas cosas de las mujeres casadas.

– ¿Recuerdas siquiera haberme visto?

– No, la verdad es que no.

– Pero si hubiera sido como Jessica Culver, aunque estuviera casada, te acordarías de mí.

Esperó.

– ¿Qué quieres que te diga, Ali?

– Nada. Pero ya va siendo hora de que dejes de tratarme como las morritos. Da igual por qué quisiste salir conmigo. Lo que importa es por qué estás aquí ahora.

– ¿Puedo?

– ¿Qué?

– ¿Puedo decirte por qué estoy aquí ahora?

Ali tragó saliva y por primera vez no parecía muy segura de sí misma. Hizo un gesto con la mano invitándole a hablar.

Él se lanzó.

– Estoy aquí porque me gustas de verdad, porque puedo estar confundido sobre muchas cosas y puede que tengas razón con lo de los morritos, pero la verdad es que ahora estoy aquí porque no puedo dejar de pensar en ti. Pienso en ti todo el día y, cuando lo hago, se me pone una sonrisa tonta en la cara. Algo así. -Fue su turno de hacer una demostración-. Por eso estoy aquí, ¿vale?

– Ésa -dijo Ali, intentando no sonreír- es una buena respuesta.

Él estuvo a punto de decir algo ingenioso, pero se contuvo. Con la madurez viene la contención.

– Myron…

– ¿Sí?

– Quiero que me beses. Quiero que me abraces. Quiero que me lleves arriba y me hagas el amor. Quiero que lo hagas sin expectativas porque yo no tengo ninguna. Podría dejarte mañana o podrías dejarme tú. No importa. Pero no soy frágil. No voy a describirte el infierno que han sido estos últimos cinco años, pero soy más fuerte de lo que podrías imaginarte. Si la relación sigue después de esta noche, serás tú el que tendrá que ser fuerte, no yo. Es un ofrecimiento sin obligaciones. Sé que quieres ser bueno y noble. Pero no es lo que quiero. Lo único que quiero esta noche eres tú.

Ali se inclinó hacia él y le besó en los labios. Primero suavemente y después con más pasión. Myron sintió una ola dentro de él.

Ella volvió a besarle. Y se sintió perdido.

Una hora después -o tal vez sólo fueran veinte minutos- Myron se dejó caer de espaldas.

– ¿Y bien? -dijo Ali.

– Uau.

– Dime más.

– Espera a que recupere el aliento.

Ali se rió, y se acurrucó más contra él.

– Las extremidades -dijo-. No me siento las extremidades.

– ¿Nada de nada?

– Una cosita tal vez.

– No tan cosita. Y tú tampoco has estado mal.

– Como dijo una vez Woody Allen, practico mucho cuando estoy solo.

Ella apoyó la cabeza en su pecho. El corazón acelerado de Myron empezó a calmarse. Miró al techo.

– Myron.

– Sí.

– Él nunca saldrá de mi vida. Y tampoco dejará a Erin y a Jack.

– Lo sé.

– La mayoría de hombres no podrían soportarlo.

– Yo tampoco sé si podría.

Ella le miró y sonrió.

– ¿Qué?

– Eres sincero -dijo-. Me gusta.

– ¿No más morritos?

– Oh, eso lo he liquidado hace veinte minutos.

Él apretó los labios, frunció el ceño y pestañeó.

– Espera, creo que ha vuelto.

Ella volvió a apoyar la cabeza en su pecho.

– Myron…

– ¿Sí?

– Nunca saldrá de mi vida -dijo ella-. Pero ahora no está aquí. Ahora estamos sólo tú y yo.

6

En el tercer piso del St. Barnabas Medical Center, condado de Essex, la investigadora Loren Muse llamó a la puerta donde decía dra. Edna skylar, genetista.

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